¿Cómo
divulgar sin vulgarizar? ¿Cómo hacer sencillo lo complicado? ¿Cómo dar cuenta
de lo complejo sin banalizarlo? ¿Cómo hablar de Lacan sin ser un tostón, un
galimatías o un cacatúa? ¿Cómo transmitir el legado de Freud a un público
forastero, variopinto y jaranero, pero al que la curiosidad, si no el deseo, le
empuja a asomarse al ruedo?
Estas
preguntas laten y se responden en el título de este blog, Psicoanálisis en zapatillas,
(o en chanclas, si hace calor), un lugar en el que
poder expresarme con la naturalidad y la confianza del que está en su casa y de
las que hace partícipe a sus invitados.
Todo eso
está muy bien, pero hay veces que por muy cómodo que te pongas se hace muy
arduo el aplicar el viejo adagio del instruir deleitando. Hay
temas que adolecen invariablemente de una insoportable pesadez del ser, metafísica o patafísica.
El que voy a tutear hoy arrastra merecida fama de fárrago de postín y listón de
altura, y cotiza al alza en la Academia. Podríamos titularlo De la
dimensión lingüística del síntoma y otras hazañas del Significante por
ejemplo, y si se animan a seguir leyendo les sugiero que se lo tomen con calma
y su infusión favorita. El que avisa no es traidor.
En estos
tiempos de paradigma neuroquímico tropezarse con el título de este post lo
condena automáticamente a ese cibercementerio sin alma que es la desalmada
papelera de reciclaje, así que si estás leyendo estas líneas quiere decir que
la patera hizo costa y ahora les toca a sus maltrechos argumentos buscarse la
vida en un territorio extraño y hostil, y sorteando a la policía neurociéntífica,
hacerse un sitio entre los prejuicios y la ignorancia.
Hablar de la
dimensión lingüística del síntoma puede sonar marciano o esotérico pero en
realidad es algo tan prosaico como llamar al pan pan y al vino vino. Y es lo
que nos enseñó Freud en su Psicopatología de la vida cotidiana (inolvidable
olvido de Signorelli) o ya en sus primeros casos clínicos, sus pormenorizados Estudios sobre la histeria donde nos ilustra a través de un conjunto de damas y
frauleins de una burguesía de balneario la lógica verbal subyacente en los
malestares que les aquejaban, un surtido catálogo de algias varias, paresias y
parestesias.
Concretemos. Elisabeth von R, una atribulada joven
que ha sufrido sucesivamente la pérdida de su querido padre tras una larga
enfermedad que ella veló abnegadamente al pie de su lecho y tiempo más tarde la
de su querida hermana, admirada y felizmente casada con su cuñado que quedó
viudo y al que profesaba una franca simpatía.
Tras un
largo y minucioso recorrido por sus experiencias dolorosas, es a través de
rastrear como un sabueso el relato de las mismas y sus asociaciones y derivas sentimentales
que va a postular que su astasia-abasia es una parálisis funcional simbólica. Que los dolores de sus piernas y su
incapacidad para andar son la expresión en el cuerpo de un conflicto emocional,
es decir, de orden psíquico, es decir, fruto de pensamientos y deseos inadmisibles
para su moral y por tanto rechazados de su conciencia.
No hace
falta ser Poirot para intuir que con el cuñado había tomate. Pero no había
sangre por ningún lado, ni arma del delito. Sólo un fugaz pensamiento cruzó su
imaginación ante el cadáver de su pobre hermana: “Ahora él ya está libre y puede hacerme su
mujer”
Tengamos en
cuenta que este es el protoFreud de 1895. Su tesis novedosa sobre la
etiopatogenia de la histeria es la teoría del trauma sexual que la sujeto ha
sufrido en la infancia a manos de un adulto, que sospechosamente frecuente parece el padre,
y que tal representación traumática ha sido apartada (reprimida) de la
conciencia, a una segunda conciencia (futuro inconsciente). Pero aquí ya se
vislumbra que lo traumático va a ser el
propio deseo, intolerable para sus rectos principios, y este atisbo anuncia
el inminente hallazgo del llamado complejo de Edipo, verdadera bomba epistémica
del siglo XX.
Pero que el
fulgor mayúsculo del Edipo no nos impida apercibirnos de la letra pequeña que
Freud nos presenta con rigor metódico, la
escucha literal del discurso, la dimensión
lingüística del inconsciente, y por tanto del síntoma, que es el tema que
nos ocupa. Para ejemplificarlo transcribiré unas líneas: “Era innegable que en
el desarrollo de la astasia-abasia había intervenido un tercer mecanismo.
Observando que la enferma cerraba el relato de toda una serie de sucesos con el
lamento de haber sentido dolorosamente “lo sola que estaba” (stehen significa
en alemán tanto “estar” como “estar de pie”) y que no se cansaba de repetir que
lo más doloroso para ella había sido el sentimiento de “impotencia” y la
sensación de que “no lograba avanzar un solo paso en sus propósitos”,
transcripción a la letra de sus síntomas de 'no poder estar de pie' o 'no poder
avanzar un paso' ", fenómeno que calificará de parálisis
funcional simbólica.
Es más. En su
afán de cernir la especifidad de los matices termina describiendo una verdadera
geografía sintomal dintiguiendo que
los dolores del muslo derecho se
correspondían con el conflicto con el padre, pues fue en ese muslo donde
sostenía el pie paterno al realizarle sus curas, y los del izquierdo remitían a la problemática hermana/cuñado.
Es a través
de todas estas observaciones que Freud va a ir delimitando una característica
singular del cuerpo que lo distingue de su simple condición biológica, el
cuerpo como escenario de tramas deseantes que lo van a configurar como cuerpo erógeno.
Así pues,
por la vía del cuerpo, del síntoma histérico, Freud accede a establecer la existencia
de un lenguaje corporal que viene a
expresar lo que las palabras no dicen. Y es en ese no-dicho que así se dice que
se manifiesta la verdad inconsciente. Y así podemos pensar lo inconsciente como
una verdad velada, no dicha, que hace por decirse empujando en distintos
frentes para desvelarse. Se les llama las formaciones
del inconsciente y abarca entre otros al síntoma, del que venimos de disertar, a los sueños y a los fallidos
(lapsus, olvidos…) que salpican nuestras vidas.
Esta
dimensión lingüística, o simbólica, de sus formaciones, que Freud explicita, es
la que Lacan recoge y sentencia en
su más célebre apotegma: “El inconsciente está estructurado como un
lenguaje” que hace fortuna y bandera de su enseñanza. Y ahí sí, entra a
saco vía Jakobson, en la Lingüística estructural de Saussure. Es un tema apasionante donde los haya, pero excede el
cabotaje de este navío. Me limitaré a señalar como le hinca el diente al signo lingüístico de Saussure, ya saben,
la unidad básica del lenguaje compuesto por dos socios bien amigados, el significado o concepto y el significante o imagen acústica, y los
presenta como un algoritmo, a la manera de un quebrado, ligados por una línea
bisagra con el significado arriba y el significante abajo y encerrados confortablemente en una elipse. Y llega
Lacan y, zorro él, les hinca el diente y
hace una verdadera escabechina. Zas, tajo a la elipse, zas, fuera bisagra, y cataplás, te impone una barra divisoria donde encima,
cual en un trono, te planta a un Significante
(S) machote como el primo de zumosol y debajo, en los sótanos del signo, castiga
de rodillas al pobre significado (s) sin decir ni mu.
A este golpe
de mano le va a llamar la Primacía del
Significante, y a partir de ahí el tal S va a campar a sus anchas haciendo
de las suyas. Ni que decir tiene que no por arrogante no va a conllevar
seductores desarrollos de mucha enjundia teórica y técnica, pero, de-paso-cañaso,
ajusta cuentas con la IPA y su monopolio del significado y del yo.
Y ya así
establecido el nuevo signo va a proponer que el valor de un Significante no viene
de su vínculo con el significado humillado sino de su relación con otros
significantes, en la estela de los planteamientos estructuralistas.
Así que el
significante es polisémico, promíscuo por naturaleza y presto a cargarse de
nuevas significaciones. Es el caso del significante Vela, que solo cuando
veamos de quién se acompaña podremos entender de qué se trata, pues no apunta a
lo mismo “apaga las velas” que “arría las velas”, pues es evidente que no es lo
mismo que hablemos de una fiesta de cumpleaños que de una tormenta en altamar.
Esta
primacía del significante y su cualidad polisémica es todo menos una frivolidad,
pues dinamitada la fijeza del signo y la univocidad del sentido, el lenguaje
nos aboca al territorio de la incertidumbre y al malentendido estructural. Pero
aunque eso resulte un incordio en ocasiones, cuando no un drama, también es el
humus del humor y del juego de los dobles sentidos. Esa condición cojitranca
del significante es la que posibilita la función de la significancia, neologismo lacanés que da cuenta de la tesis
freudiana de que uno cuando dice, dice
más de lo quiere o cree decir.
Pero, ¿en
qué reside ese plus de sentido que guardan las palabras en su piel? Cualquiera
que haya visto El jovencito Frankestein,
(si alguien todavía no la ha visto me estará eternamente agradecido por la oportunidad
que le brinda el destino de restañar su carencia cinéfila a través de mi afortunada
cita) recordará sin dificultad el momento en el que llegan por primera vez al
castillo de Transilvania Fróncostin y su secretaria Inga conducidos por Aigor en un
carricoche. Mientras desciende en sus brazos a la escotada secretaria,
Fróncostin exclama ante el gran portalón del palacio al ver sus dos inmensos
picaportes, “¡Vaya par de aldabas!”, a lo que la secretaria ruborizada
responde, “gracias doctor”.
Un conjunto de
factores en feliz coincidencia propicia ese desencuentro feliz. O mejor
podríamos hablar de encuentro en el desencuentro. Desencuentro semántico que
propicia un encuentro significante presidido por un deseo que está por advenir.
¿Quién iba a deducir consultando un diccionario que “aldaba” podría dar de sí
ser carne de piropo?
Y es que si
como dicen, “a las armas las carga el diablo”, a las palabras también. ¿Quién
es ese diablo lúbrico que erotiza a las palabras a poco que se presten al
juego? ¿Quién demonios instiló en el discurso el erotismo verbal? Y no vale echarle la culpa a
Freud. Él solo ejerció de notario de una realidad que en su habla rezuma picardía
por sus cuatro costados, o por sus costuras.
Y es que el
inconsciente es sexual, una sexualidad reprimida que nos funda y nos impulsa.
Y es que el inconsciente es verbal, una verbalidad que tapiza a la pulsión y la encauza por los desfiladeros del significante.
Y el deseo transita infatigable por la senda de las palabras, las dichas, pero sobre todo las no dichas, que se matan por decir.
Y es que el inconsciente es verbal, una verbalidad que tapiza a la pulsión y la encauza por los desfiladeros del significante.
Y el deseo transita infatigable por la senda de las palabras, las dichas, pero sobre todo las no dichas, que se matan por decir.
Cantaba Sabina
aquello de: “Calla más de lo que dice, pero dice la verdad”. Me tomaré la
licencia de parafrasearlo. Tómese más como homenaje que como osadía, y en
freudiano sabiniano diré que cuando recibo al analizante de turno con mi habitual “Te
escucho”, siempre pienso que en lo que está por decirme, “dice más de lo que dice, y en ese más que dice, es que dice
la verdad”.
Y aguzando la atención flotante y abriéndome a la resonancia significante, ahí vamos, golpe a golpe y verso a verso, haciendo camino al hablar.
Y aguzando la atención flotante y abriéndome a la resonancia significante, ahí vamos, golpe a golpe y verso a verso, haciendo camino al hablar.
En Mamouna, el 31 de mayo
y el triplete a un tiro de piedra.
Aproximándonos al significante
ResponderEliminarque significa el triplete a tiro de piedra?
ResponderEliminareso del triplete a tiro de piedra qué es.
ResponderEliminarHola. Una consulta. En las psicosis ordinarias, de qué forma exactamente la función de la significancia se ve posibilitada o limitada? Sospecho que los significantes se pierden en una interminable referencia a otros, y la metáfora, se ve mermada; así como la interrelación entre lo simbólico y lo imaginario.
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