Hubo un tiempo que Freud (pronúnciese Froid) se decía “f-r-e-u-d”
y John Wayne, “yon vaine”. Yo vengo de allí.
Ahora que se revisa en voz alta la Mala Educación que recibimos y sus estragos, yo
quiero hacerle sitio también a lo bueno que hubo, que lo hubo, y rendirle
agradecido homenaje al padre Quinzá, (¿qué habrá sido de él?), aquel cura que
me enseñó que Freud era Freud y el cine un camino de conocimiento.
¿Quién me iba a decir a mí que treinta años
mas tarde, un suspiro, me iba a ver ante una amable audiencia, departiendo una
charla sobre cine y psicoanálisis?
Y es que los caminos del señor, ya se sabe,
son inescrutables, pero los de los demás no tanto. Mismamente , si escrutamos
las trayectorias seguidas por el cine y el psicoanálisis, veremos que en su
zigzagueo han dejado escrita una historia de encuentros y desencuentros desde
su nacimiento hasta nuestros días .Pues es bien sabido que ambos dos son
coetáneos, postreros alumbramientos de la Cultura en los estertores del siglo
XIX, y ambos dos han sufrido las reticencias de sus mayores para hacerles un
sitio en su estirpe, y así el cine, en sus aspiraciones a ser reconocido como
el séptimo arte, nunca terminó de desembarazarse del lastre de sus orígenes
como atracción de feria, y el psicoanálisis, por su parte, ahijado de la
hipnosis y el magnetismo, sigue enredado en la tediosa discusión de si es o no
es una ciencia.
Puede que por su común condición bastarda sus
relaciones nunca cuajaran en algo serio. Si nos atenemos a los hechos, es
conocido el rechazo explícito de Freud a las ofertas que le hace Hollywood para
plasmar sus ideas en celuloide. Ello no impide que finalmente algunos
discípulos se decidan a colaborar en la gestación de Secretos de un alma (1926) de G.W.Pabst, obra que inaugura
un culebrón que no ha terminado.
Desconozco el resultado de aquel proyecto
pionero de título tan entrañable, pues no he podido visionarla, pero dada la
interminable muestra de maltratos posteriores dudo que sea la excepción que
confirme la regla, que en palabras de un buen amigo reza así: El cine trata
mal al psicoanálisis y a menudo lo maltrata.
Podríamos preguntarnos cuáles son las razones
profundas de ese maltratamiento y seguro que la cosa tendría su enjundia, pero
no creo ponerme salomónico si planteo el tema a la inversa, ¿Cómo trata el
psicoanálisis al cine?, y francamente el resultado no es mucho más halagüeño.
Siempre hay excepciones, claro. Una
ciertamente afortunada a mi entender la constituye el librito de reciente
aparición titulado“El cine en el diván”, de Teodora Liébana, donde
la autora hace una presentación de conceptos básicos del psicoanálisis a través
de la lectura en clave psicoanalítica de algunas películas emblemáticas. Y
tengo el honor y el deber de reconocerle el mérito que merece, pues por suerte
o por desgracia es un libro que se
entiende, y éste es un hecho bastante insólito en el ámbito que nos
concierne. Uno podrá estar más o menos de acuerdo con su interpretación de los
filmes comentados, pero para poder pronunciarse al respecto hace falta un paso
previo tan básico como es entender lo que te están diciendo, y ese paso lo da
con esmero.
Esa misma impresión me la produce la lectura
de la mayoría de los textos freudianos. Me pregunto ¿qué demonios ha pasado
para que entender el discurso psicoanalítico se haya convertido
mayoritariamente en una sorpresa imprevista o en un evento nostálgico?
No sé si será un nuevo malestar o una ansiedad
de siempre, pero en mi caso es algo que viene de lejos. Y apelar a la
complejidad del objeto de nuestra disciplina, y por consiguiente a la
complejidad de sus elaboraciones, no nos exime de nuestra responsabilidad como
criptófilos obcecados cavando empedernidos el foso de incomunicación e
incomprensión que hemos labrado a nuestro alrededor. Una cosa es ejercer de
semblante en la sesión, y otra de orate en la calle. Valga un botón de muestra.
Seguramente todos recuerdan Recuerda, la obra
canónica de Hitchcock sobre el psicoanálisis donde Gregory Peck es un presunto
asesino amnésico e Ingrid Bergman la más linda psicoanalista que tocarte
pudiera. Seguramente también recuerdan que el quid del asunto es que la amnesia
vela un olvido más profundo y remoto, el recuerdo traumático del accidente que
ocasionó la muerte de su hermanito, ensartado trágicamente en una verja negra.
Bien, les voy a leer un parrafito cualquiera
de un ensayo sobre la película, de un tal Gabriel Espiño, editado en un libro
titulado Psicoanálisis y cine. Dice así:
“Goce escópico del testigo que no testifica ni
testamenta de una muerte y que a la vez no entra en el mercado de los
intercambios discursivos, sino que se guarda y atesora en el camino extraviado
(¿vía extra de goce?) de la desmemoria. Efecto de la pulsión de muerte que
desenlaza hechos de sujetos sin eslabonarlos en discurso, pero que al contar de
una vida donde el sujeto no se cuenta como historizado (no sabe quién es)
genera la intervención del Otro opuesto al Goce escópico y su desvío represivo
en olvido, marcando así el desalojo de ese Real pleno instalando una Ley que
también es memoria de lo sucedido.” Amén.
No sé si procede preguntar al respetable qué
les pareció o directamente darles mi opinión.
Hace ya cien años que Freud nos abrió las
puertas del inconsciente y nos dio las claves para descifrar el lenguaje de los
sueños. No contempló la necesidad de descifrar el lenguaje psicoanalítico, que
siempre pretendió claro y comprensible, a diferencia del discurso filosófico,
oscuro y retorcido, al que no le escatimó sus críticas, críticas que no dudo
volvería a desenfundar ante logomaquias y eruditos galimatías tan en boga.
Si bien es el propio Freud quien nos marca las
pautas a seguir a través de sus Lecciones
Introductorias(1916-1917), de cómo transmitir el ideario psicoanalítico
de forma ejemplar a una audiencia lega en la materia, creo que el gran
embajador del psicoanálisis tras la muerte de su fundador ha sido sir Alfred Hitchcock, y en el
contrapunto, Woody Allen, su mejor enemigo. Por lo demás, flaco favor le ha
hecho el cine a su compadre centenario con esa abultada y estrafalaria galería
de fantoches con diván que ha poblado las pantallas hasta el escarnio. Ni
siquiera una recreación digamos “realista” como la que hace Nanni Moretti en la
laureada “La habitación del hijo”, resulta mínimamente
estimulante.
Y es que hay algo propio a la experiencia
psicoanalítica especialmente escurridizo y difícil de aprehender, como aquellas
bolitas de mercurio de los termómetros rotos y el siempre esquivo y fotofóbico
monstruo del lago Ness. Precisamente a esa irrepresentabilidad apela Freud
cuando en su rechazo a la propuesta cinematográfica denuncia los riesgos de
convertir el psicoanálisis en un espectáculo, algo que le está intrínsecamente
vedado. Pero pese a sus temores fundados y largamente confirmados en
caricaturas mil, creo que es posible pensar la relación entre el cine y el
psicoanálisis de otra manera. Más allá de enzarzarnos en cruzadas puristas en
defensa de La Causa (como así lo designaban entre ellos los miembros del comité del anillo, la guardia
pretoriana freudiana), habría que aprovechar la tremenda potencia que el cine
alberga.
De muestra otro botón.
¿Cuántos de los presentes que no sean del
gremio conocen, tienen noticia, les suena, alguno de los legendarios Historiales Clínicos publicados por Freud? Son cinco: El
caso Dora, el caso Juanito, el caso Schereber, el Hombre de las ratas y el Hombre
de los lobos. Son apasionantes todos ellos, incluso como experiencia literaria.
De hecho, no hace mucho, Juan José Millás prologó una edición popular de los Estudios sobre la histeria que inundó los quioscos. En cada plaza
y en cada esquina se podía acceder a las entrañables tribulaciones de Elisabeth
von R., Emmy de N o de miss Lucy Brown , desdichadas damiselas de la Viena
finisecular.
Bien, vale, pero ahora comparen y díganme
quién no recuerda el caso de Marnie
la ladrona, esa cleptómana frígida y rubia, la única de la que hay
noticia que se le resistiera a James Connery Bond.
O el caso de James Stewart, voyeurista impenitente, más interesado en espiar
indiscretamente la ventana que tiene en frente que en mirar el
pedazo de mujer, Grace Kelly, que tiene al lado. O necrofílico él, sorteando
sus vértigos y sus pasiones, en pos del fantasma de una Kim Novak revivida de entre los muertos.
O a Anthony Perkins, aquel conserje pacato y
tímido del motel de la casa de la colina, desde la que su anciana madre, o lo
que de ella queda, sigue amargándole la existencia. Y es que ¡peliagudo asunto
es éste de la psicosis!
Y quién no recuerda Recuerda, decíamos antes, inolvidable dislate de
crimen y castigo inconsciente con el mismísimo Dalí pintando sus sueños locos,
y así podríamos seguir un buen trecho, porque la obra de Hitchcock, si nos
ponemos, da para todo un seminario de psicopatología.
Y de eso se trata. De poder conjugar Cine y
Psicoanálisis de una forma rica y productiva. Aprovechar el material
privilegiado que el texto visual nos suministra a partir de su condición logopática, es decir, de su
capacidad de vehiculizar al unísono un discurso razonante a través de una
plástica emocionante. El
espacio emocional que el cine construye es de una naturaleza singular que le es
propia y le distingue de otras propuestas expresivas de índole dramática con
las que comparte un cierto territorio afín, como el Teatro y otros parientes
más o menos lejanos. No voy a entrar en el análisis de estas cuestiones. No es
el lugar ni el momento.
Sí quiero destacar el carácter experiencial, que no empírico
ni teórico, de esta vía de conocimiento, como al principio la consideré. Ir al
cine, contemplar una película, más allá de las palomitas, es, o puede llegar a
serlo, una experiencia inolvidable. Son imágenes que impresionan, que dejan
huella o remueven huellas, huellas mnémicas que diría Freud.
Impactar al
espectador más allá del truco fácil, cautivarlo, tenerlo en vilo, es un arte y
no sencillo, que pasa por saber cocinar las identificaciones. Una vez listo,
capturado por ese juego de luces y sombras en movimiento, uno se ve arrastrado
a vivir la historia en curso como su más secreta ficción. Es precisamente esta
dimensión vivencial la que le da al cine su gran potencia inclusiva y la que lo
convierte en una herramienta de transmisión de primer orden que por su variedad
y polivalencia constituye un filón casi inagotable. Desarrollar ese filón y sus
posibilidades es una tarea que se viene haciendo aisladamente desde hace
tiempo. Yo mismo vengo trabajando esa línea hace años y siempre me resultó muy
fértil y agradecida, pero creo que se halla bastante desaprovechada. Así pues,
bienvenidas sean las iniciativas que como el texto de Liébana desbrocen el
camino para animar a recorrerlo.
Nuevos malestares, ansiedades de siempre, se intitulan las jornadas.
Los mismos perros con distintos collares que diría el Refranero, o
Lo mismo, de otra manera si aparcamos la retórica,
donde “lo mismo” sería de lo que el
psicoanálisis da cuenta, es decir, del sujeto partido y sus infatigables afanes
de remendar lo irremediable, y “la otra manera”, o una de las posibles, aquí
vendría a ser el cine, ese reflejo privilegiado de la vida que más que ninguna
otra ficción o artificio nos confronta a la verdad de las mentiras (Varguitas dixit).
Así pues, señoras, señores, quien quiera ya
sabe, que pase y que vea.
Texto de la ponencia presentada en las Primeras Jornadas de la @p.a.
Alicante, Mayo de 2004
Chapeau! Me uno, tardíamente, al aplauso. En cuanto al tal Espiño, guardémosle un lugar privilegiado junto a algunos magistrados del Supremo y a los críticos de Fotogramas.
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