"El sol de verano nos hace reír,
mi hermano mellizo no sabe nadar,
le empujo hasta el fondo y le dejo morir,
me vuelvo a la arena junto a mi mamá, la, la, la"
Canta Albert Pla al
compás de una melodía de goma y comba con su vocecita más inocente su canción
más demoledora. Si no fuera porque no, habría que reivindicar al de Sabadell
como el místico que es, en la estela de los grandes poetas místicos que le
precedieron en el intento de sitiar con palabras lo indecible, si bien aquellos
aluden al vértigo extásico del amor a Dios y su gozo, y éste afeita con su
navaja palabrera el horror mudo del goce. Ambas, semblanzas imposibles de lo
Real. Amén.
Pero yo no quería hablar de la mística y sus extravíos, sino de algo mucho más pedestre, o si me apuran, ecuestre, pues de equinos va el asunto, asunto por todos bien conocido aunque sólo fuera de oídas, cual es el proverbial y castizo CAER DEL BURRO.
O de todo lo contrario. Porque la tesis que quiero plantear es que es de la dificultad, de la incapacidad, de la imposibilidad para caerse del burro, que versa un análisis. Habrá que ver qué demonios encierra esa indómita resistencia a soltar la poltrona burril. Para ello tendremos que dar un rodeo en el que trataré de deslindar y articular algunas cuestiones clave tal que son la culpa y el narcisismo.
Veamos pues. Un aspecto que refulge con luz propia a la vuelta de cada historia, una y otra vez, sesión tras sesión, hoy seguro y mañana también, es el afanoso reclamo de inocencia. Reclamo de inocencia plenaria ante el que hay que preguntarse insoslayablemente, ¿por qué tanto afán desmentidor?: “Doctor yo nunca he pensado… yo nunca he sentido… jamás se me ocurriría… no soy rencoroso… ¿cómo alguien puede ser capaz de…?, pero usted ¿por quién me ha tomado?”. Invocaciones de fantasmas secretos, exorcismos de demonios íntimos, negaciones de los anhelos mas temidos.
Dice otro proverbio que quien se excusa se acusa, y dice bien. Reclamo de inocencia que delata un crimen, o por lo menos, una culpa. Ma qué culpa? Espinoso territorio donde los haya, Ignacio López destripaba el año pasado el tema y señalaba claramente entre otras su función superyoica de límite y de autoagresión, y esa otra faz de tapadera del propio vacío que había que atravesar para recuperar nuestra innata y olvidada capacidad de disfrute, “y nuestra naturaleza -concluía- guiaría el camino”. Así pues el enfoque gestaltico plantea la culpa como una distorsión que hace obstáculo al buen vivir fluido y armónico que el propio organismo regularía de forma natural. Es este un punto, el de lo natural, un aspecto central en el que hay que marcar un lindo linde desde el psicoanálisis. Marcar la diferencia y desmarcarse de esa mirada roussoniana de la bondad humana natural y esencial, porque si algo nos hace hombres es precisamente nuestra radical condición contra-natura. Esa expulsión y exilio irreversible del orden de la naturaleza que funda la Ley Simbólica y el ingreso en el lenguaje. Humanos que no humonos decíamos, para siempre jamás.
Esto acarrea unas consecuencias muy precisas a la hora de pensar la clínica. Es bien sabido el rechazo que le supuso a Freud su tesis del caracter sexual en la etiología de la histeria, pero siendo original como enfoque médico, ya lo habían sustentado en sus carnes miles de cuerpos de mujer estragados por las llamas purificadoras de la Santa lnquisición víctimas de los lúbricos favores del Maligno. Lo verdaderamente subversivo e intolerable del aporte freudiano fue meter el dedo en la llaga más sagrada e intocable, la inocencia infantil. Meter el dedo y sacarlo hediondo, cómo iba a ser sinó, porque no hay nada mejor para exacerbar los tufos y las pestes que cubrir y vendar sin limpiar la herida abierta. Estúpido velo de mentiras que arropan lo obvio. El mellizo asesino que canta Pía solo es un canalla más de la lista interminable de pequeños canallas fratricidas del club de los cainitas muertos.
En la Agresividad en Psicoanálisis, Lacan cita a San Agustín como un pionero develador del traje nuevo del Emperador. Transcribo: “Vi con mis propios ojos y conocí bien a un pequeñuelo presa de los celos. No hablaba todavía y ya contemplaba todo pálido y con una mirada envenenada a su hermano de leche”. El buen salvaje es un mito. Y como todo mito un timo. Una idea, un relato, una leyenda de los orígenes que hace coartada. Coartada necesaria de un delito que a su vez es un mito y nos funda, sea en forma de manzana prohibida y Pecado Original, o sea esa otra versión mas sanguinaria del Urvater asesinado en la niebla por la horda, lógico y denostado mito freudiano, Totem y Tabú en el candelabro, again.
Caer del burro, vale, pero ¿quién?. Aparcados la bestia y el verbo nos queda ver al jinete, el que va montado, el que así se lo monta, el rey del montaje, el Yo. Ya Freud lo comparaba con un jinete más o menos desmañado y sudoroso tratando de conducir a buena cuadra una montura en verdad caprichosa y tozuda. Este atribulado caballerete va a dejar paso en Lacan a una figura mas bien mendaz y tramposa, el Yo tahúr como función de desconocimiento, convirtiéndose a lo largo de su primera época en el malo de la película, probablemente como reacción a ese otro Yo bien vitaminado y robusto postulado por los “americanos” de la Ego psycology. No entraremos en el SeIf porque ya se sabe que el “si mismo” no es lo mismo, etcétera. Sí hay que señalar que ahí se tipifican las llamadas personalidades narcisistas y sus correspondientes trastornos en la línea que desarrolla Albert Rams en su enjundioso artículo de páginas adyacentes.
Así que en este desfile de modas y de modos de abordar el tema, me ceñiré al enfoque estructural. El narcisismo como un universal, acto psíquico que funda la identidad. Acto del orden de la identificación a una imagen devenida por el Otro e ilustrada por Lacan en el estadio del espejo. Imagen que no es solo visual, pensemos en los ciegos, pero sí siempre imaginaria, construida golpe a golpe y verso a verso a partir de los diversos decires del Otro: “Mi niño más listo que nadie, mi niña más guapa que todas, tan torpe como tu padre, siempre en las nubes como tu madre, nunca llegarás a nada so inútil, ¡qué cruz que me ha caído contigo Señor!”.
Enunciados identificatorios que van configurando una imagen, una gestalt que se conforma y propicia un referente de identidad allí donde sólo había un sarao de pulsiones mas bien grunge. Identidad paradojal del Yo en su raíz, ya que siendo alienante es subjetivante, y de ahí todo el drama que nos desgarra la existencia pues a ella se aferra el sujeto como la carne a la piel. Digámoslo, el Yo es piel. La piel del ser, y no somos serpientes, ergo…
El análisis es un proceso de disección y caída identificatoria. Seccionar a través del decir las redes de coalescencia con el dicho del Otro. Dicho que en su origen es preverbal, una mirada, pero una mirada en un universo de hablantes, no lo olvidemos.
Caída, decíamos, de un lugar de espejismo, porque de lugares imaginarios aquí se trata. Jaque al Yo en su trono fálico. En la quietud del diván verse sacudido, zancadilleado, empujado por la inercia irreversible de la libre asociación que deja en vilo sus certezas, y confrontado al espejismo en el abismo del espejo hacer nacer una pregunta de respuesta incierta: ¿quién soy yo?, o mejor, ¿quién es yo?.
Sea quien fuere una cosa es segura, tiene el corazón partío. Y ahí vamos. Escisión del Yo, Spaltung freudiana, grieta estructural en los cimientos del ser. Hiancia incurable. Falta en ser, dicen en lacanés.
La historia de la humanidad es la historia de las diversas maneras para no saber de eso, o de cómo ingeniárselas para intentar restañar ese agujero, interminable y variopinta galería de tapones divinos, rutilantes ideales, medias naranjas a la medida y otras suturas homologadas y de buen ver.
“Caer del burro”, comenta Iribarren en el Porqué de los Dichos, “Reconocer el yerro y falta de uno. Cejar en el error en el que se ha perseverado tercamente”. ¡Qué forma tan simple de enunciar asunto tan complejo!. ¿Sería muy atrevido decir que más acá de otras fórmulas solipsístas éste es el fin del análisis?.
Propondría un matiz. Sustituir el verbo caer por bajarse, pues caerse denota tropiezo, hecho consumado, avatar marcado por la ley de la gravedad y el accidente. Bajarse es acto, elección de sujeto, sujeto a la ley simbólica que asume y reconoce como tal su condición de barrado. Barrado por la Castración.
Bajarse del burro es asumir la barra y renunciar a la parra.
Parafraseando al viejo Bob, habría que preguntarle al viento cuántos rebuznos hacen falta para decidirse a hacer al camino a pie. (Solo de armónica).
Mamouna, julio de 1998
Pero yo no quería hablar de la mística y sus extravíos, sino de algo mucho más pedestre, o si me apuran, ecuestre, pues de equinos va el asunto, asunto por todos bien conocido aunque sólo fuera de oídas, cual es el proverbial y castizo CAER DEL BURRO.
O de todo lo contrario. Porque la tesis que quiero plantear es que es de la dificultad, de la incapacidad, de la imposibilidad para caerse del burro, que versa un análisis. Habrá que ver qué demonios encierra esa indómita resistencia a soltar la poltrona burril. Para ello tendremos que dar un rodeo en el que trataré de deslindar y articular algunas cuestiones clave tal que son la culpa y el narcisismo.
Veamos pues. Un aspecto que refulge con luz propia a la vuelta de cada historia, una y otra vez, sesión tras sesión, hoy seguro y mañana también, es el afanoso reclamo de inocencia. Reclamo de inocencia plenaria ante el que hay que preguntarse insoslayablemente, ¿por qué tanto afán desmentidor?: “Doctor yo nunca he pensado… yo nunca he sentido… jamás se me ocurriría… no soy rencoroso… ¿cómo alguien puede ser capaz de…?, pero usted ¿por quién me ha tomado?”. Invocaciones de fantasmas secretos, exorcismos de demonios íntimos, negaciones de los anhelos mas temidos.
Dice otro proverbio que quien se excusa se acusa, y dice bien. Reclamo de inocencia que delata un crimen, o por lo menos, una culpa. Ma qué culpa? Espinoso territorio donde los haya, Ignacio López destripaba el año pasado el tema y señalaba claramente entre otras su función superyoica de límite y de autoagresión, y esa otra faz de tapadera del propio vacío que había que atravesar para recuperar nuestra innata y olvidada capacidad de disfrute, “y nuestra naturaleza -concluía- guiaría el camino”. Así pues el enfoque gestaltico plantea la culpa como una distorsión que hace obstáculo al buen vivir fluido y armónico que el propio organismo regularía de forma natural. Es este un punto, el de lo natural, un aspecto central en el que hay que marcar un lindo linde desde el psicoanálisis. Marcar la diferencia y desmarcarse de esa mirada roussoniana de la bondad humana natural y esencial, porque si algo nos hace hombres es precisamente nuestra radical condición contra-natura. Esa expulsión y exilio irreversible del orden de la naturaleza que funda la Ley Simbólica y el ingreso en el lenguaje. Humanos que no humonos decíamos, para siempre jamás.
Esto acarrea unas consecuencias muy precisas a la hora de pensar la clínica. Es bien sabido el rechazo que le supuso a Freud su tesis del caracter sexual en la etiología de la histeria, pero siendo original como enfoque médico, ya lo habían sustentado en sus carnes miles de cuerpos de mujer estragados por las llamas purificadoras de la Santa lnquisición víctimas de los lúbricos favores del Maligno. Lo verdaderamente subversivo e intolerable del aporte freudiano fue meter el dedo en la llaga más sagrada e intocable, la inocencia infantil. Meter el dedo y sacarlo hediondo, cómo iba a ser sinó, porque no hay nada mejor para exacerbar los tufos y las pestes que cubrir y vendar sin limpiar la herida abierta. Estúpido velo de mentiras que arropan lo obvio. El mellizo asesino que canta Pía solo es un canalla más de la lista interminable de pequeños canallas fratricidas del club de los cainitas muertos.
En la Agresividad en Psicoanálisis, Lacan cita a San Agustín como un pionero develador del traje nuevo del Emperador. Transcribo: “Vi con mis propios ojos y conocí bien a un pequeñuelo presa de los celos. No hablaba todavía y ya contemplaba todo pálido y con una mirada envenenada a su hermano de leche”. El buen salvaje es un mito. Y como todo mito un timo. Una idea, un relato, una leyenda de los orígenes que hace coartada. Coartada necesaria de un delito que a su vez es un mito y nos funda, sea en forma de manzana prohibida y Pecado Original, o sea esa otra versión mas sanguinaria del Urvater asesinado en la niebla por la horda, lógico y denostado mito freudiano, Totem y Tabú en el candelabro, again.
Caer del burro, vale, pero ¿quién?. Aparcados la bestia y el verbo nos queda ver al jinete, el que va montado, el que así se lo monta, el rey del montaje, el Yo. Ya Freud lo comparaba con un jinete más o menos desmañado y sudoroso tratando de conducir a buena cuadra una montura en verdad caprichosa y tozuda. Este atribulado caballerete va a dejar paso en Lacan a una figura mas bien mendaz y tramposa, el Yo tahúr como función de desconocimiento, convirtiéndose a lo largo de su primera época en el malo de la película, probablemente como reacción a ese otro Yo bien vitaminado y robusto postulado por los “americanos” de la Ego psycology. No entraremos en el SeIf porque ya se sabe que el “si mismo” no es lo mismo, etcétera. Sí hay que señalar que ahí se tipifican las llamadas personalidades narcisistas y sus correspondientes trastornos en la línea que desarrolla Albert Rams en su enjundioso artículo de páginas adyacentes.
Así que en este desfile de modas y de modos de abordar el tema, me ceñiré al enfoque estructural. El narcisismo como un universal, acto psíquico que funda la identidad. Acto del orden de la identificación a una imagen devenida por el Otro e ilustrada por Lacan en el estadio del espejo. Imagen que no es solo visual, pensemos en los ciegos, pero sí siempre imaginaria, construida golpe a golpe y verso a verso a partir de los diversos decires del Otro: “Mi niño más listo que nadie, mi niña más guapa que todas, tan torpe como tu padre, siempre en las nubes como tu madre, nunca llegarás a nada so inútil, ¡qué cruz que me ha caído contigo Señor!”.
Enunciados identificatorios que van configurando una imagen, una gestalt que se conforma y propicia un referente de identidad allí donde sólo había un sarao de pulsiones mas bien grunge. Identidad paradojal del Yo en su raíz, ya que siendo alienante es subjetivante, y de ahí todo el drama que nos desgarra la existencia pues a ella se aferra el sujeto como la carne a la piel. Digámoslo, el Yo es piel. La piel del ser, y no somos serpientes, ergo…
El análisis es un proceso de disección y caída identificatoria. Seccionar a través del decir las redes de coalescencia con el dicho del Otro. Dicho que en su origen es preverbal, una mirada, pero una mirada en un universo de hablantes, no lo olvidemos.
Caída, decíamos, de un lugar de espejismo, porque de lugares imaginarios aquí se trata. Jaque al Yo en su trono fálico. En la quietud del diván verse sacudido, zancadilleado, empujado por la inercia irreversible de la libre asociación que deja en vilo sus certezas, y confrontado al espejismo en el abismo del espejo hacer nacer una pregunta de respuesta incierta: ¿quién soy yo?, o mejor, ¿quién es yo?.
Sea quien fuere una cosa es segura, tiene el corazón partío. Y ahí vamos. Escisión del Yo, Spaltung freudiana, grieta estructural en los cimientos del ser. Hiancia incurable. Falta en ser, dicen en lacanés.
La historia de la humanidad es la historia de las diversas maneras para no saber de eso, o de cómo ingeniárselas para intentar restañar ese agujero, interminable y variopinta galería de tapones divinos, rutilantes ideales, medias naranjas a la medida y otras suturas homologadas y de buen ver.
“Caer del burro”, comenta Iribarren en el Porqué de los Dichos, “Reconocer el yerro y falta de uno. Cejar en el error en el que se ha perseverado tercamente”. ¡Qué forma tan simple de enunciar asunto tan complejo!. ¿Sería muy atrevido decir que más acá de otras fórmulas solipsístas éste es el fin del análisis?.
Propondría un matiz. Sustituir el verbo caer por bajarse, pues caerse denota tropiezo, hecho consumado, avatar marcado por la ley de la gravedad y el accidente. Bajarse es acto, elección de sujeto, sujeto a la ley simbólica que asume y reconoce como tal su condición de barrado. Barrado por la Castración.
Bajarse del burro es asumir la barra y renunciar a la parra.
Parafraseando al viejo Bob, habría que preguntarle al viento cuántos rebuznos hacen falta para decidirse a hacer al camino a pie. (Solo de armónica).
Mamouna, julio de 1998