Es un lugar
común la imagen que dibuja al psicoanálisis como una terapia un tanto rara y
con ese cierto aire trasnochado que le da la presencia de un diván y de un
señor tirando a distante que habla más bien poco (¡si es que habla!).
No glosaré
aquí las tan celebradas virtudes del silencio, ni sus ventajas en lo que a con
las moscas concierne, pero sí señalaré que el silencio activo facilita la
escucha, una escucha ciertamente diferente, particular, literal, esto es, a la
letra.
Tampoco voy a
entrar a explicarles la sentencia vertebral de Lacan que así reza:
“El
inconsciente es/tá estructurado como un lenguaje”. La cito y ahí la dejo, como
Pulgarcito, marcando el camino. Miga tiene, pero no es plan.
Vale, ¿y
ahora qué? Pues sencillo, recapitulamos y seguimos.
El
psicoanálisis es una terapia rara (diferente) porque la sostiene un señor (o
señora, pero plis, no nos pongamos periquitos) que habla poco porque está más
que en decir en escuchar.
Escuchar
literalmente lo que uno dice, porque no importa tanto lo que se cuenta (el
cuento, con permiso de Bucay) sino cómo se cuenta, y es en el acto de contarlo
que a veces uno se va de la lengua, y ese puede ser un error fatal. Fatal de
fatum, destino, uno de los nombres de ese algo que nos surca solapado a flor de
frase, obstinado en dejarse ver, y que no se trata de otra cosa que de la
verdad inconsciente, ese saber velado y vedado que puja y empuja entre líneas
por meter la voz o la pata y romper e irrumpir en el discurso homologado y
formal, dejando en evidencia al bruñido guión oficial.
“Soy muy
desgraciada doctor”, me contaba atribulada una paciente. “No dejo de pensar en
mi infidelidad…em, digoo, en mi infelicidad…”
“¿Su
infidelidad?”, inquirí
“No, no. Es
que mequivocao. Yo quería decir infelicidad”
-“Ya, ya,
pero dijo infidelidad, ¿le dice eso algo?
Y sí, claro
que le dijo, pero lo que respondió no sin apuro aquella mujer ya es otra
historia. En concreto, su verdadera historia, no la que su Yo bribón pretendía
colar de rondón.
Y es que, ya
lo dije en su día y más de uno se rasgó las vestiduras, a menudo la verdad es
cutre y se manifiesta no con Grandes Palabras sino en modos mucho más
prosaicos, tal que un tropiezo o un olvido, un desliz o un tachón, distintos
trajes del lapsus, divino tesoro, ora pro nobis.
Freud, el
gran trasnochado, introdujo cien años ha el diván,no como un capricho
extravagante sino para sustraerse a la mirada y ensancharle el sitio a la
escucha, y desde ahí escribió la Psicopatología de la vida cotidiana, un texto
seminal dedicado por entero a los fallidos que nos desmienten en el cada día.A
cada cual le toca ver qué hace con sus enseñanzas.
Mequivocarse
y no desdecirse.
Mequivocarse
y no mirar para otro lado
Al contrario,
mequivocarse y coger al vuelo el gazapo furtivo, siendo cuidadosos de no
apretar demasiado, y con nuestras manazas y nuestros prejuicios, ¡ay!,
espachurrarlo.
Y es que
mequivocarse es la contraseña del ser, un secreto a voces que ya proclamaban
los clásicos en su famosa máxima: “Errare humanum est”, que en
cristiano postconciliar quedaría como “ Mequivocarse nos hace humanos ”.
Veges
tu, que diría mi abuela.
Mamouna, julio de 2005
¡Precioso...¡ Lo acabo de leer....(veo que con cierto retraso)...
ResponderEliminarFíjate con lo que me encuentro al intentar publicar mi comentario:
ResponderEliminar"Demuestra que no eres un robot.
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Interesante...