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miércoles, 28 de mayo de 2014

POR EL CAMINO DE HITCHCOCK III: PSICOSIS







Y vimos Psicosis, la película con la que Hitchcock dio la campanada y el cuarto de baño se volvió el escenario doméstico de las más terribles pesadillas. Pero cuchilladas a golpe de violín aparte, hay que decir que la psicosis no es eso, y hay que decirlo porque la escena de Hitchcock ha marcado impronta en el imaginario colectivo. Locura y violencia no son pareja de hecho, y promocionarlas como tal no es más que otro empujón hacia la demonización y exclusión del loco.
Porque esa es la estela dominante en la historia de la locura, una estela de segregación social y de exclusión subjetiva. Hasta los albores del siglo XIX  el loco es recluído en asilos y manicomios y frecuéntemente encadenado. Desde entonces dos hitos marcan su devenir. El primero cuando Pinel le libera de las cadenas y le da la palabra, reconociéndole su estatuto de ser humano por más que atravesado por un extravío de la razón. El segundo es mucho más reciente y viene de la mano de los avances de la ciencia y el desarrollo de los neurolépticos que al poder atajar, reducir y mitigar notablemente los síntomas permitirán la externalización de los pacientes y su tratamiento ambulatorio con la idea de su normalización.
Hay que decir que en esos dos hitos se vislumbran las dos grandes corrientes que recorren la historia de la locura, los Psyquiker,que la piensan como una afección del alma (psijé es alma o pensamiento, etimologicamente hablando) y los Somatiker, que la consideran una enfermedad orgánica, una enfermedad del cerebro dirá Griesinger, y que es la corriente hegemónica en nuestros días.
Hay una expresión popular que dice que al loco le falta un tornillo. Desde el Psicoanálisis también se piensa la psicosis en términos de una falta, o una falla, pero no en los neurotransmisores y sus niveles sino en el campo de lo simbólico, es decir, en la construcción del alma. Pero para llegar ahí, habrá que hacer previamente un recorrido.

 Dimensión lingüística de la locura
Así que empezamos por el principio. Y fue preguntarnos algo tan básico como ¿qué entendemos por locura?. Y pudimos escuchar diversas respuestas que nos fueron conduciendo a una definición que es ya un lugar común: locura es un estado de pérdida de contacto con la realidad. Ante la que impepinablemente se nos impuso una nueva pregunta, ¿qué es la realidad?
Y ahí ya la pista se volvió más resbaladiza, con derecho a patinar cada uno a su libre style.
Tras recoger impresiones de variado pelaje se fue dibujando la percepción de que era algo relativo, y que el fundamento que la validaba era algo que pasaba por el consenso dominante, y así si una pastorcita dice que ha visto a la Virgen encima de una roca subiendo al cielo, construyen un templo y la consagran santa, pero si uno jura y perjura que ha visto un marciano verde bajando de un platillo volante es muy probable que acabe en el manicomio o en el ambulatorio con su cajita de rysperdal. La cosa puede incluso ser más sutil, y una misma persona, por ejemplo Juana de Arco, con ciertas experiencias místicas en su curriculum, pasa de ser condenada a la hoguera por departir con el demonio, a ser convertida en icono de la cristiandad com il fo y elevada a los altares.
Y es que como decían Jarabe de Palo, depende, todo depende...
Así que terminamos echando mano de una vieja definición que le escuché a mi maestro y que extrañamente nunca he olvidado.
"La realidad es la trama de significaciones compartidas", proposición que sitúa el debate en el campo de las significaciones, campo que nos conduce sin más rodeos al terreno lingüístico y a profundizar en la propuesta enunciada, que diría así: entendemos la realidad como una realidad lingüística, es decir, el resultado de la acción del lenguaje tapizando lo real (de lo cual se deduce que aquí, "realidad" y "real" son conceptos heterogéneos).
Ya sé que esto puede empezar a sonar mu complicao, pero es que el asunto es complejo y es preciso recurrir a cierta nomenclatura específica que puede suscitar desidia cuando no desconcierto. Pero es así. Igual que si quieres peces tienes que mojarte las manos (por no decir el culo), si queremos delimitar la cuestión de la locura en términos estructurales tenemos que introducirnos en el ámbito de lo simbólico como aquél en el que se produce la constitución subjetiva. Ya presentamos la complejidad de este proceso cuando hablamos en nuestra anterior cita del llamado Complejo de Edipo y sus tiempos. Allí me remito. Porque es imprescindible partir de estos referentes para comprender de lo que en la psicosis se trata.
Para simplificar diremos que en la psicosis hay una falla de la función simbólica, que también se dice función padre, o en lacaniano "inscripción del significante Nombre del Padre". Son términos que vienen al mismo lugar aunque evidentemente pueden conducir a desarrollos diferentes, e incluso llevar a matar por ellos. En lacaniano a esa falla se la designa como Forclusión del N.P. consistente en un rechazo radical de su inscripción psíquica. A la función simbólica se le llama Metáfora Paterna, que sería la operación por la que el N.P.  prohíbe el goce de la madre, o lo que vinimos a llamar coloquialmente, el huevo. Así pues cuando por distintas razones la tal metáfora no acontece el sujeto queda seriamente perjudicado en su haber simbólico lo que le deja en una inermidad precaria para afrontar determinadas circunstancias de la vida. Porque llevar inscrito el N.P. es el sello que nos válida el pasaporte  para transitar por los llamados "desfiladeros significantes", es decir, por los circuítos del discurso social, y es por ello que cuando el psicótico se cortocircuíta se queda por fuera de la trama de significaciones compartidas, o como decíamos antes, pierde el contacto con la realidad.

Schreber
Así que déficit simbólico, que no neurotransmisor, que hará crisis en ciertas encrucijadas vitales que desbordan el precario equilibrio mantenido hasta entonces. Tomaré como referencia el famoso historial del Presidente Schreber, texto en el que Freud presenta sus tésis sobre la paranoia. 
Se trata del caso de Paul Schreber, hijo de Daniel Gottlob Moritz Schreber, un afamado médico ortopeda y rehabilitador de reconocido prestigio social, que fundaría los populares Schreber Garten. De tal palo, Paul cursa derecho y desarrolla una exitosa carrera judicial que le lleva obtener la presidencia de la Corte Suprema de Dresde, cima de la judicatura, a los 51 años, una edad bastante precoz para el cargo. Al poco de tomar posesión hace un brote que le lleva a ser internado en la clínica del Dr. Flechsig. Y ahí empieza la historia de su delirio contenida en sus Memorias de un neurópata, un relato apasionante de todo el proceso de elaboración delirante. No voy a entrar. No es el momento, pero a quién esté interesado se lo recomiendo encarecidamente.
Sí quisiera detenerme en el desencadenamiento y hacer una breve reflexión sobre el mismo, pues condensa de forma ejemplar la mecánica de la lógica psicótica.
Siempre es importante investigar las circunstancias en que un sujeto se brota. Aquí observamos que sucede en una circunstancia precisa. Cuando alcanza la cima de la judicatura y rodeado de colegas bastante más veteranos, él, preside. Allí, en la cumbre de su éxito, sin un techo que lo proteja, queda expuesto a la perplejidad de la intemperie simbólica. Es decir, alcanza un lugar fálico imaginario desde donde desborda a la figura de su poderoso padre y se ve abocado al pasmo ilimitado del goce y a la intrusión alucinatoria de lo real.
Intrusión de "percepciones sin objeto" o, en lacanés, de aquello que está por fuera de lo simbólico , es decir, por fuera del sentido, y que por tanto confronta con el terrible vacío de sentido, horror vacui que desesperadamente intentará llenar. Esa es la función reparativa del delirio, que diría Freud. Ese esbozo rudimentario de razón (delirante) con el que se trata de explicar lo inexplicable, y que en Schreber se resume en su misión final, ser la mujer de Dios.
Para ir terminando esta obligadamente breve exposición diremos que el sujeto se aferra a su delirio como el náufrago a la almadía, porque sin él, la mar(e) se lo tragaría. De ahí ese indicador irrefutable que es la certeza psicótica.

Psycho (1960)
No quisiera concluir sin hacer un comentario sobre la película que hemos visto, puro Hitchcock, puro cine, pero psicoanálisis de garrafón. De muestra la explicación final que nos ofrece el psiquiatra para entender lo sucedido, un claro caso de "doble personalidad". Es éste un término heredero del concepto bleuleriano de Esquizofrenia, mente partida o escindida, que no es especialmente afortunado, pues la mente partida, como el corazón, es un asunto que nos atañe a todos. No hay más que asomarse  a la factoría Disney  y rebuscar entre los añejos cortos de Mickey para encontrarnos al viejo Pluto tironeado por el debate a dos voces entre su malicioso y tentador diablo y el pánfilo de su angelito. Así que la supuesta doble personalidad de Norman Bates es una cacharrera forma de referirse a una cuestión bastante más compleja como es el campo de las identificaciones que lamentablemente no podremos abordar aquí. Sólo apuntar que se trata de una identificación primaria, es decir, muy indiscriminada  y fusional, donde fusión es confusión, y de ahí todo ese carnaval taxidermista y transformista del que hay que rescatar las pocas pinceladas biográficas que cita en su relato y, claro, sobre todo, cómo lo enuncia: "Todo empezó cuando murió su padre y Norman se quedó solo con una madre muy dominante ..." Hay que decir que siendo importante la pérdida de ese padre en la adolescencia es seguro que estaba perdido desde mucho más atrás.
El pastel se cuece a fuego lento desde el origen y siempre hay que interrogarse si la madre con su baby mira más allá. Más allá del baby es la guía que inscribe la ruta del deseo, es decir de la falta, y porque falta la falta, el futuro psicótico se estanca en su más acá, ese terreno vedado al deseo propio, un limbo, si no un infierno, de goce y soledad.


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