“Llueve, detrás de los cristales llueve y llueve…” cantaba Serrat en tardes como esta hace ya tantos años, cuando uno era un adolescente descubriendo el mundo a través de poemas y canciones que le ponían palabras a las cosas que iban componiendo la vida. A ese prodigio ahora le dicen performativo. Será.
Llueve, detrás de los cristales llueve y llueve y una balada de otoño me llena
de melancolía.
Serrat anda de gira despidiéndose de tanta gente que le hizo a su voz un
sitio irrepetible en su banda sonora vital. Sabina va a su rebufo. Y al Aute
bendito no le dio tiempo, porque la parca ladina le pilló por sorpresa con un
maldito ictus.
Yo también ando despidiéndome del verano de la vida -criterios Paul
Auster-, aunque con los tiempos líquidos que corren puedo demorarme remolón en
ese desfase climático que nos regala este veroño tan caluroso
y distópico y, enfundándome los levis y la chupa, cogerle de vez en cuando la
moto a mi hijo y hacerme a la carretera.
Yo no tengo canciones ni acordes que compartir, pero antes de que se me
sequen las mientes y la voz, o simplemente las ganas, tengo algunas cosas que
contar. No me refiero a cuitas íntimas ni a batallitas de desván. Me refiero a
cosas de la clínica que cultivo día a día con la pasión del jardinero fiel. No
es ningún secreto que mi historia de amor con el psicoanálisis nació hace más
de cuarenta años. El milagro es que cuarenta años después, cada día que acudo
al encuentro de mis analizantes lo sigo viviendo como una aventura estimulante
y novedosa. Me siento tan afortunado con mi oficio que repetiría sin dudarlo en
mi próxima reencarnación. En fin, ya me vale de preámbulo y vayamos al tajo.
Pues resulta que cuarenta años dan para bastante. Escuchar mil historias y leerte mil libros te dan perspectiva y la perspectiva te permite mirar y oír de otra manera los paisajes y los relatos de siempre. Ahora que lo digo, se me ocurre que la tarea que desempeño día a día, al pie del cañón, pasa por ayudar a que la persona doliente que se confía a mi aprenda a cambiar de perspectiva, es decir, cambiar su posición, su mirada y su escucha.
También en relación a mi labor de docente podría decir que lo que
intento transmitir es precisamente eso, cuáles son las claves necesarias para
propiciar un cambio de perspectiva. Y en realidad, por más que sea una
operación de alta complejidad, termina resultando una cuestión bastante
elemental. Pero que eso no nos lleve a engaño. Transformar los elementos de
base es un movimiento radicalmente contracorriente. Pues como advierte el
proverbio, “genio y figura hasta la sepultura”. Y no seré yo quien le quite la
razón al refranero, pero sí apostillaré una aclaración, “siempre y cuando uno
no se embarque en un proceso de transformación personal”. Y eso ya es otro
cantar. Porque embarcarse en ese viaje te cambia la vida, sí o sí. O si no, te
han timado. Y es que debe quedar claro que ese viaje del que hablamos no lo
oferta El Corte Inglés ni, mucho menos, cualquier alternativa low cost.
Al tajo pues. Hace año y medio que escribí el último post clínico. Se titulaba Brujuleando y versaba sobre el valor referencial del Límite a la hora de escuchar el relato del paciente y para ilustrarlo os presentaba el que vine a llamar el caso R. Para no repetirme, lo más aconsejable sería que os lo releyerais y refrescarais el enjundioso desarrollo que allí despliego. Hoy retomaré el caso para que mediante el relato extractado de tres sesiones ilustrar las cuestiones que vertebran la clínica del sujeto y su imbricación transformativa a través del fenómeno de la transferencia.
Primera Sesión
(Regresa de las vacaciones de verano. Prácticamente dos meses sin vernos. Desde Enero nos veíamos en régimen quincenal.)
“Las vacaciones han sido una locura. Te necesito a ti al lado físicamente para que me vayas dando toques. La he liado. He estado muy alterado. Cuando vengo aquí parece que no me haga falta, pero la verdad es que necesito que alguien me controle. Te he echado en falta realmente”.
¿Qué pasó?
“Estaba muy alterado. Me he sentido muy atacado, y eso me altera más.
Estábamos en una comida con mi chica y mis cuñados y cuando hablaba yo todos
estaban en mi contra. Yo no contaba. No aguanté y me levanté y me fui al
trabajo a dormir. Tenía mucha rabia. Quería explotar, la verdad. Y no podía
dormir. No podía parar de darle vueltas a la cabeza.
Ha sido un verano muy largo. Las vacaciones al principio bien, pero te cansas de no trabajar. He estado muy alterado. Mal con todo el mundo. Con mucha rabia y con ganas de pelearme con alguien.
¿Por qué crees que te sentías así?
“No lo sé. Sentía que me tomaban el pelo. Me he acordado mucho de ti. Tu toque. No me puedo controlar. Un día me vine a toda ostia por la carretera con la furgoneta. Ahora que lo pienso, fue una locura. ¡Madre mía! Me meto en la boca del lobo”.
¿A qué te refieres?
“Que me busco yo solo los problemas. Que no sé parar. Que la última palabra tiene que ser la mía…si no, ¡reviento!”.
Parece que el lobo eres tú.
“Sí, es así. Pero yo no soy malo. Yo no sé perder. Y todo lo vivo como un ataque. Pero tú me das un toque y me conectas. Es lo que me hace falta. Contigo estoy tranquilo. Me tienes que enseñar a hablar”.
¡Qué diferencia entre el toque y el
ataque! Eso que tú llamas ‘toque’ y que te hace bien es lo que yo llamo el límite,
el ‘buen límite’.
Y corto la sesión.
Segunda Sesión
“No sé qué decirte… … … siempre es lo mismo”.
Cada vez que hablas de ‘lo mismo’ aparece algo diferente.
“¡Es verdad!... Y a veces quiero decir una cosa y ¡me sale lo contrario!
Aquí me he dado cuenta de muchas cosas… … … pero no consigo controlar.
Estoy en el trabajo haciendo un encargo muy grande y no voy a ganar casi porque no he pensado bien lo que me hacía falta al darle el presupuesto. Estoy en el “corre, corre” y por no pararme, salgo perdiendo siempre. Necesito el stop.
¿Y por qué no puedes parar? ¿Qué te
urge?
“No lo sé. Todo es aquí y ahora. ¡Ya! Me dicen “Lo necesito lo antes posible” y es oír esa palabra y me vuelvo loco. No puedo estar quieto nunca. Cuando estoy en casa ¡me ahogo!. Tengo un banquito fuera, pero no puedo estar sentado tranquilamente…como los abuelos, y me gustaría ir tranquilo, sin estrés, pero ¡no puedo! Yo creo que esto me va a costar más que el vencer lo de mi familia, porque es mi forma de ser. Es cierto que me estoy dando cuenta de que antes no paraba. Vives y ya”.
Bueno, cuando bajas del pueblo a la
consulta, en el coche ¿qué haces?
“Me pongo las noticias. Aunque últimamente también le pego vueltas a las sesiones…pero luego se me olvida.
Podrías probar cuando vienes a sesión a escuchar música en vez de las noticias y las cosas que pienses que te parezcan interesantes escribirlas en la libreta.
Stop.
Tercera Sesión
(Hay que decir que en el intervalo han ocurrido algunos incidentes. El día que le toca la cita no asiste ni avisa. Le escribo un mensaje: “¿Algún problema?”. No contesta. A la semana siguiente, digamos el día 20, me escribe: “¿Puedo llevar a la perra, es que la tengo operada?”. Le contesto: “Tocaba el 13. Nos vemos el 27”. No tengo respuesta. El 27 me escribe: “¿Puedo llevar a la perra o lo hacemos por Skype?”. Le digo que la tenemos por videoconferencia. Y a la hora de conectarnos me dice que no le va internet. Terminamos haciéndola telefónicamente. Y lo primero que le pregunto es:)
¿Qué ha pasado con tu perra?
(Y me contará muy consternado el dramático episodio que le aconteció precisamente aquel día 13 que le tocaba venir y no vino. Dando el paseo nocturno habitual con su perra por el campo de alrededor le tiró el típico palo para que lo buscara y se lo trajera y cuál fue su sorpresa que al poco la escuchó gimiendo lastimosamente y se la encontró tras un arbusto cubierta de sangre que le manaba de una herida abierta por una rama rota que le desgarró el abdomen. Tuvo que llevarla sin dilación y como alma que lleva el diablo en busca de ayuda al veterinario que milagrosamente, dice, consiguió salvarle la vida. Y que desde entonces apenas puede dormir por las noches a causa de los pensamientos con los que se tortura metódica e implacablemente pese a que la perra había salido del peligro y se recuperaba favorablemente).
“Gracias por preguntar”
Te recreas en ello
“Sí. Si no me recreo siento culpa. Mucha culpa. Y no me gusta …pero lo necesito. Como con la muerte de mi abuela, si no la recordaba era como dejarla de lado… Lo que se podía haber hecho y no hice…”
(Aquí procede aclarar que su abuela fue la persona a la que más quiso. La única que le cuidó y atendió con cariño en aquella infancia a la intemperie emocional de una madre abandónica enganchada a un yonqui. Cuando él tenía 20 años tuvo una embolia y fue ingresada en el hospital. Estuvo 48 horas sin ir a verla pese a que la abuela requirió su presencia. En vez de ello se iba de marcha a meterse de to y cuando los médicos decidieron intervenirla falleció en el transcurso de la operación. Nunca perdonó a los médicos que “la mataran” ni a su madre que no se opusiera a su ejecución).
¿Qué te reprochas con tu perra?
“Justamente le tiré el palo y si no se lo hubiese tirado no le hubiera pasado…La verdad es que no sé qué le pasó… y nada… … …fue mi culpa”.
En el caso de tu abuela hiciste mal al no ir a verla, no te sentiste capaz. Y te lo autorreprochas pero le pasaste la culpa de su muerte a los médicos y a tu madre, cuando nadie tuvo la culpa. Son cosas que lamentablemente pasan. Ahora con tu perra no hiciste nada mal. Fue un accidente. Son cosas distintas.
“... ... ... Sí, ahora lo veo… … …para mí eran lo mismo y no, no es lo mismo. Gracias por ayudarme a verlo y entenderlo”.
(Y ahí terminé la sesión)
Vale. ¿Y ahora qué? ¿Qué podemos sacar de estas tres viñetas de
apariencia tan simple? Bueno, veamos. En primer lugar habría que preguntarse
qué le pasa a este hombre. Él nos lo va a decir en la Primera Sesión (1ª S),
tras las vacaciones de verano y dos meses sin verme “¡Qué locura!”, entendiendo
como tal un estado de agitación y alteración que le hacía inviable un poder
estar mínimamente sostenible en su relación con los demás. Como me dijo en su
día, él prefiere, sin lugar a dudas, la compañía de los animales que la de los
humanos. Una relación altamente conflictiva y descontrolada pues salta a la
mínima en cuanto se siente fácilmente atacado, y tras los gritos de rigor suele
optar por pirarse antes de liarse a ostias, que es de lo que realmente tiene
ganas. El agravio es altamente volátil pues siempre quiere tener la última
palabra y si no, revienta, dejando bien claro que no sabe perder y desde ahí,
lógicamente, todo lo vive como un ataque. Con estas referencias parece obvio
que le tiene alergia severa al límite y a todo lo que lo represente. Ese fue el
tema clave del anterior post, donde yo intenté empezar a mostrarle la
diferencia entre la barra y el barrote, es decir, a poder distinguir el
límite-vara que reprime y oprime, del límite-barandilla que contiene y salva.
Creo que son estas nociones las que se vislumbran en sus repetidos comentarios sobre el anhelo de contar con mi presencia, una figura que le calma y le ‘conecta’ a través de mis “toques” -siempre verbales- frente al descontrol al que le abocan los decires-“ataques” del resto del personal. Es conmovedora y significativa su demanda final cuando me pide que le enseñe a hablar. No hay que olvidar que su frase de presentación al inicio del análisis hace tres años fue “Es que yo no sé hablar… bien”. Es un buen ejemplo para mostrar que la transferencia está bien instalada y operante. Una pica en Flandes, proverbial y necesaria, para poder ir desplegando todo el dispositivo simbólico que en este hombre brilla con fuerza por su ausencia. Pieza clave para poder generar las condiciones de una permeabilidad para el cambio.
En la segunda sesión se presenta con una apelación clásica, la intrusión inevitable del lomismo, ese veterano baluarte de la repetición, al que respondo sin contemplaciones con su némesis favorita, cual es, la repetición como puerta del cambio. Y entra solo y por la puerta grande, homenajeando a la conciencia y más allá, las mismísimas formaciones del inconsciente, vía lapsus linguae. De ahí dará paso a ese perseguidor anónimo que le acosa y le urge, cual conejo blanco de Alicia, y su infinito reclamo del “corre, corre” sin destino fijo. No puede parar, y en esa carrera interminable que le agita, anda siempre huyendo y perdido de sí mismo. Señalará al otro, en este caso el cliente, como causa de su afán, pero es pura cortina de humo que enmascara que la bicha que le acosa y le reclama, la lleva dentro y le habita, y no le da tregua ni para sentarse un ratito en el banquito. ¿Quién demonios es esa bicha que le instiga mientras se revuelve rabiosa en sus entrañas? Seguro que ya lo habréis adivinado. Efectivamente, era ella, la pulsión. Ese resto de real, dirá Lacan, que se escapa a lo simbólico y empuja.
Y sí, efectivamente, este muchacho machucho, es su presa y la padece de
mil maneras, todas ellas, obviamente, compulsivas. Desde esa inquietud violenta
que le sacude a destajo el cuerpo y el alma, a todas esas conductas perentorias
que le desbocan, desfogan y raptan. Son las diversas adicciones que el mercado
le oferta, sexo pornográfico compulsivo, drogas líquidas, sólidas o gaseosas y
rock rabioso, por no decir punk destructivo, y ya, de paso cañaso, cacería con
la manada a por guiris despistados a los que apalizar y robar con nocturnidad y
alevosía. Hábitos de juventud que domesticó a la fuerza tras años de control
policiaco de su pareja.
“Creo que me va a costar mucho cambiar” dirá. ¡Y tánto! “Es mi forma de ser” -construida en la jungla del extrarradio más salvaje y apache- “¿Tiene arreglo esto?”
Bueno, aquí estás tú. Ninguno de tus colegas llamó a mi puerta. Lo podemos intentar.
Y es desde ahí que le invito a la pausa que supone venir a verme, una
parada intermitente en su fuga sin tregua. Un hablar en vez de actuar. Cambio
de registro fundamental. Un lugar donde la actividad pasa por conjugar palabras
que nombran la angustia, la apalabran. Y ya que estamos, ¿por qué no
escribirlas en la libreta? Aquella ruta que desde la escuela quedó abortada.
¿Simbolizar? Sí, simbolizar. Es la operación alquímica que transforma la pulsión en deseo. Y ese, sí, es otro cantar.
La tercera sesión condensa el meollo de todo lo anterior. Es una vuelta de tuerca que desvela un nivel más profundo del malestar. Como os conté más arriba, ocurrió el accidente de su perra que le descarriló por completo. Los marcos simbólicos por excelencia, el espacio y el tiempo, se le trastabillan y no sabe en qué día vive, ni cuál es el lugar. Finalmente, pese a todas esas dificultades, consigue comunicar conmigo y aunque sea por teléfono, podemos hablar. No me preguntéis por qué, pero me salió preguntarle por su perra en primer lugar. Y ahora sé que fue la opción correcta, al punto de que él me lo agradeció explícitamente.
Hablar del tema permitió elucidar el circuito mortífero de la culpa que le tenía atrapado. El goce torturante sado maso en el que se regodeaba abducido e insomne. La traición de abandonar a su abuela en su trance final sin poder despedirse, le infecta de culpa el alma. Una culpa que se recrea en cada ocasión que la vida le da boleto y, contagiado cada vez, un Superyó obsceno y tirano le aplica la picana sin anestesia. Es importante tener esto en cuenta para poder releer el guión oficial de su malestar desde otra perspectiva, decíamos antes. Y ese es el quid de la cuestión. En su versión habitual, su relato describe a un otro maltratador, pero sobre todo abandónico. Con más precisión diríamos que el maltrato deviene directamente de su vivencia de abandono materno y su ausencia de padre. El que ocupó su lugar, "el hombre que vivía con mi madre", en palabras suyas, nunca ejerció esa función ni por asomo, pero sí de un tercero hostil que le arrebata la atención y los cuidados de ella, perdida y enganchada irremediablemente en su deriva yonky. Desde entonces le anida en el corazón una semilla de desconfianza y rencor que le contamina la sangre ante la perspectiva de cualquier relación. Sólo el vínculo con su abuela fue su tabla de salvación. Y cuando ella le necesitó, él la abandonó. Ese crimen exige un castigo sin redención. Como el De Niro de la Misión. Y así anda, penando su pena a cadena perpetua, por más que él se vende la cabra de la víctima inocente de un mundo traidor.
Sólo deslindar las confluencias, desmontar las coartadas y desbridar la confusión, permitirá asumir la responsabilidad de su cobardía y, penitencia mediante, perdonar y perdonarse, hacer el duelo y asumir la pérdida. Un largo proceso por delante, qué duda cabe, pero que gracias al vínculo reparador que la transferencia habilita, no es una utopía pensar en una pacificación razonable. ¿Y por qué la transferencia repara? Porque sólo a través de lo concreto de una experiencia vincular tan singular se van a poder retejer los lazos emocionales de una confianza básica tan maltrecha, posibilitando el dejarse ser en relación a un otro, un buen otro, o como decía aquél, suficientemente bueno.
Bueno, dejó de llover, y los chopos medio deshojados, los pardos tejados y los campos mojados, me dejan tarareando una extraña y desvaída sensación de boludo en otoño. Qué le vamos a hacer.
Entiendo que la transferencia es contigo?.
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