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domingo, 23 de mayo de 2021

BRUJULEANDO

 

      



     

       Me preguntan de vez en cuando por qué hablo de la brújula o del enfoque brujular. Quien haya tenido ocasión de embarcarse en alguno de mis cursos o el valor de aventurarse a leer mi libro -Manual de psicoanálisis para terapeutas- seguro que sabría qué responder, pues en ambas travesías me despacho largo y tendido sobre el asunto, pero más allá de tan abnegada marinería que cruzó conmigo la mar océana, hay un buen puñado de followers y de curiosos que no tienen, lógicamente, ni remota idea. Y pensando en ellos/vosotros, he concluido que estaría bien ofrecer una somera aproximación al tema, siempre con una perspectiva operativa, pues debe quedar claro que la brújula es una herramienta eminentemente clínica y por tanto destinada a la gente del oficio, es decir, los terapeutas.

       Y los terapeutas que os asomáis a este blog zapatillero obviamente fuisteis alguna vez picoteados en mayor o menor medida por el significante psicoanalítico y algo de su veneno circula ya insidioso por vuestras venas. Así que doy por descontado que ya estáis familiarizados con sus conceptos fundamentales, esos que durante años hemos ido desgranando a lo largo de este sinuoso rosario de posts en zapatillas, desde el Edipo y sus tiempos hasta la dimensión lingüística del inconsciente, pasando por el narcisismo, el masoquismo, la resonancia significante o la dialéctica simbólico-imaginaria. En fin, una verdadera troupé de elementos teóricos variopintos que configuran la trama conceptual que sustenta nuestro modo de ver y hacer.

       De entre todos ellos despunta uno con un brillo singular, el límite, referente capital, camaleónico y universal. Y nos estamos refiriendo al límite simbólico, aquel que introduce el llamado padre simbólico o padre de la ley, es decir, aquel que en su función la sostiene y la representa a la vez que está sujeto a ella. Ya sé que corren tiempos revueltos en los que se habla de su ocaso y se vaticinan paradigmas nuevos y rompedores, pero no es ahora el momento para entrar en esos jardines, sorry, así que seguiremos con lo nuestro.

        El límite va a ser la estrella polar que guíe nuestros pasos, el borne que imante la brújula que nos orienta. Cada vez que se vulnera, un eco resonante nos reclama y nos pone en alerta. Hay que estar advertidos y bien despiertos para reconocer las distintas declinaciones de la transgresión, desde la más rotunda y frontal del desafío a la más escorada y torcida de la chirla, sabiendo que en su diversidad siempre se juega subrepticiamente la trampa.

       Es imprescindible comprender su condición de centro de gravedad permanente, con permiso de Battiato, núcleo gravitatorio de la subjetividad, y que en consecuencia, cuando se trampea, la nave se resiente y se escora, de la forma más flagrante y explícita a la más subliminal y silente, y ahí es cuando se pone en juego nuestro arte de la escucha, una escucha resonante y atenta a los tonos y semitonos del goce encubierto, encubierto no sólo para nosotros, sino también y principalmente para el extraviado sufridor de turno. Porque no nos olvidemos que el goce, por paradójico que resulte, se sufre y/o se hace sufrir, y es por esa razón que llaman a nuestra puerta.

        Es el caso de R, un, iba a decir, muchacho, cuando debería decir un hombre rumbo a los 40. Un hombre-muchacho por no decir chaval que acude a mi consulta de la mano de M, su pareja-madre, que de alguna manera le ha obligado a venir a verme a ver si le encarrilo.

       Extractando al máximo diré que R es alguien que anda muy descarrilado desde que nació, pues su madre iba más descarrilada todavía cuando lo engendró siendo una adolescente fruto de un episodio sexual alcohólico y anónimo. No hay padre pues, y por no haber, no hay ni madre, alguien muy perdida enganchada a las drogas y a relaciones muy tóxicas. Habrá, eso sí, unos abuelos que se harán cargo de él en un contexto muy precario y conflictivo. “Yo me críe en un barrio de gitanos...era la jungla”. En fin, por resumir diré que, por no darse, no se dio ni el narcisismo trófico. Sin embargo, como dije arriba, en la primera entrevista vino traído casi a la fuerza por su pareja-madre que hablaba por él porque él no hablaba. En el relato que me cuenta me percato de que ella, una mujer muy voluntariosa y entregada, se encarga de llevar todos los asuntos de la casa y de la relación. Es la voz cantante, contante y sonante. A los diez minutos de escucharla la hago salir y me quedo a solas con R. Silencio prolongado y unos ojos que me miran como desde el fondo de una madriguera. Me llega a la piel un temor y una desconfianza salvaje. Como un perro apaleado. Alguien totalmente a la defensiva. 

- ¿Y tú tienes algo que decirme?

- ... ... ... Es que yo no sé hablar bien...

- Bueno, pues háblame mal, o regular, como tú prefieras... 

       Y así empezó a hablar. Al rato hice pasar a la pareja. Comenté el plan de trabajo y le di la próxima cita que ella empezó a anotar en su móvil. Interrumpí su maniobra y le pregunté a R al respecto. “Es que ella es mi secretaria, mi agenda y mi todo”

       Debí elevar la voz bastante porque me miraron boquiabiertos cuando exclamé:

- ¿Tu todo??? ¿Tu todo??? ¡Todo no es posible! ¡No posible!!! Noo! Noo!... 

       Por las mismas, a la hora de pagar ella saca la cartera, y tuve que señalar que esa dinámica que se llevaban entre los dos era una cuestión problemática muy importante que había que indagar, aclarar y cambiar. Y que como había que empezar por algún lado, en lo relativo al tratamiento quedaba taxativamente prohibido que en adelante ella se encargara de nada. Él tendría que responsabilizarse de acordarse de sus citas, de sacar el dinero para pagarme, de llamar ante cualquier contingencia, de que en lo posible viniera solo... 

       Un chute de límite en vena. Aceptaron. Se abrieron a intentar encarrilarse en el vínculo, a explorar la posibilidad de una nueva dinámica vincular.

       Lleva viniendo un año sin faltar a ninguna sesión. Está siendo un trabajo duro y concienzudo. Las premisas de partida lo prefiguraban como un viaje bastante inviable, pero golpe a golpe y verso a verso vamos haciendo camino al hablar.

       Dejaré de lado toda la trama familiar que ha jugado un papel protagónico en su relato para centrarme en la última sesión que nos servirá de texto en el que realizar una lectura brujular tal como nos propusimos al inicio. Transcribo: 

“Estoy bien!...No sé qué contarte. Todo bien...

... ... ... ... ... ... ... He estado pensando en lo de las normas que hablamos la sesión pasada, y me doy cuenta que no las soporto. Ayer el dueño de la nave donde trabajo no me dejó instalar un toldo por mi cuenta...y es que no lo soporto. Me sientan súper mal.

Cuando trabajaba en la obra, que a mi me encanta, no soportaba que me dieran órdenes. Me cuesta, me cuesta. En mi primer trabajo en una ferretería me ahogaba entre cuatro paredes. Me ofrecieron hacerme fijo y lo dejé. Me asfixiaba. En la obra estás al aire libre. Cualquier norma, ¡siempre me sienta mal! Y es verdad, ¡no lo había visto!

Es de toda la vida. De pequeño eran las normas del colegio...y ahora las del Estado.

Hasta con M la lío. Cualquier persona que me manda algo la siento superior a mí. Y es como cuando estás callado...hasta que explotas. 

- ¿Qué relación hay?

-... ... ...Mi imposibilidad ... ¡No sé controlarme! Ayer con M, la estaba llamando y ella estaba secándose el pelo con el secador y no me oía, y me puse a chillarle como un loco. En ese momento no pienso nada, sólo se me llevan los nervios.

Como me apoyo mucho en ella a la mínima que no puedo con algo le paso el cargo a ella o se pone ella misma a hacérmelo, “Trae, déjame a mi...”. Siempre es igual...”

 

       Válganos este breve fragmento para pensar y rastrear las distintas maneras en que se juega el límite en el directo de la sesión.

       Se presenta contento. Se siente bien y no tiene nada que contar.

       Es una circunstancia relativamente frecuente el hecho de que algunos pacientes al encontrarse bien y no sentir razón para quejarse se encuentren con que no tienen nada de qué hablar. Sólo hay que tener paciencia y aguantar el tirón del silencio. Mejor callar que formular alguna pregunta que te saque del ‘engorroso impasse’. Si fuese ese el caso uno tendría que plantearse supervisar qué le pasa con el silencio que no puede sostenerlo y se ve abocado a rellenar el inquietante vacío con el tapón de la pregunta salvadora. Ahí hay problema con la falta, y en este caso, del lado del terapeuta. 

       El hecho es que tras sostener el prolongado silencio R se arranca con el tema de las normas que habíamos tratado la sesión anterior y que había sido especialmente intenso  -“me asfixian”- y el retomarlo permitirá profundizar en asunto tan importante. De haber tirado de pregunta aliviante se habría abortado la ruta temática que venía sembrada de atrás y con frutos por advenir. Es éste un circuito inconsciente que tenemos que tener presente, porque una dimensión de ese saber que se genera es procesual. Ha tomado conciencia de que más allá de lo jodidas e injustas que son las normas, posición en la que estaba enrocado el día anterior, por no decir toda la vida, hay algo personal que hace que se le hagan insoportables. “Me sientan súper mal”. Ese movimiento sutil es fundamental porque le permite empezar a poderse cuestionar qué le pasa a él con la norma. Es decir, a subjetivar la cuestión.

       De ahí se va a su historia laboral y contrasta “el ahogo” que sufría atrapado entre cuatro paredes en contraposición de lo que le gustaba la obra, donde se sentía “al aire libre”, siempre y cuando el capataz no le diera órdenes. Se muestra aquí la equivalencia asfixiante entre la coartación simbólica, la norma, y la física, las cuatro paredes carcelarias.

       Tras ello se descubre en un continuum vital de sufrimiento y rebeldía con y contra las normas, desde el colegio hasta la vida adulta. Pero en esta revisión novedosa del tema termina reconociendo que esta rebeldía feroz contra la norma y la autoridad -figura que según es nombrada se inscribe novedosamente en el elenco conflictivo- le lleva a “liarla” con su pareja con reacciones injustas y desproporcionadas. Y ahí cae en la cuenta de su irascibilidad impulsiva y explosiva. “No sé controlarme” “En ese momento no pienso nada. Sólo se me llevan los nervios” Dando cuenta con precisión de que sus reguladores simbólicos no están operativos y funciona en régimen puramente pulsional, en un arrebato sin freno que le arrastra. Viñeta cristalina que nos ilustra palmariamente cómo la precariedad simbólica nos arroja a los pies de los caballos pulsionales. Es asín, como nos confirma dramáticamente todo el espectro de ruinas que comprende la que conocemos como clínica de la pulsión.      

       ¿Y de dónde viene esa precariedad simbólica?

       La respuesta está cantada: De la falla de la función paterna. La última escena, donde se constata la persistencia de la relación materno infantil con su pareja, nos reenvía a la sesión inicial en la que yo intenté barrar con contundencia tamaño huevo. Pero estas cosas, ya se sabe, para cambiar precisan de mucho tiempo.

       Es interesante ver con perspectiva cómo, en la vida, no encontró a un padre que le pusiera en su sitio, pero, cómo, sí, encontró a esa madre que de niño no tuvo y a la que se agarra como una garrapata. Y en ese vínculo huevo encontró el cobijo donde refugiarse del mundanal ruido, que es como él vive al Otro, un Tercero amenazante y hostil del que no admite límite ni norma, lo que le aboca a una evitación constante del vínculo social y a una búsqueda de un paraíso natural en la soledad del campo y en la compañía de los animales, esos que no hablan, de los que sí se siente hermano y protector. Pero hay que dejar constancia de que, en ese simulacro tan cutre del Edén perdido, le ha hecho cada martes un hueco a mi presencia, y en bajando a la polis, en su cita a cita, algo se ha ido pacificando y humanizando, y puedo dar fe de que, en el trajín de los días y los hechos, ha ido aprendiendo a “hablar bien” y a decirse en esa lengua misteriosa que se viste de palabra verdadera y que cura. 

       Terminamos. Así pues, queridos marineros, en mar o en tierra, a cualquiera que le haya llegado y leído este mensaje en la botella, le invito a que se siente a la sombra y se dé la oportunidad de volver a leerlo despacio, rastreando entre sus líneas la presencia más o menos líquida del límite y sus piruetas y, desde ahí,  las conexiones que articula. Poder identificar el hilo conductor que lo atraviesa será la prueba fehaciente de que la brújula va con vosotros. Y que así sea. Salud. 

 

                                                                               En Mamouna, 22 de Mayo de 2021