Por ejemplo, es el
caso de A, una mujer que viene
asistiendo a consulta desde hace tres meses y a la que en la sesión anterior la
pasé a diván a raíz de referirme un sueño en el que me incluía. Y con el diván hemos topado mi querida
tripulación, y creo que bien se merece que le dediquemos unas palabras.
En el pasado
Congreso Nacional de Gestalt en Málaga al que fui invitado a participar con una
ponencia, tuve la ocasión de presenciar una mesa en la que debatían diversos
profesionales de distintas corrientes terapéuticas, y cuál fue mi sorpresa
cuando el representante del llamado “Psicoanálisis Relacional” nos vino a decir
que el legendario diván freudiano había caído completamente en desuso y, cual
herramienta obsoleta, casi borrado del mapa. Me chocó aquella aseveración por
lo que destilaba. No profeso ninguna devoción por las ortodoxias ni considero
al diván como un totem sagrado. Creo que la escucha analítica se juega en
diversidad de encuadres posibles más allá de su silueta canónica, -desde el
cara a cara al psicodrama grupal-, pero no por ello lo pienso como un
trasnochado avatar decimonónico que el progreso haya dejado atrás. Creo por el
contrario que es un elemento del dispositivo analítico con funciones
específicas e indicaciones precisas que lo convierten en un haber valioso y
completamente vigente. La declaración del colega ‘relacional’ es una más de una
larga lista de medidas llevadas a cabo por una serie de corrientes que se dicen
psicoanalíticas y que en su afán de progreso y modernización le amputan su
esencia y le roman su filo.
Más allá de la ventaja
confesada por Freud de sentirse más relajado en su actividad diaria al poder
sustraerse de la atención contínua de sus pacientes y que podría constituir una
suerte de ‘beneficio secundario’ para el analista, esa sustracción del analista
del campo visual del analizante tiene unas razones y unos efectos de mayor
envergadura. Cuando Freud habla de las pulsiones describe varios tipos, oral,
anal, genital…a las que Lacan añadirá la relativa a la voz o pulsión invocante, y la relativa a la
mirada o pulsión escópica. Esta
pulsión escópica va a ser el sostén primordial en el encuentro con la madre.
Cuando toma pecho, el baby no sólo toma leche,
también toma mirada, y es en esa
mirada íntima e intensa, silenciosa y preverbal, donde se fraguan las raíces
más profundas del vínculo. Pasar al paciente al diván es privarle de ese canal
visual que es la matriz del vínculo, es arrancarle de cuajo ese privilegio sin
igual que es ver y ser visto por el Otro, es dejarle a ciegas y sin espejo en
el que reconocerse y sentirse reconocido, arrojarlo de golpe a la oscuridad y a
la soledad. Una putada salvaje y sin vuelta atrás. Así que tengámoslo en
cuenta, cuando invitamos educadamente al paciente a tumbarse en el diván, bajo
esa sencilla proposición técnica se esconde una verdadera maniobra de violencia
estructural.
Pero siendo eso así
de jodido, no lo hacemos por joder, claro. ¿Por qué lo hacemos pues? Por
variadas razones, obviamente. Grosso modo
señalaré dos. Freud dirá que al suspender el contacto visual con el analista se
facilita la libre asociación, que es el objetivo de la regla fundamental, y la
senda allanada que se le ofrece a la operatoria inconsciente. Lacan, por otra
parte, va a proponer como una de las consignas
de la dirección de la cura proscribir
en el escenario de la sesión la
satisfacción de la pulsión, es decir, dejarla en vilo, y eso va a generar
una tensión productiva. En vez de permitir encontrar el objeto que calma y colma,
sustraerlo, y suspendiendo el encuentro abocar a la falta, falta que desde su
vacío empuja, pero procurando reconducir ese empuje por la ruta de la palabra.
Por eso es que no permitiremos comer, fumar, mascar chicle o cualquier otro
exutorio pulsional.
Y otro punto a
comentar es ¿cuándo pasar a diván?
Aquí nos tropezamos
de nuevo con que hay básicamente dos modelos. El estándar, modelo inicial
freudiano y que ha salvaguardado la IPA, y el lacaniano. El primero estaría
establecido como puro protocolo. Tras las llamadas entrevistas iniciales (4, 5,
aprox) se hace la llamada ‘devolución’, se establecen las normas del encuadre y
se pasa a diván. Con Lacan, la cosa cambia. La idea básica es entender el
pasaje como un acto y en un momento preciso. ¿Cuándo? Pues cuando se da el
llamado síntoma en transferencia. ¿Y
eso qué es? Pues como su nombre indica aquel acontecimiento donde lo sintomal
del paciente, es decir, algo de corte inconsciente, se juega en la
transferencia. Como por ejemplo un sueño en el que aparece el analista, que es
lo que sucedió en el caso de A y que ahora ya retomamos.
Así que llega a su
segunda sesión en el diván y nada más tumbarse me suelta:
- ¡No me gusta nada esto! No te veo. No hay feed
back. No te veo la cara, ni tu expresión. ¡Puf! ¡Vaya rollo!
- ¿Qué te hace
sentir?
- ¡Nada! No sé,
cabreo, como una niña pequeña.
Y tirando de esa
niña se extendió a contar diversas historias familiares que la enojaban
bastante, al cabo de lo cual le pregunto qué relación encontraba con la
situación actual conmigo, algo que descarta rotundamente, y sigue:
- Lo que me preocupa es quedarme dormida. Y me fastidia
y veo absurdo pegarme el viaje (viene de lejos) y no poder interactuar, no
poder comunicarme contigo porque no te veo.
- ¿Y tampoco
te puedes comunicar cuando hablas por teléfono?
- Eso es
distinto. Aquí, pudiendo verte no te veo, porque me lo impones. Llevo muy
mal no tener voz ni voto, que me impongan algo porque sí. Antes no sabía decir
que no, pero ahora sí. Necesito que me expliques por qué.
- Tú, ¿por qué
crees?
- No sé, yo estoy
aquí porque confío en ti. Supongo que será porque así fluye más el
inconsciente…
Y a partir de ahí
empezó a contarme que había estado con otros dos psicólogos hacía tiempo y se
abrieron cuestiones hasta ese momento silenciadas que nos llevaron por sabrosos
derroteros. Y esto venía para ilustrar la cuestión de la
transferencia negativa y la importancia de que se haga manifiesta para poder
operar con ella. Estuvo bien que expusiera su enfado por el paso a diván,
porque en realidad, más allá del cambio que le supone en relación a lo visual,
lo que estaba en juego era otra cosa, algo relativo al dominio y la imposición,
ante lo que se rebelaba. Y el poder expresarlo y elucidarlo le permitió
restablecer el vínculo y la transferencia de trabajo. Y es que pasar al diván
es un movimiento que concita vivencias muy diferentes, pero es bastante
frecuente registrarlo como un corte, una imposición o un castigo, es decir, un
acto que se presta a encarnar una versión muy extendida y malentendida del
límite en su cara fálica, que aflorará en el escenario transferencial de
manera más sinuosa o más explícita y que permitirá de forma privilegiada
rastrear, transitar y recodificar sus claroscuros.
Es el caso de Flori que, tras indicarle su nueva ubicación, primero queda perpleja y desorientada, para acabar obedeciendo visiblemente contrariada. A lo largo de esa sesión y la siguiente su cuello se tuerce forzadamente hasta tenerme a tiro de reojo. Simultáneamente irá desplegando en su relato algunos aspectos de la relación con su padre que tienen cierto carácter compulsivo. Le apunto que va a acabar con tortícolis, a lo que responde corrigiendo su posición mientras me dice:
- Se me va el
cuerpo a mirarte
- Como en abrazar a tu padre
- Sí, desde que me has sentado aquí
Abriéndose
en canal la veta de la transferencia paterna. Unas sesiones más tarde
comentará:
-
Me doy cuenta de que le tengo alergia a los límites, yo que me creía sumisa. La
verdad es que yo no sabía qué eran los límites. Cuando me pasaste al diván no
entendía. ¿Qué he hecho mal? Y después me he ido dando cuenta de que el límite
no tiene porqué ser castratorio, sino todo lo contrario. El hecho de aceptar mi
sitio me tranquiliza y me hace descansar. Es como sentirme adulta, pues estar
siempre enrabiándome es un síntoma de huevo, de infantilismo. (Aquí habría
que aclarar que F antes de analizante había sido alumna mía) Creo que me
estoy familiarizando con este concepto. Yo tenía la idea asociada de que el
límite es algo negativo, y es falso, porque sólo cuando hay un límite bien
puesto yo descanso. Y es que si yo pongo un límite, también lo tengo que
respetar, no como hacía mi padre, que imponía una cosa y después él se la
saltaba. Reconocer el límite, el buen límite, es una pasada. Es una guía de la
vida, porque está por todas partes. Para mí es importante comprenderlo, porque
yo vengo de otro lado que funciona con consignas del tipo “No lo subas a la
mente. Siéntelo”.
Y
a propósito del buen límite y sus provechosas bondades os compartiré una joyita
en la que refulge luminoso en su potencia benefactora. Es el caso de Elena,
una psicóloga que supervisa conmigo y de la que ya hablé en páginas anteriores
en relación a su rigidez normativa, que me cuenta venir de un taller con un
terapeuta del que sabía que había tenido un affaire con una paciente y
la desconfianza que ello le suscitaba. Eso le llevará a referirme que es
conocido que varios de sus maestros han mantenido relaciones con sus pacientes
y la confusión y la angustia que eso le ha generado siempre. Tras nuevos
comentarios percibo que la sombra de la sospecha recae sobre mi y en esa
tesitura decido intervenir. Después de contextualizarle el surgimiento de la
Gestalt en la California de los 60 en plena revolución sexual y la irrupción
del llamado ‘amor libre’ que Perls y tantos otros sostuvieron como bandera, le
explico que este asunto, tras el declive del sueño hippy, o el New Age, generó
mucha polémica, especialmente en lo relativo al tema de la abstinencia del
terapeuta con sus pacientes que en su día había prescrito Freud. Tras un
dilatado debate interno dentro del movimiento gestáltico, se impuso
mayoritariamente una rectificación ideológica en nombre del código deóntologico.
También
le señalo que el argumento contestatario que avalaba esas relaciones apelando a
la libertad y a la responsabilidad de un encuentro entre adultos dejaba en
evidencia la ignorancia supina que estos profesionales tenían sobre el fenómeno
de la transferencia y sus flagrantes asimetrías y, por supuesto, de sus para
nada inocuas consecuencias. Concluyo finalmente desmarcándome rotundamente de
esas prácticas en nombre de mi ética clínica.
En
la siguiente sesión comienza dándome las gracias por la claridad de mi
pronunciamiento “porque para mí es muy importante tener un referente”. “Saber
que nunca hayas mantenido relaciones sexuales con tus pacientes hace que para
mi algo se ancle. No es algo que haya elaborado, pero algo se vuelve más
estable y sólido. Y me facilita situarme en lo terapéutico, con mis pacientes,
(no dice nada respecto a sus terapeutas) pero también en mi vida
personal”.
Y
me contará una anécdota reciente que le ha acontecido con un pariente de su
padre al que le pidió el favor de que le hiciera unas gestiones relativas al
empadronamiento “pues quería cambiarme el nombre. Mi padre me puso Elena, sin
h, y quiero añadirle la h inicial, llamarme Helena”. Procede decir que detrás
de ese nombre que eligió su padre para ella cuando nació, había una brumosa
historia de una antigua novia. El caso es que refiere una escena con el tal pariente
de su padre y el padre mismo con ocasión de una comida que compartieron los
tres. Y dice que “empiezan un juego extraño, una especie de flirteo:
-
No te he traído los papeles. Tendremos que quedar otro día los dos solos
-
Dáselos a mi padre y que él me los envíe
-
¿No me quieres ver?
Y
sigue como tirándome los trastos y mi padre siguiéndole la corriente. Yo me avergüenzo.
Ellos son mayores y yo me siento muy chiquita. No me lo puedo creer, están
jugando conmigo. Él es muy parecido a mi padre, es como un segundo padre. Me
intimida, no entiendo nada, ¿qué está pasando? Tiempo después me llega un sobre
con los papeles más una cartita en la que me dice: “Como no me quieres ver te
los paso con tu padre”. No le había contestado ni para darle las gracias. Y
esta mañana, antes de la supervisión y mientras pensaba en la última sesión,
sin saber porqué, le he escrito dándole las gracias a la vez que he aprovechado
y le he dicho que “me alegro de tener más contacto con la familia de mi padre” que
es, con ese subrayado familiar, una forma sutil de ponerle y ponerme en mi
sitio”.
A lo que yo le respondo: “¡Qué importante es
esa h que incorporas a tu nombre!” Porque es en esa letra muda que no se oye pero que sí se ve,
donde ella se juega la inscripción de un límite simbólico en su relación con
ese padre tan fantasmáticamente edípico que la tenía atrapada en su propia rigidez
y severidad reactiva por temor a su descontrol, como nos anunciaba en su
primera sesión: ”Flexibilizarme me lleva al caos y cuadricularme me controla”.
Y es mi pronunciamiento ético con mi renuncia expresa al goce incestuoso que la
nublaba, la que le hace, transferencia mediante, un click simbólico que la
resitua y la libera del control defensivo y sus cuadrículas, precisamente porque
la unce y la ancla, poniéndola a resguardo de sus turbulencias fantasmáticas.
Y son testimonios de esta índole,
en los que podemos observar la lógica estructural que articula los distintos
elementos en juego, los que certifican la pertinencia de nuestro enfoque
brujular y la importancia de la pedagogía del límite.
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