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domingo, 30 de abril de 2023

La clínica psicoanalítica en los tiempos que corren

 



 

      Abordar en media hora el tema que intitula mi ponencia es una osadía ingenua por no decir un despropósito, pues daría para unas Jornadas enteras por sí solo. Así que partiendo de la imposibilidad del propósito intentaré una aproximación básica a tan vasto tema apuntando esquemáticamente a un mínimo desplegamiento y ordenamiento de sus elementos.

      Para ello sería preciso explicar algunos conceptos teóricos que hicieran inteligible la propuesta, pero dada mi experiencia previa en el Congreso de Málaga, donde tras mi ponencia sobre “El narcisismo del terapeuta” fui reconvenido públicamente por Miguel, el ingenioso maestro de ceremonias, que me dedicó aquel ocurrente “Javier Arenas, tío, no se te entiende nada”, me asaltan serias reservas al pensar en cosechar de nuevo similar reconocimiento. Aún así, y simplificando todo lo posible, me liaré la manta a la cabeza y correré el riesgo.

      El título de marras comprende dos sintagmas bien explícitos: Uno, “la clínica psicoanalítica”, y dos, “los tiempos que corren”, ligados por una preposición, ‘en’, que los ubica. Empezaré por el segundo.

      De “los tiempos que corren”, habría que decir que más que que corren, vuelan, dado el frenesí desquiciadamente acelerado de cambios que se llevan sucediendo. Cambios de todo tipo, desde el marco económico al tecnocientífico, el geopolítico, el ideológico y el individual. Configuran una verdadera y novedosa weltanschauung, y perdonen el palabro, pero le tengo cariño porque además de ser el que más se ajusta a lo que estamos hablando, tiene un pedigrí sonoro y filosófico imbatible. Es un término alemán que significa “forma de concebir el mundo y la vida”, también traducido como “cosmovisión”. Hay que decir que estos tiempos tan galopantes han sido designados con diversos nombres, desde la “modernidad líquida” de Bauman a la Hipermodernidad como la cita, entre otros, Recalcati o la Tardomodernidad del inevitable Byung Chul Han, pero el que se ha terminado imponiendo mayoritariamente es el de la posmodernidad.

      ¿Qué podemos decir de la posmodernidad? Pues teniendo en cuenta el amplio espectro de asuntos que abarca destacaré con Lipotvesky, filósofo y sociólogo francés que popularizó el término, que la condición posmoderna deviene por la crisis y ocaso de los reguladores sociales y culturales de referencia, haciendo agua las instituciones básicas garantes de la tradición, desde la religión al modelo de familia, la escuela y la Universidad, o los sindicatos y la perspectiva de clases.

      La caída del muro de Berlín como hito histórico en el umbral de los 90 viene a certificar el hundimiento soviético y el fracaso definitivo de la ideología comunista como adalid de la Revolución social y política que vertebró el convulso siglo XX. Otros movimientos ascendentes recogerán el testigo alternativo de la lucha por la justicia social cobrando especial protagonismo las reivindicaciones identitarias en campos tan polémicos como la raza o el género.

      Pero la verdadera revolución va a ser la tecnológica. La llegada de Internet, la red de redes, va a dinamitar los cauces tradicionales de la información y la comunicación social a nivel universal. En un salto cuántico, lo local se vuelve global y el teléfono móvil,-el iphone o sus primos chinos-, se convierte en la primera pandemia del siglo XXI.

      Por otra parte, los avances científicos en el campo de la denominada “reproducción asistida” también dinamitaron los cauces tradicionales de la procreación natural donde el encuentro heterosexual era condición sine qua non para concebir un embarazo y reproducirse la especie.

      A su vez, la conquista legislativa que supuso la legalización del matrimonio homosexual fue un aldabonazo que abrió el espectro de los nuevos modelos familiares más allá de la familia tradicional, esa que ahora ha venido a llamarse ‘patriarcal’. Y con el patriarcado hemos topado mi querido Sancho. Y es un tema del que habría mucho que decir y no tenemos tiempo.

      Transcribiré una de las múltiples definiciones que encontramos en internet que dice así: “En un sentido literal significa el gobierno del padre. Históricamente el término ha sido utilizado para designar un tipo de organización social en el que la autoridad la ejerce el varón jefe de familia, dueño del patrimonio, del que formaban parte la esposa, los hijos, los esclavos y los bienes. La familia es, claro está, una de las instituciones básicas de este orden social”.

      Obviamente no voy a entrar a destripar los diferentes estratos que se dan en un concepto tan fundamental y abigarrado como éste y con tantas perspectivas. Me ceñiré a remitirlo elípticamente al tema que nos ocupa. La figura del padre en el psicoanálisis. Y ahí toca distinguir la propuesta freudiana y la lacaniana.

      Freud será recordado en la historia del conocimiento por su tesis sobre la dimensión inconsciente del psiquismo humano, y de la mano de tan trascendental concepto elaborará el marco en el que se constituyen las claves de la subjetividad, el conocido como complejo de Edipo, tan vituperado y malentendido en los tiempos que corren. Como forma parte ya del acervo colectivo, simplemente destacaré el papel interdictor del padre respecto a la relación fusional de la madre y el baby, que constituirá la ley del incesto, esa Ley simbólica universal que Levy Strauss designa como fundamento de la cultura y de la naturaleza humana en su texto ya clásico Las estructuras elementales del parentesco.

      Será Lacan quien despliegue el concepto desglosando los llamados tiempos del Edipo, en los que no entraré, pero sí que apuntaré a que distingue dos semblantes del padre, el imaginario y el simbólico, con características bien diferentes y sus correspondientes y decisivas consecuencias, además de proponer un enfoque estructural que plantea el Edipo como una estructura dinámica cuyos elementos ocupan unos determinados lugares. Así que las figuras asignadas a los clásicos lugares establecidos por la familia tradicional, la madre y el padre, pueden ser sustituidas por “funciones”, de manera que la función madre o la función padre podrán ser sustentadas por cualquier persona que las detente, independientemente de su sexo o de su género, asunto éste fundamental para poder pensar la operatoria edípica en los nuevos modelos familiares.

      Aclarado esto, si retomamos el hilo que veníamos desplegando respecto a “los tiempos que corren”, esos que venían a alinearse con la tan traída posmodernidad y su crisis de los valores y los referentes de la tradición, hay que decir que Lacan se anticipaba un par de décadas, cuando allá por 1969, en plena resaca sesentayochista, habló de la “evaporación del padre” a propósito de los movimientos estudiantiles que apelaban a la revolución libertaria al grito de eslóganes tan poéticos y subversivos como “Prohibido prohibir” y su contestación indesmayable a cualquier tipo de autoridad. Así que la cosa viene de lejos, aunque es en este último tramo histórico del cambio de siglo y por las circunstancias que apuntábamos antes, que su efecto de aceleración exponencial se hace sistémico, e, inevitablemente, todo ello va a reflejar sus efectos en el campo de la clínica. Así que toca ya abordar el primer sintagma de la ponencia que teníamos pendiente: la clínica psicoanalítica (en los tiempos que corren).

      Antes que nada, hay que precisar que cuando hablamos de la clínica psicoanalítica nos referimos a un modo de pensar la clínica psicológica singular y bien distinto del enfoque de la psiquiatría hegemónica biologicista. Por más que Freud, discípulo aventajado de Brucke, eminente fisiólogo representante del ala dura del positivismo, empezó ejerciendo de neurólogo, conforme fue escuchando a sus histéricas, fue alejándose del microscopio y haciéndole sitio a la palabra, y de ahí a los entresijos del lenguaje y al relato singular de los acontecimientos de su vida. Ese cambio de foco, de la biología a la biografía, cambiará la forma de entender y abordar el malestar psíquico. Nada que ver pues con la psiquiatría oficial, esa, como dice Fernando Colina, “absorbida por una marea clasificadora que, con su aritmética taxonómica y su codificación abusiva, se desentiende del sentido y contenido de lo que le pasa a la gente”. El DSM, con sus casi 500 trastornos mentales tipificados, es su biblia laica y supuestamente científica, aunque, como denuncian muchos autores, más que hacer ciencia han caído en el cientificismo y de éste han hecho ideología, una ideología muy rentable por cierto para la todopoderosa industria farmacéutica. Pero obviamente tampoco podremos entrar en ese jardín, harto representativo de los tiempos que corren. Me centraré en los cambios acontecidos dentro del espectro clínico del propio psicoanálisis, contrastando la casuística de sus orígenes con la emergencia de nuevas tipologías surgidas en los últimos treinta o cuarenta años.

      Si como planteaba Freud, “el síntoma es una transacción entre el impulso y la defensa”, es obvio que el síntoma va a estar condicionado por la modalidad de la defensa operante, y que ésta, a su vez, vendrá condicionada por las características de la época referida, es decir, por los ideales imperantes en un determinado contexto histórico, esa instancia simbólica que Lacan vendrá a designar como el Otro, entendido, entre otras cosas, como el código de valores que regulan la relación del sujeto con sus objetos de satisfacción. En los tiempos de Freud el Otro se caracterizaba por imponer el moralismo severo y represivo de la moral victoriana reinante, y por ello mismo señalará a la represión como la defensa característica de las neurosis, la modalidad estructural de la mayoría del personal, siendo el síntoma neurótico una realización encubierta del deseo inconsciente, y la Histeria y la Neurosis Obsesiva las dos variantes de las llamadas neuropsicosis de defensa.

      Citaré a Elisabeth von R, un caso clínico de los primeros historiales freudianos, para ilustrar su dinámica. Se trata de una joven aquejada de una astasia-abasia que la impide caminar y que tras rastrear su historia Freud diagnosticará como una parálisis funcional simbólica que acontece tras la muerte de su hermana y en su funeral, contemplando al desconsolado cuñado, atravesarle fulgurante un pensamiento: “Ahora él ya está libre y puede hacerme su mujer”. Deseo proscrito e inaceptable para su conciencia que será reprimido y rechazado a su inconsciente y sucedido por el síntoma. Y desgranando los detalles del síntoma a nivel lingüístico, Freud desvelará que su parálisis funcional expresa la prohibición, somatizada mediante conversión, que le impide “dar ese paso” indigno. Y será la elucidación y verbalización de ese deseo inconsciente lo que hará desaparecer el síntoma. Así pues, el mecanismo patogénico se resumiría en: deseo moralmente inaceptable – represión del mismo al inconsciente – emergencia del síntoma simbólico. Hay que tener en cuenta que la tal represión del deseo indebido es una reedición metamorfoseada del conflicto edípico en donde la función paterna prohíbe el deseo incestuoso, que es reprimido al inconsciente, constituyendo la dinámica básica de la clínica neurótica.

      Dicho esto, regresamos a la actualidad, es decir, a “los tiempos que corren”, para dejar constancia de una clínica que no responde a esa dinámica y que viene recibiendo diferentes nombres, desde los llamados “Nuevos Síntomas” como los denomina Miller, el yernísimo, a la “Clínica del Vacío” que propone mi admirado Mássimo Recalcati, y que nos deja por fin ante el tema que nos convoca. Y me remitiré a Recalcati y su texto homónimo, en el que nos presenta un abanico de cuadros donde cita de forma un tanto desordenada a la anorexia y la bulimia, las toxicomanías, los ataques de pánico, la depresión, el alcoholismo y las psicosis ordinarias, mencionando su vecindad con la clínica borderline y su dimensión narcisista. Este batiburrillo nosológico y fenoménico, que ni la fiesta de Blas, lo va a oponer a la que él llama Clínica de la Falta, que en realidad sería otra forma de nombrar a la clínica del deseo que recién venimos de ver que teoriza Freud a propósito de Elisabeth von R, es decir, una clínica relativa al deseo inconsciente reprimido y al síntoma en su condición de formación metafórica sustitutiva.

      Lo que caracterizaría a esta nueva clínica, a estos nuevos síntomas, es precisamente su ausencia de valor metafórico, es decir, su falta de valor simbólico, es decir, su falta de mensaje cifrado al Otro.

      ¿Y eso por qué?, sería la pregunta obligada. Y para responder a esa pregunta vendría toda la exposición que hicimos previamente sobre “los tiempos que corren”, esos que caracterizábamos como los del “ocaso del Padre” y su función simbólica. Porque el Otro contemporáneo ya no es el hipermoralista normativo de Freud. La cultura del esfuerzo y el sacrificio fue borrada del mapa por el neocapitalismo rampante que rechaza el límite, la falta y el deseo, pues apuesta de forma descarada y sin freno por el goce del exceso y del Todo Es Posible. En la amoralidad posmoderna la nueva religión es el hiperconsumismo urgente y su templo el megacentro comercial un viernes por la tarde o, más posmoderno todavía, el encanto irresistible de Amazon, que ni el genio de la lámpara, pues da igual lo que le pidas que te lo lleva a tu puerta, mañana no, ayer, y sin gastos de envío.

      Así pues, la dimensión simbólica del Otro palidece y se transmuta en un Otro que promueve el goce ilimitado del objeto, descarriando al sujeto de la senda del deseo, esa que siempre está atravesada por el límite. Y este desleimiento del código del deseo es lo que le abre la puerta a esa creciente manifestación de la pulsión. Y, atención, pues como quien no quiere la cosa, acaba de aparecer la estrella de la función.

      ¿De qué hablamos cuando hablamos de la pulsión? ¿Es lo mismo que el deseo? ¿Sí?, ¿No? Y en tal caso ¿qué les diferencia? Bueno, ya os anticipo que este asunto es un temazo que nos confronta directamente con el fenómeno del Bacalao. ¿El qué? El Bacalao, que es mi forma de referirme al malentendido conceptual que campa a sus anchas en el discurso psicoanalítico y que hoy por ti y mañana por mí, si te he visto no me acuerdo. A mí, personalmente, me dispara todas las alergias.

      Así que toca aclarar y distinguir en lo posible estos dos conceptos fundamentales que con frecuencia se manejan como si fueran sinónimos sin serlo, y de esa guisa tenemos servido el lío. Pero elaborar esa diferencia conceptual como Dios manda precisaría de un tiempo del que no disponemos, luego, no queda otra que la ultra síntesis en modo Matrix.

      Veamos: Freud, inicialmente, designó con el término deseo (en alemán ‘wunsch’) el anhelo o impulso psíquico hacia el objeto. Años después introduciría el término pulsión (en alemán ‘trieb’) que define como “concepto límite entre lo psíquico y lo somático”, para referirse al mentado impulso, pero incorporando con la nueva nominación la dimensión somática en juego. Será un deslizamiento sutil que con Lacan se radicaliza, quedando reservada para la pulsión la vertiente energética-afectiva-somática y restando para el deseo la dimensión psíquica, es decir, simbólica significante. Y añadirá que el destino energético de la pulsión será significantizarse y acceder a su condición de deseo. Hay que decir que, en términos de Lacan, el campo somático energético de la pulsión se correspondería con el registro de lo Real, y el campo significante del deseo con el registro Simbólico, pero este asunto de los registros mejor lo dejamos para la próxima reencarnación.

      ¿Y para qué nos sirve todo este chute en vena de teoría freudo lacaniana? Pues para poder comprender y situar nosológicamente todo ese campo clínico tan disperso y bizarro que veníamos a conocer como Nuevos Síntomas o Clínica del Vacío. Y con todo este farragoso bagaje conceptual que venimos de sintetizar, estamos en condiciones de intentarlo pues, con suerte y un poco de imaginación, ya estáis en condiciones de entender la diferencia que hay entre aquellos síntomas que afectan al cuerpo cargados de un sentido (recordad la parálisis funcional de Elisabeth von R) y que llamaremos semánticos, simbólicos o metafóricos y que se corresponden con la llamada clínica del deseo, y aquellos otros que en su somaticidad están por fuera del sentido y que componen una clínica que, frente a la inanidad nosológica de una etiqueta como ”los nuevos síntomas” o de alternativas más o menos crípticas del espectro lacaniano,-clínica de lo real, clínica del objeto @-, propuse designar por pura lógica y economía conceptual como clínica de la pulsión, pues atañe a las consecuencias resultantes de los trastornos acontecidos en el circuito libidinal en el que la pulsión, destinada tras significantizarse y psiquizarse a convertirse en deseo, puede sufrir distintos avatares que obturen dicha transcripción, viéndose abocada, al anegarse el cauce simbólico, a manifestarse por otros cauces no metafóricos que afectarán al cuerpo, dando distintas formas clínicas según que el trastorno curse:

-por la vía del afecto y tendremos la angustia como es el caso de la Agorafobia Vera o de la clínica del Trauma, también llamada clínica del pánico, característica del Trastorno por estrés postraumático.

-por la vía del dolor y tendremos la Fibromialgia

-en forma de lesión y tendremos el Fenómeno Psicosomático

-o por la vía de la conducta, es decir, la pulsión en forma de impulsión, también llamadas “prácticas de goce", y ahí nos encontramos las Adicciones, las Autolesiones y los Trastornos de la Conducta Alimentaria (Obesidad, bulimia y Anorexia, aunque en propiedad en esta se jugaría la privación).

      Y así ordenados, pese a su amplitud fenoménica, componen un campo clínico congruente y frecuentemente intersectado. Para ilustrarlo terminaré presentando una viñeta muy didáctica que nos ofrece la película Precious, la historia de una adolescente muy, pero que muy obesa, que además ha sufrido abusos sexuales por parte de sus padres desde muy chiquita hasta la actualidad en la que se halla embarazada de su segundo hijo fruto de la violación sistematizada de un padre drogadicto que ya no convive en la casa. Ella sí convive con una madre despótica que la usa y la abusa sistemáticamente sin que ella muestre ningún atisbo de rebeldía. En ese panorama tan traumático ella sólo encuentra refugio en un mundo privado de fantasías compensatorias, en una ingesta desmedida y, por fin, recientemente, en una academia educativa para casos “especiales”. Allí conocerá a la señorita Rain que con pasión y sabiduría la confrontará con el valor del límite y de la palabra y desde un acogimiento respetuoso le irá acompañando en un laborioso proceso de subjetivación. Tras sugerirle la conveniencia de que interrumpiera su embarazo, o, de llevarlo a término, darlo en adopción pues no podría atender adecuadamente a la criatura ni a sí misma, Precious se afirma en su deseo de llevarlo adelante pues, dice, “no hay nada mejor para un niño que estar con su madre”. Y con esa decisión contracorriente, le da un sentido a su vida. Tras dar a luz y sufrir un violento episodio con su desquiciada madre, huye de la casa con su bebé. La película termina con una conversación con su madre meses después en presencia de una trabajadora social en la que por fin toma la palabra y le planta cara. Cierra con un “Nunca volverás a verme”. Y tomando a sus dos hijos, se va, pero ésta vez sin huir, dejándola atrás para siempre.

      Así pues, podemos constatar que el síntoma cardinal de esta mujer, una obesidad mórbida, no es un síntoma metafórico, sino una respuesta pulsional desaforada, una hiperfagia compulsiva, como vía de conjugar la angustia resultante del traumatismo por abuso y maltrato crónico en un contexto, esos padres perversos, de absoluto desamparo simbólico. Será a través del encuentro con la maestra que la acoge, la reconoce y la instruye, es decir, que la nutre simbólicamente, que Clareece, pues así se llama la muchacha, se podrá encontrar a sí misma y su lugar en el mundo.

      Aprovecharé para decir que este tipo de intervención que despliega la señorita Rain constituye lo que yo vengo a llamar una pedagogía del límite.  Es decir, un trabajo centrado en la elucidación y adquisición del límite simbólico como herramienta brujular imprescindible para la adecuada constitución subjetiva. Pero ese sería otro cantar que hoy ya no podremos abordar. Me conformo con dejar bocetado esquemáticamente mi visión personal de la clínica psicoanalítica en los tiempos que corren, y confiar en que a alguno de los presentes le haya servido de algo soportar pacientemente mi sermón bienintencionado. Gracias por su atención.

 

                                                                 Javier Arenas / Bilbao, Abril 23

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