De sus caras
En Enero del 82, licenciado en medicina y con "la blanca" y el petate recién liquidados, asistí a mi primera clase de mi formación en psicoanálisis, la primera piedra de un edificio que está en plena construcción 33 años después. La cosa es que la tal primera piedra fue, como marcan los cánones, en la frente.
Se daba la circunstancia de que el Seminario (sí, así de solemne se denomina esta enseñanza) había comenzado en Octubre, a razón de una sesión al mes. Me incorporé pues un trimestre tarde, acogido en un gesto de deferencia por mis deberes patrios.
Debíamos ser una docena larga de alumnos sentados en círculo alrededor de un profesor argentino que nos impartía una lección en un lenguaje extraño que muchos años después pude bautizar como lacanés. La peña tomaba apuntes a destajo. Yo no. No entendía nada. Lo atribuí al retraso de mi incorporación. En un momento preciso y sin saber bien por qué, me animé a preguntar por un concepto enigmático que pillé al vuelo en el revolutum de aquella jerga filistea.
Lo recuerdo perfectamente. Fue una pregunta directa, sin preámbulos. A bocajarro.
"¿Qué es la madre fálica?", cortando en seco aquella perorata interminable de acento porteño.
Un silencio perplejo sucedió a mi inopinada intervención. ¡Cielos! ¿qué había mentado? Repuesto de la sorpresa el oficiante me dio una respuesta que a mí me sonó a logaritmo chino. Insistí. Él también. En vano. Al tercer intento zanjó la cuestión con un "Mejor te lo estudias". Fue una revelación. Cumplí al pie de la letra su indicación. No volví por allí y desde entonces no he dejado de estudiar. Tuve la fortuna de encontrar un maestro, argentino también, pero éste hablaba español, y me enseñó, entre otras cosas, que el psicoanálisis no era ni iglesia ni religión. Y ahí vamos. (Bueno, él ya se fue, pero en mi soledad, va conmigo)
Está claro que aquella pregunta marcó mi destino, y hoy, con la perspectiva de tantos años transcurridos, alucino con mi bisoña puntería resonante. Porque esa pregunta no es cualquier pregunta, esa pregunta es realmente la madre del cordero.
Así que, en acrobático looping, retomemos: ¿qué o quién demonios es la tal Madre Fálica?
Situémonos. En 1923, Freud, en plena onda expansiva de la bomba teórica que supuso su Más allá del principio del placer y la irrupción de la pulsión de muerte, publica La organización genital infantil en la que propone la existencia de una nueva etapa en la escala libidinal, la fase fálica, que la va a incluir entre la fase anal y la genital, y se caracterizaría por la así llamada premisa fálica, consistente en la creencia infantil de la universalidad del pene, es decir, aquella que considera que todos tienen pilila, y quien todavía no, ya le crecerá. En este planteamiento Freud no distingue entre pene y falo, y usa esos términos como sinónimos. Va a ser Lacan quien sí los distinga, refiriéndose con pene al órgano anatómico y reservando falo para su representación, connotada ésta de un determinado valor. Ya lo vamos a ver.
La idea fuerte que sustenta la premisa universal y su "todos tienen pene", es que "a nadie le falte" y en ese "nadie" la implicada estelar es la madre. Es decir, es una teoría que viene a recusar la llamada por Freud castración materna, erigiendo como ingenioso recurso pantalla su figura antitética, la, por fin ante todos ustedes, increíble y fantástica Madre Fálica, 'la que tiene de to y no le falta de na'.
Pero la pantalla pierde su función cuando se acaba la película y se encienden las luces, aunque mejor sería aquí invertir el orden. Es porque se enciende la luz que se acaba la película. Porque es, antes o después, la fuerza de la evidencia la que se impone y derroca en su impostura a la mami superstar.
Así que va a ser que mamá no tiene pito, y que el pito lo tiene papá.
Este es el enfoque freudiano que, como en otras ocasiones, a día de hoy nos resulta un tanto rústico en su primitivismo fenoménico.
Hay que decir en favor de la madre de turno que en realidad no le falta pito alguno, de la misma manera que no le falta ningún útero a papá. Es pues una falta imaginaria, como imaginaria era su supuesta completud. Espejismos de totalidad que velan sí, una falta más esencial que diremos simbólica. Estas dos modalidades de la representación, la imaginaria y la simbólica, son un aporte genuinamente lacaniano, imprescindible para entender la estratificación edípica y sus tiempos (Cfr. el post Por el camino de Hitchcock II)
Es desde ahí que podemos dar el salto de la-madre-con-pene freudiana a la madre fálica lacaniana, agente primordial del primer tiempo, al que para andar por casa y en zapatillas nos referiremos como el Huevo.
¿Y qué decir del Huevo sin repetirme demasiado?
Estadío mítico monodual donde el padre no consta en acta y no existe el límite como referencia, propiciando un estado de supuesta completud entre la madre y el hijo, de una supuesta fusión que es confusión, un alucinado mezclaíto de gloria y crujir de dientes. En ese pack tan religado la madre aparece como total en tanto que el baby la totaliza, fálica en tanto que el baby es su falo.
Y ahí toca enlazar con el planteamiento que hace Freud respecto a cómo se juega en la niña el llamado "Complejo de castración". Ya saben, nos toca vernos las caras con el tan polémico y denostado concepto de...¡la envidia de pene! ( pennisneid) síííí, luciendo flamante y lozano en pleno siglo XXI, tatuado por mil banderillas feministas.
La tesis es que ante la frustración que le supone asumir verse privada de ese signo de estatus que da el pene y que la madre busca en el padre, el camino habitual le lleva a envidiar su posesión (¡Cuántos sueños de analizantes lo testifican encontrándose para su sorpresa con "eso" brotado entre sus piernas!) Ante lo imposible de su anhelo, se producirá una mutación prodigiosa que Freud va a llamar la ecuación simbólica, donde pene = hijo, y mediante la cual la envidia del pene vendrá a ser sustituída por el deseo de un hijo, en dos tiempos, primero del padre (núcleo del fantasma histérico) y al que también habrá de renunciar, para darle paso, en un segundo tiempo, a un deseo postergado de tener un hijo con otro hombre.
¡Qué fuerte que es Freud! Por momentos me dan ganas de llamarle visionario. Estos planteamientos que son ya lugar común y que forman parte de la cultura de supermercado, en un día ya lejano fueron destello genial de una mente realmente brillante. Sí, ya sé que los popes del Santo Oficio terminaron metiéndolo en el saco basura de las "Pseudociencias", revuelto con la astrología y la quiromancia, pero como dijo aquel otro, ¡epur si muove!
Seguimos.
Es preciso este recorrido en apretada síntesis de conceptos bien complejos para intentar responder con rigor y fundamento a aquella pregunta que desde su densidad nos interroga.
Articular el Edipo freudiano y el lacaniano no es tarea tan simple si uno pretende ir más allá de los standars. Pero a poco que uno se pare a pensarlo caerá en la cuenta que bajo las siglas de la MF cohabitan dos caras.
Digamos que hasta ahora hemos visto la cosa desde la perspectiva del infantil sujeto, es decir, desde su creencia.
Nos sirve para lo que nos toca, verlo desde el lado de la madre.
Así pues, cuando esa niñita que ha postergado su anhelo jugando a las muñecas crece y empieza a jugar a otras cosas más piripitosas, antes o después, cada vez más después que antes, y ya muchas a contrarreloj, en su particular carrera contra el "reloj biológico" que las apremia inexorablemente, llega un día en que queda embarazada.
Y ahí empieza otra historia. Aunque visto lo visto, sería más pertinente decir que empieza un capítulo nuevo y decisivo de la vieja historia.
Lo que me interesa destacar es precisamente la continuidad diacrónica entre aquella inicial envidia infantil, transmutada en deseo de maternidad, largamente postergado, y por fin, ya, cumplido.
Y esa premamá irá viviendo en su cuerpo el milagro de sentir crecer en sus carnes otra carne llena de vida que empuja, protuye y se hace panza. Y cuando ella se familiariza con el prodigio cotidiano de su panza, más allá de los vómitos y las náuseas, se siente sorprendentemente feliz, segura, 'completa'. Es tiempo de disfrutar de la fisicidad incontestable del anhelo encarnado, de soñar y de saborear el sueño.
Y un día (o una noche, nunca se sabe) llega el ansiado y también temido parto.Y cuando el amnios se rompe y el cordón se corta, algo más se rompe y corta, y pueden pasar muchas cosas y muy diferentes, entre ellas, una clínicamente muy típica bautizada como depresión post parto, consecuencia consecuente del abrupto aterrizaje forzoso, cuando no ostia de categoría, resultado de pincharse el globo y estamparte de bruces con la realidad.
Pero el Imaginario, como en los dibujos animados, se recompone rápido. Y a partir de ahí la película se va a jugar en vivo y en directo con ese cachorrito indefenso y demandante que a golpe de leche y de caca, de llantos y de nanas, de besos, caricias y palabras va a ir configurándose a nuestra imagen y semejanza. En parte, sólo en parte, pues siempre hay algo que se nos escapa. Por suerte. Para su bien y el nuestro. ¡Viva la biodiversidad!
Pero hay mamás muy apegadas a su baby, muy mucho, al punto que así lo sienten, como si fuera una parte suya. ¿Les suena? Una parte, extensión de sí, que las completa, ¿les sigue sonando? Que no hay límite que valga, ni se le espera. Que no se suelta ni te suelta. Que no querías caldo, toma dos tazas. Que madre no hay más que una, y que la mano que gobierna el mundo, nunca lo olvides, es la mano que mece la cuna...
Ya saben. Madre fálica le llaman y es la que andábamos buscando.
De manera que tendremos que distinguir la Madre Fálica del primer tiempo del Edipo, vista de la perspectiva del baby, es decir, fase de pasaje estructural en la escala edípica que antecede al padre del segundo tiempo o Padre Fálico, que viene a destronarla en lo que constituirá la Castración Imaginaria. Y la madre fálica, (convendré en escribirla con minúscula), como aquella mujer que detenta en su maternidad esa posición fálica, es decir, totalizante, que ubica al hijo en posición de falo, y como tal, le coarta su subjetividad, dando lugar a diversas formas de estrago, siendo la más grave de ellas la posición psicótica.
Resumiendo, una que será figura de pasaje estructuralmente necesaria, y otra, que en su contingencia, será el resultado y causa de una fijación.
De sus máscaras
Y es esta figura terrible y fascinante la que se presenta ante nosotros bajo las formas más variopintas que pueda uno imaginarse, embozada en todo tipo de disfraz del más variado pelaje.
¿Quién sinó la MF alienta las monstruosas arañas gigantes que Louise Burgoise ha sembrado a la vera de algunos de los más respetables museos de la modernidad?
Pero más peligrosa resulta investida de luchadora militante de una Causa, como Aurora Rodríguez, feminista de pro, que en los agitados años de la segunda República, antes del amanecer de un día de Julio, asesinó fríamente en el lecho a su hija Hildegart, de 18 años, disparándole cuatro tiros mientras dormía.
Es un suceso bien conocido que llevó al cine Fernando Fernán Gómez (Mi hija Hildegart 1977). La película relata la historia de Aurora Rodríguez, una gallega singular y avanzada a su tiempo que con un plan perfectamente diseñado decide engendrar a la hembra perfecta en provecho de la causa liberadora de la mujer. La llamará Hildegart y hará de ella una niña prodigio que a los 14 años ingresa en la Universidad. Con 18 años es una celebridad en los ambientes intelectuales y revolucionarios, defensora de las nuevas doctrinas sexuales, debatirá con importantes figuras de la época, llegando a cartearse con Freud. Pero en su evolución intenta apartarse del control omnipresente de su madre, atreviéndose incluso a enamorarse de un hombre y proyectar viajar a América. Es demasiada autonomía para su creadora, que cual si de una herramienta defectuosa se tratara, decide acabar con ella. Lo hace, y como quien ve llover, se entrega a la justicia. Después de ser juzgada y condenada por asesinato, un tribunal de apelación la declara paranoíca y es ingresada en un manicomio hasta el resto de sus días.
Hay que subrayar que la MF no precisa mostrarse poderosa o con tronío. También la encontramos en su envés. Sin irnos más lejos, nos asomaremos a Despertares, la peli sobre el texto de Sacks que comentamos en el último post.
¿Recuerdan a la madre de Leonard? Aquella pobre ancianita que consume su vida haciéndose cargo de su hijo severamente discapacitado. Cada día acude sin falta al hospital para darle de comer, cambiarlo y cualquier otro menester. Es la muestra de una dedicación abnegada y ejemplar. Eso que sólo es capaz de hacer una madre. Admirable.
Pero llega el Dr. Sayer y con su capacidad de observación y su perseverancia consigue despertar a su hijo de un letargo de décadas. Y una vez despierto, tras una vida secuestrada, quiere volar.
¿Cuál es la respuesta de su amorosa madre?
"¿Chicas? ¡nunca ha necesitado chicas!
Me ha dicho que me tome ¡unas vacaciones!
Pero no puedo dejarle solo en este hospital.
¡Sin mí se moriría!"
Da que pensar. ¿Quién se moriría sin quién?
Parece bastante obvio que ese consagrar su vida a cuidar de su hijo es lo que le da sentido, y que sin él al que cuidar, tendría que enfrentarse a sí misma y a su vacío.
Es duro verlo así, pero es lo que hay, y hay que verlo.
Fundida a su hijo enfermo llena su existencia.
Hijo-falo, tapón de su falta.
¡Ay de mi sin mi falo! rezará su epitafio.
O directamente, sin ambages, como rezaba aquella otra película:
"No sin mi hijo!"
Mantra a tropel.
Y en nombre de ese mantra radical se cometen las mayores tropelías.
La clínica solo es un espejo de ellas. No es el único.
Es duro verlo así, pero es lo que hay, y hay que verlo.
Fundida a su hijo enfermo llena su existencia.
Hijo-falo, tapón de su falta.
¡Ay de mi sin mi falo! rezará su epitafio.
O directamente, sin ambages, como rezaba aquella otra película:
"No sin mi hijo!"
Mantra a tropel.
Y en nombre de ese mantra radical se cometen las mayores tropelías.
La clínica solo es un espejo de ellas. No es el único.
En la mili, muchos años antes de la moda maorí que nos invade, descubrí sorprendido un tatuaje que se repetía monocorde en los brazos de algunos de aquellos aguerridos soldados preparados para la muerte, AMOR DE MADRE.
Kortatu, la banda vasca pionera del ská, clamaban desafiantes por aquellas fechas aquello de:
"Mi madre, la única mujer que he amado"
Llevo tatuado, en mi cabeza rapada!
"Mi madre, la única mujer que he amado"
Llevo tatuado, en mi cabeza rapada!
Digámoslo otra vez. Hay amores que matan.
La araña gigante del Guggenheim responde al título de Maman.
Bajo su abdomen le cuelga un saquito lleno de huevos suspendidos en el vacío. Atrapados en un espacio de nadie.
Salir de esa pegajosa celda es cuestión de vida o muerte.
Salir de esa pegajosa celda es cuestión de vida o muerte.
No es fácil, si no imposible, hacerlo solo. Es preciso la presencia de un padre, aunque sea remoto.
Pater incertum est, mater certissima decían los clásicos.
El padre, siempre incierto, nos libra de la letal certeza materna y nos abre las puertas de la bendita incertidumbre.
Pater incertum est, mater certissima decían los clásicos.
El padre, siempre incierto, nos libra de la letal certeza materna y nos abre las puertas de la bendita incertidumbre.
Esa es su función.
Y le convocamos para una próxima ocasión.
Y le convocamos para una próxima ocasión.
En Mamouna, 30 de Octubre del 2015
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