Leo un aforismo en el Facebook que publica una amiga (“No
vemos las cosas como son, sino como somos”- Krishnamurti) y entre la gama de
impresiones que me despierta se me impone el recuerdo de un breve fragmento de
un texto ya añejo y por lo demás olvidado, una cita de Oscar Wilde que Paulo
Coello recoge en el prólogo de El
Alquimista y que dice así:
Cuando Narciso murió,
vinieron las Oréiadas –diosas del bosque- y vieron el lago transformado, de un
lago de agua dulce, en un cántaro de lágrimas saladas.
-¿Por qué lloráis?-
preguntaron las Oréiadas -Lloro por Narciso – respondió el
lago. -Oh, no nos
extraña que lloréis por Narciso. A pesar de que todas nosotras le perseguíamos
siempre a través del bosque, vos erais el único que tenía la oportunidad de
contemplar de cerca su belleza. -Entonces,
¿era bello Narciso?-preguntó el lago.
- ¿Quién sino
vos podría saberlo?-respondieron sorprendidas las Oréiadas-. Después de todo,
era sobre vuestra orilla dónde él se inclinaba todos los días.
El lago quedose
inmóvil unos instantes. Finalmente dijo: -Lloro
por narciso, pero nunca me había dado cuenta de que Narciso fuese bello. Lloro
por Narciso porque cada vez que él se recostaba sobre mi orilla yo podía ver,
en el fondo de sus ojos, mi propia belleza reflejada.
Y compruebo
en directo que el Narcisismo es cosa de dos. Dos ensimismados.
Veamos. Esta es una afirmación que precisa una explicación,
pero la tal, me temo que sea demasiado compleja para hincarle el diente en un marco
como éste, que se presupone liviano y amigable y en el que es de mal gusto
largar tostones eruditos y solemnes. Así pues no sé si me estoy metiendo en un
jardín intransitable. La única forma de saberlo es intentarlo. Ea pues.
Empezaré diciendo que el Narcisismo no goza precisamente de
buena fama, y no le faltan motivos, pero quisiera, cual abogado del diablo, levantar un dedo en su defensa, siempre dentro
de una perspectiva psicoanalítica, que es el campo que me atañe.
Situémonos. Freud toma el término acuñado por Havelock Ellis
unos años atrás, para referirse a una forma de amor que es el amor a sí mismo, en referencia al mito de Narciso, aquel hermoso hijo
de ninfa que enamoraba a todos a su paso, pero incapaz a su vez de enamorarse de
nadie. Hasta que un día, vengadora de tanto despechado, la diosa le condena a
su propia medicina, enamorarse de alguien con quien no pueda consumar su amor.
Y una mañana de calor, tras ir de cacería, Narciso se dispone a beber del agua del lago e inesperadamente queda fatalmente capturado por la belleza de ese rostro que le mira. Sea de sed o ahogado, la muerte allí le espera.
Tal vez convenga, como hace admirablemente Waterhouse, incorporar
a la escena a la ninfa Eco, un personaje secundario que también arrastra un
trágico destino. Su arte de contar hermosas historias a Hera, provoca que Zeus, esposo envidioso, la
condene a sólo poder repetir el final de cuanta palabra oyese. Desolada vaga perdida en su soledad sonora hasta que atravesada de
pasión por Narciso, sucumbirá, tras el desdén en su rechazo, de mortal e inútil melancolía.
Así pues, pese a su diferencia formal, dos pasiones fatales semejantes. Pues semejante es lo que subyace bajo el reflejo de una imagen o tras el eco de una voz. Nada. O mejor dicho, nada más que espejismos, de orden visual o sonoro. Reflejos o ecos de un Ideal. Territorio imaginario diría Lacan.
Y es bueno tener esto presente para no confundirnos, como sí
le sucedió a Freud, al distinguir y oponer una libido narcisista vs otra
objetal. Pero para entender de lo que hablo tendremos que ponernos en contexto.
Y el contexto era muy, pero que muy, convulso. Corre 1914, La Gran Guerra
resuena flamante en las principales cancillerías de Europa. Crisis de Imperios.
Alemania pide la vez y alza la voz. Las trincheras tienen la última palabra. O en realidad
las palabras no tienen lugar. Sólo la metralla, el gas y la bayoneta tienen algo
que decir, y sólo pronuncian una palabra monocorde: muerte.
Pero hay otras guerras jugándose de forma larvada, sin que
corra la sangre, pero sí la tinta. Es
1914 y Freud publica Introducción del
narcisismo, un texto importante por el giro que introduce en algunos de sus
postulados, pero del que quisiera destacar su metatexto. Acaba de romper con Jung (1913), su más dilecto
discípulo, y está reciente la deserción de Adler (1911). Está enfrentándose a
varias encrucijadas teóricas, pero el guante se lo ha lanzado Jung con su
crítica al reduccionismo sexual con que Freud caracteriza a la libido, frente a su concepción de la libido como una
energía psíquica inespecífica, no sólo sexual, subyacente en todas las
tendencias. Es ahí donde Freud se reafirma en la naturaleza sexual de la libido
y formula sus dos modalidades (narcisista y objetal) intentando resolver,
insatisfactoriamente, hay que decirlo, algunas contradicciones de su teoría. Es una
propuesta que resultará provisional y que le llevará a elaborar una segunda
teoría de las pulsiones (de vida y de muerte) unos años después. Pero siempre
preservando una posición dualista frente al monismo junguiano. Lo cual no es
cuestión baladí, por lo que esas posiciones encierran y denotan. Mas este
asunto, de largo calado, he de dejarlo aquí.
El principal aporte es introducir el Narcisismo como un
nuevo estadio libidinal entre el Autoerotismo
y la Relación de objeto, donde el Yo será tomado como objeto.Y, congruentemente, va a
situar en este estadio la constitución del Yo, bien es cierto que no explica cómo,
más allá de esa frase enigmática y lapidaria: "Acontece de resultas de un nuevo
acto psíquico".
Es Lacan quien retoma la cuestión y en El estadio del espejo describe el fenómeno que da cuenta del tal “acto
psíquico” que Freud apunta. Ese momento en el que el cachorro humano manifiesta
un júbilo al ver su imagen en el espejo y reconocerse
en su reflejo. “Ese soy yo”, sería la traducción en palabras de su alborozo. Y es comprensible esa
fiesta, pues anda estrenando imagen y completud. Imagen de completud, frente al
bacalao fragmentario del que venía. Cacao maravillao que se unifica y cobra
forma precisa y distinta. Nada menos que la identidad, reflejo en un espejo. Espejismo pues. Maravilloso o ingrato espejismo, pero espejismo al fin.(¡Vaya estafa!)
Sería ingenuo pensar que esto sucede así, tal cual, “una,
dos y tres, pollito inglés, aquí está usted!”. Hasta el recurso a este latiguillo
nos delata. Es preciso que “alguien” te presente. Te señale y te designe.
Cuestión de educación. Y ésa es la cuestión. No podemos pensar el fenómeno sin
la intervención de ese Otro significativo, llamémosle la Madre, que va a ir
apalabrando toda su existencia. Sólo desde ese apalabramiento base, va a ser
posible la procelosa inclusión del cachorro en el ámbito representacional. Acceder
a esa imagen que nos representa no podrá ser sólo cosa de reflejos en un
cristal azogado. ¿Qué sería de los niños ciegos? ¿No tendrían yo?...Es evidente
que no va por ahí la cosa.
Es evidente que el espejo es una metáfora que remite a otros
reflejos, que son los decires del Otro. Y que el espejo es el Otro. Y esos
decires que nos tapizan la piel y las mucosas desde el primer encuentro, “mama, mi tesoro” o “qué daño me haces, mamón”, van a ir inscribiendo una
particular versión de nosotros mismos que siempre será arbitraria, en función
de las circunstancias que rodeen y atraviesen el vínculo primordial.
Un vínculo primordial que en principio es fusional, de
supuesta completud, donde el baby (“his majesty, the baby!”, le llamaba Freud)
es el rey del mambo, centro del Universo y destinatario de todas las atenciones
y honores, pero que antes o después, habrá de ser destronado. Es la aparición
de la figura paterna, que se presentifica por la mirada deseante de la madre, la que produce la quiebra de ese
espejismo de completud, la caída de ese supuesto trono vitalicio a la que el
baby se ve abocado. En términos psicoanalíticos, a ese lugar glorioso, se le
llama fálico, y a la tal gloria, Goce.
Así que es preciso despertar del sueño de reyes que creímos
ser, para poder ser el príncipe o princesa que somos. Y heme a mi aquí, en
medio de este cuento rosa, resistiéndome a hablar de otro cuento mítico que se
llama Edipo y que trae cola. Así que trataré de pasar de perfil, cruzar los dedos y que no ladren los perros.
Entonces, recapitulemos. El curso lógico de los acontecimientos nos llevaría de un tiempo primero de espejismo estructural a una caída necesaria del guindo. Ese primer tiempo sería el campo del Narcisismo, campo fundante y fundamental de nuestra identidad. Le llamaremos Narcisismo trófico, bagaje esencial y necesario para aspirar a hacer de la vida un buen viaje. A distinguir del Narcisismo tóxico, que nos garantiza innumerables problemas. Consistiría en quedarte con el culo pegado al trono y no caerte cuando toca. Aferrarte al espejismo y quedar atrapado en él. Como Narciso.
¿Y qué pasa con el lago? Que su mirada nos abre a una nueva consideración. Si decíamos que en el narcisismo el Yo era tomado como objeto, podemos plantear, revirando los términos, que el objeto es tomado como Yo. Pues por lo que nos dice Oscar Wilde, él
también está prendado y prendido de sí mismo, y no ve al otro. Él también está
enfermo de narcisismo. Y retomo la tesis inicial de que el narcisismo es cosa
de dos. Pero teniendo en cuenta que la lógica que lo rige, en el origen, no es simétrica. El
Otro tiene una responsabilidad determinante en relación a qué lugar le da al
cachorro, y desde luego no es, o no debería ser, el de el atributo que nos realza y falifica, sino ese ser tan vulnerable al que tendremos que amar, respetando su individualidad y su libertad. Y es por eso que debiera ser de lectura obligada para cualquier
aspirante a padre o madre el poema de Kahlil Gibran que empieza así:
Tus hijos no son tus
hijos
son hijos de la vida
deseosa de sí misma.
No vienen de ti, sino
a través de ti
y aunque estén
contigo, no te pertenecen…
Y habrá que estar advertidos, porque siempre está al acecho la tentación de ejercer de Pigmalión, enamorado narcisísticamente de su obra, pues no otra cosa guió a Yaveh al crear a Adan a su imagen y semejanza.
Y el que no se reconozca en Narciso, que tire la primera piedra.
Y habrá que estar advertidos, porque siempre está al acecho la tentación de ejercer de Pigmalión, enamorado narcisísticamente de su obra, pues no otra cosa guió a Yaveh al crear a Adan a su imagen y semejanza.
Y el que no se reconozca en Narciso, que tire la primera piedra.
Glorioso final, desde K. Gibran hasta el guiño evangélico que lo cierra. Sí a todo, como dicen los informáticos.
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