Y vimos Psicosis, la película con la que
Hitchcock dio la campanada y el cuarto de baño se volvió el escenario doméstico
de las más terribles pesadillas. Pero cuchilladas a golpe de violín aparte, hay
que decir que la psicosis no es eso, y hay que decirlo porque la escena de
Hitchcock ha marcado impronta en el imaginario colectivo. Locura y violencia no
son pareja de hecho, y promocionarlas como tal no es más que otro empujón hacia
la demonización y exclusión del loco.
Porque esa es la estela dominante en la historia de la
locura, una estela de segregación social y de exclusión subjetiva. Hasta los
albores del siglo XIX el loco es recluído en asilos y manicomios y
frecuéntemente encadenado. Desde entonces dos hitos marcan su devenir. El primero
cuando Pinel le libera de las cadenas y le da la palabra, reconociéndole su
estatuto de ser humano por más que atravesado por un extravío de la razón. El
segundo es mucho más reciente y viene de la mano de los avances de la ciencia y
el desarrollo de los neurolépticos que al poder atajar, reducir y mitigar
notablemente los síntomas permitirán la externalización de los pacientes y su
tratamiento ambulatorio con la idea de su normalización.
Hay que decir que en esos dos hitos se vislumbran las dos
grandes corrientes que recorren la historia de la locura, los Psyquiker,que
la piensan como una afección del alma (psijé es alma o pensamiento, etimologicamente hablando) y los Somatiker, que la consideran
una enfermedad orgánica, una enfermedad del cerebro dirá Griesinger, y que es
la corriente hegemónica en nuestros días.
Hay una expresión popular que dice que al loco le falta un
tornillo. Desde el Psicoanálisis también se piensa la psicosis en términos de
una falta, o una falla, pero no en los neurotransmisores y sus niveles sino en
el campo de lo simbólico, es decir, en la construcción del alma. Pero para
llegar ahí, habrá que hacer previamente un recorrido.
Dimensión lingüística de la locura
Así que empezamos por el principio. Y fue preguntarnos algo
tan básico como ¿qué entendemos por locura?. Y pudimos escuchar
diversas respuestas que nos fueron conduciendo a una definición que es ya un
lugar común: locura es un estado de pérdida de contacto con la realidad.
Ante la que impepinablemente se nos impuso una nueva pregunta, ¿qué es
la realidad?
Y ahí ya la pista se volvió más resbaladiza, con derecho a
patinar cada uno a su libre style.
Tras recoger impresiones de variado pelaje se fue dibujando
la percepción de que era algo relativo, y que el fundamento que la validaba era
algo que pasaba por el consenso dominante, y así si una pastorcita dice que ha
visto a la Virgen encima de una roca subiendo al cielo, construyen un templo y
la consagran santa, pero si uno jura y perjura que ha visto un marciano verde
bajando de un platillo volante es muy probable que acabe en el manicomio o en
el ambulatorio con su cajita de rysperdal. La cosa puede incluso ser más sutil,
y una misma persona, por ejemplo Juana de Arco, con ciertas experiencias
místicas en su curriculum, pasa de ser condenada a la hoguera por departir con el demonio, a ser
convertida en icono de la cristiandad com il fo y elevada a los altares.
Y es que como decían Jarabe de Palo, depende, todo
depende...
Así que terminamos echando mano de una vieja definición que
le escuché a mi maestro y que extrañamente nunca he olvidado.
"La realidad es la trama de significaciones
compartidas", proposición que sitúa el debate en el campo de las
significaciones, campo que nos conduce sin más rodeos al terreno lingüístico y
a profundizar en la propuesta enunciada, que diría así: entendemos la realidad
como una realidad lingüística, es decir, el resultado de la
acción del lenguaje tapizando lo real (de lo cual se deduce
que aquí, "realidad" y "real" son conceptos heterogéneos).
Ya sé que esto puede empezar a sonar mu complicao,
pero es que el asunto es complejo y es preciso recurrir a cierta nomenclatura
específica que puede suscitar desidia cuando no desconcierto. Pero es así.
Igual que si quieres peces tienes que mojarte las manos (por no decir el culo),
si queremos delimitar la cuestión de la locura en términos estructurales
tenemos que introducirnos en el ámbito de lo simbólico como aquél en el que se
produce la constitución subjetiva. Ya presentamos la complejidad de este
proceso cuando hablamos en nuestra anterior cita del llamado Complejo de Edipo y
sus tiempos. Allí me remito. Porque es imprescindible partir de estos
referentes para comprender de lo que en la psicosis se trata.
Para simplificar diremos que en la psicosis hay una falla de
la función simbólica, que también se dice función padre, o en lacaniano
"inscripción del significante Nombre del Padre". Son términos que
vienen al mismo lugar aunque evidentemente pueden conducir a desarrollos
diferentes, e incluso llevar a matar por ellos. En lacaniano a esa falla se la designa como Forclusión del
N.P. consistente en un rechazo radical de su inscripción psíquica. A la función simbólica se le llama Metáfora Paterna, que
sería la operación por la que el N.P. prohíbe el goce de la madre, o lo
que vinimos a llamar coloquialmente, el huevo. Así pues cuando
por distintas razones la tal metáfora no acontece el sujeto queda seriamente
perjudicado en su haber simbólico lo que le deja en una inermidad precaria para afrontar
determinadas circunstancias de la vida. Porque llevar inscrito el N.P. es el
sello que nos válida el pasaporte para transitar por los llamados
"desfiladeros significantes", es decir, por los circuítos del
discurso social, y es por ello que cuando el psicótico se cortocircuíta se
queda por fuera de la trama de significaciones compartidas, o como decíamos
antes, pierde el contacto con la realidad.
Schreber
Así que déficit simbólico, que no neurotransmisor, que hará
crisis en ciertas encrucijadas vitales que desbordan el precario equilibrio
mantenido hasta entonces. Tomaré como referencia el famoso historial del
Presidente Schreber, texto en el que Freud presenta sus tésis sobre la
paranoia.
Se trata del caso de Paul Schreber, hijo de Daniel Gottlob
Moritz Schreber, un afamado médico ortopeda y rehabilitador de reconocido
prestigio social, que fundaría los populares Schreber Garten. De tal palo, Paul
cursa derecho y desarrolla una exitosa carrera judicial que le lleva
obtener la presidencia de la Corte Suprema de Dresde, cima de la judicatura, a
los 51 años, una edad bastante precoz para el cargo. Al poco de tomar posesión
hace un brote que le lleva a ser internado en la clínica del Dr. Flechsig. Y
ahí empieza la historia de su delirio contenida en sus Memorias de un neurópata, un relato apasionante de todo el proceso
de elaboración delirante. No voy a entrar. No es el momento, pero a quién esté
interesado se lo recomiendo encarecidamente.
Sí quisiera detenerme en el desencadenamiento y hacer una
breve reflexión sobre el mismo, pues condensa de forma ejemplar la mecánica de
la lógica psicótica.
Siempre es importante investigar las circunstancias en que un sujeto
se brota. Aquí observamos que sucede en una circunstancia precisa. Cuando
alcanza la cima de la judicatura y rodeado de colegas bastante más veteranos,
él, preside. Allí, en la cumbre de su éxito, sin un techo que lo proteja, queda
expuesto a la perplejidad de la intemperie simbólica. Es decir, alcanza un
lugar fálico imaginario desde donde desborda a la figura de su poderoso padre y se ve
abocado al pasmo ilimitado del goce y a la intrusión alucinatoria de lo real.
Intrusión de "percepciones sin objeto" o, en
lacanés, de aquello que está por fuera de lo simbólico , es decir, por fuera
del sentido, y que por tanto confronta con el terrible vacío de sentido, horror
vacui que desesperadamente intentará llenar. Esa es la función
reparativa del delirio, que diría Freud. Ese esbozo rudimentario de razón (delirante)
con el que se trata de explicar lo inexplicable, y que en Schreber se resume en
su misión final, ser la mujer de Dios.
Para ir terminando esta obligadamente breve
exposición diremos que el sujeto se aferra a su delirio como el náufrago a la
almadía, porque sin él, la mar(e) se lo tragaría. De ahí ese indicador
irrefutable que es la certeza psicótica.
Psycho (1960)
No quisiera concluir sin hacer un comentario sobre la
película que hemos visto, puro Hitchcock, puro cine, pero psicoanálisis de
garrafón. De muestra la explicación final que nos ofrece el psiquiatra para
entender lo sucedido, un claro caso de "doble personalidad". Es éste
un término heredero del concepto bleuleriano de Esquizofrenia, mente
partida o escindida, que no es especialmente afortunado, pues la mente partida,
como el corazón, es un asunto que nos atañe a todos. No hay más que asomarse
a la factoría Disney y rebuscar entre los añejos cortos de Mickey
para encontrarnos al viejo Pluto tironeado por el debate a dos voces entre su
malicioso y tentador diablo y el pánfilo de su angelito. Así que la supuesta
doble personalidad de Norman Bates es una cacharrera forma de referirse a una
cuestión bastante más compleja como es el campo de las identificaciones que
lamentablemente no podremos abordar aquí. Sólo apuntar que se trata de una
identificación primaria, es decir, muy indiscriminada y fusional, donde
fusión es confusión, y de ahí todo ese carnaval taxidermista y transformista
del que hay que rescatar las pocas pinceladas biográficas que cita en su relato
y, claro, sobre todo, cómo lo enuncia: "Todo empezó cuando murió su padre y
Norman se quedó solo con una madre muy dominante ..." Hay que decir que
siendo importante la pérdida de ese padre en la adolescencia es seguro que
estaba perdido desde mucho más atrás.
El pastel se cuece a fuego lento desde el origen y siempre
hay que interrogarse si la madre con su baby mira más allá. Más allá del baby
es la guía que inscribe la ruta del deseo, es decir de la falta, y porque falta
la falta, el futuro psicótico se estanca en su más acá, ese terreno vedado al
deseo propio, un limbo, si no un infierno, de goce y soledad.
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