Podría ponerme lacanés y decir que la palabra envenena el cuerpo. Y no me refiero a las palabras envenenadas que pronunciamos para hacer daño. O no sólo. Me refiero a la palabra en sí, ese artefacto con el que tratamos de referirnos a las cosas. Ese arado sígnico que nos hiende y surca la carne y la naturaleza que nos rodea y, labrándonos, nos transforma y nos consiste en cuerpo diciente y realidad dicha.
Y en esa transformación el ser se echa a perder para que advenga el sujeto, sujeto de y a la palabra o parletre, que diría lacan. Homo sapiens triunfante herido de nostalgia por el humono perdido.
Vaya triunfo conquistar la Luna y perder el instinto, abocándonos al extravío errante del deseo y al desencuentro de los cuerpos, desnortados para siempre del mamífero que llevamos dentro ¡ay!
Es lo que tiene la violencia simbólica que nos engendra. Per secula seculorum.
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