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domingo, 29 de junio de 2014

APROXIMACIÓN A LA PASIÓN: Un paseo por el amor y la muerte, y la locura

        




          Hablar de la pasión en veinte minutos no es lo mismo que hablar de la pasión durante veinte minutos, como no sería lo mismo cazar una ballena en 20 min que cazarla durante los 20 idem de marras, pues lo segundo evidentemente no garantiza su captura, sobre todo si la ballena en cuestión se llama Moby Dick, y si no que se lo pregunten al capitán Ahab, si es que alguien sabe hablar con los muertos. Porque Ahab se pasó media vida persiguiendo a la ballena blanca y nunca llegó a cazarla. Si acaso, Ella le cazó a él y se lo llevó para siempre atado a su lomo, rumbo al fondo sin fondo de los abismos de la mar océana.

          Es una historia más del fulgor mortífero que la pasión desatada conlleva, y yo sólo dispongo de 20 minutos, ahora ya 18, para hablarles de algo que uno puede pasarse la vida persiguiendo en vano sin conseguir nunca llegarlo a amarrar.
          Así que a la manera de Robert Redford cuando le susurraba a los caballos, intentaré acercarme con tiento a esa bestia herida que es la pasión. Una sucinta aproximación, a modo de paseo por el amor y la muerte que decía el maestro Huston, haciéndole sitio a esa estrella, invitada o no, pero sí desnortada, que llamamos locura.
Porque la pasión com il fau es fou, o dicho en castellano de Castilla, la pasión que se precie es loca.
          Jorge Wagensberg, un eminente científico y optimista, afirma en uno de sus aforismos que la pasión amorosa es una demencia que se cura en dos años. Sería pues una locura que se cura en un plazo razonable. Entiendo que se refiere a la variante benigna de la afección, su versión domesticada y más corriente. A mi me interesa explorar esa otra especie más mórbida y morbosa, la pasión salvaje, esa que te asalta sin previo aviso y que no atiende a razones, esa que una vez que te ha mordido te invade y se adueña de ti y ya has perdido, pues lo que la experiencia nos muestra con insistente tozudez  es que o la pierdes o te pierdes. No hay término medio, ni happy end.
          La pasión de la que hablamos irrumpe furiosa como una bestia herida en busca de un Amor transido de imposible o con aromas de prohibido, lindante siempre con la muerte y la locura. Tendríamos que preguntarnos por la insoslayable presencia de tan egregios lindes. ¿Quién demonios los invitó? ¿Qué pintan en esta fiesta?
          Para intentar responder a esas preguntas nada más indicado que asomarnos invisibles y fisgonear la susodicha, que resulta ser como un festival de cine de mi memoria con las más variopintas películas de ayer y de hoy, mientras de fondo suena una canción del maestro Sabina que aún sin la música seguramente sabréis reconocer su estribillo:

                   “…y morirme contigo si te matas
                         y matarme contigo si te mueres
                         porque el amor cuando no muere mata
                         porque amores que matan nunca mueren…”

          ¡Qué romántico por favor!…y es tal el alud de imágenes que me sobrevienen que tengo que hacerme a un lado para que no me arrollen.

          Veo a Gregory Peck y a Jennifer Jones matándose a tiros en la montaña de Duelo al sol, y arrastrarse desesperadamente buscándose mientras se desangran, para alcanzar a rozarse las manos en un último esfuerzo con su último suspiro.
          Veo a Sean Connery con Audrie Hepburn, viejos amantes viejos, en Robin y Marian, lanzando una flecha al cielo vacío de Sherwood al tiempo que balbucea su postrera voluntad, “enterradnos juntos donde la saeta caiga”, mientras expira envenenado por un veneno de amor que ella también ha tomado.
          Veo a Petronio agonizar sereno junto a su querida esclava, cuyo nombre ay, no recuerdo, con las venas cortadas, su penúltimo chiste dirigido a un Nerón Ustinov que toca la lira y delira ante una Roma calcinada que se pregunta ¿Quo vadis?.
          Veo a Cleopatra y Marco Antonio follando como locos antes de matarse a espada y a serpiente, veo a Romeo y Julieta víctimas adolescentes de una pasión secreta y de un error apresurado, veo a la bella y a la bestia, pasión mortal, llámese King Kong o llámese Drácula, o llámese Marlon, Marlon Brando pegando su chicle en la barandilla de ese balcón de Paris donde bailó su último tango.
          Y en Sevilla que es una maravilla veo a la Carmen de Merime o de Bizet o de Saura con una faca clavada en su vientre por un don José ciego de celos como tantos otros machitos despechados que salen cada día en las noticias. Y veo a los chinos de la China en Deseo y Peligro, la última de Ang Lee , ese romance sin salida de dos amantes de bandos enemigos, y cómo ella en el preciso instante de ir a consumar su traición mortal da un paso atrás y le salva, condenándose a si misma al pelotón de fusilamiento.
          Y ahora al Japón, al Imperio de los sentidos, del maestro Oshima, un título mítico, incomparable lección para hacer luz en este carnaval oscuro de amor y muerte que vamos viendo. Podría bien haberse llamado el Imperio de la pasión, como traducirían torticeramente su siguiente trabajo, porque para mi recrea de forma ejemplar y desnuda la geometría exacta de la pasión.
          Me explico: Sada, la nueva doncella, desea al amo Kichizo tras verlo fornicar con su mujer. O mejor sería decir que desea ocupar el lugar de su mujer, es decir, el lugar que convoca el deseo del amo, más que al amo propiamente. Y lo seduce, es decir, se convierte en su objeto de culto y a él en su adorador, exigiéndole religiosamente su devoción incondicional y exclusiva, reclamándole imperiosamente que se ofrende para satisfacerla en su frenesí sexual. Y él se presta incansable a cumplir su exigencia. Pero su exigencia es voraz e insaciable y siempre quiere algo más. Fornicar a todas horas no es suficiente. Pronto se vuelve aburrido. Hay que hacer más excitante el juego. Hay que jugar más y más fuerte, como se dice vulgarmente, a muerte, y qué es jugar a muerte sino jugarse la vida, al límite...y ahí la pasión muestra su rostro más feroz y transgresor, apurando el límite de la vida y de la muerte, tentándolo, amagándolo, bordeándolo, y claro, siendo consecuentes, franqueándolo.
         Él muere inmolado, asfixiado en sus manos, mientras ella se retuerce entre espasmos de placer en un interminable orgasmo de muerte. En la muerte él encuentra el límite real a su pasión sin límite…¿y ella? Ella vive, pero al precio de volverse loca.     La encontraron deambulando absorta y perdida por las calles de Tokio con el pene cercenado de Kichizo ensangrentándole la boca…

¿Hace falta más?

          Veamos una variante del acto de inmolarse en nombre de la pasión fatal. Se trata de El marido de la peluquera, otra joyita que refulge en la transparencia de sus líneas maestras. La historia de una pasión apacible y modesta en el seno de una peluquería de barrio, prácticamente ajenos al mundo, a no ser por los clientes que gotean intrusos y abstrusos, de tanto en tanto, en la penumbra del local.
          En  el desenlace, tras una noche de lluvia y lujuria, Matilde sale un momento a comprar yogures. Jamás regresará. Se arroja resuelta a un caudal de aguas turbulentas, sin rastro de sirenitas ni de coral. Ha dejado escrita una carta para Antoine:

          “Mi amor, me voy antes de que te vayas tú. Me voy antes de que dejes desearme, porque entonces sólo nos quedará la ternura y sé que no será suficiente. Me voy antes de ser desgraciada. Me voy llevando el sabor de tus abrazos, llevando tu olor, tu mirada, tus besos. Me voy llevándome el recuerdo de los mejores años de mi vida, los que me diste tú. Te beso infinitamente, hasta morir. Siempre te he amado. No he amado a nadie más. Me voy para que nunca me olvides. Matilde.”

          Ella se va para no afrontar la falta que el paso del tiempo esculpiría irremediablemente en su Amor Ideal, transformándolo en simple ternura. Él se queda anodino haciendo crucigramas sin echarla en falta, porque, cual Aigor indolente preguntado por su joroba, respondería: ¿falta? ¿qué falta?
          No querer saber de la Falta. No querer saber del Límite. Ése es el motivo y motor que anida en la pasión, espejismo de completud.
           Freud nos legó hallazgos fundamentales para intentar vislumbrar el sentido del sinsentido. Nunca fue tan decisivo como cuando se decidió a corregirse a sí mismo y propuso como regulador de la vida psíquica un más allá del principio del placer, una pulsión que llamará de muerte, más allá del eros, y que Lacan designará como empuje al goce. No les voy a aburrir ni a abrumar con la compleja teorización que esta propuesta encierra. Pero sí decirles que sólo desde ahí se entienden muchas cosas que si no, no. Entre ellas el tema que llevamos entre manos, este paseo por el amor, la muerte y la locura que concierta la pasión.
          Porque, ¿qué es la locura sino la falta de límite?, ¿qué son los amores prohibidos sino aquellos que lo transgreden? Y ¿qué la muerte, sino la última y delgada línea roja?
          El Límite que introduce la Ley simbólica instaura la Falta, que es la condición del deseo, porque sólo se desea lo que falta, y es por esa vía que advenimos como sujetos, sujetos deseantes adscritos a la ley del deseo que nos arroja de bruces al territorio irreductible del conflicto, de la incertidumbre y de la paradoja.
          Si el deseo es hijo de la ley, y la ley es el nombre del límite, la pasión es el deseo sin límite.
          “Pasión y ley, difícil mezcla” cantan Jarabe de Palo, y sí, es un palo pero es lo que hay, por eso también canta la Chavela que “quien no sabe de amores, no sabe lo que es martirio”. Cada vez que nos asomamos a las entrañas de la pasión nos confrontamos con su dimensión trágica. El maestro Spinoza, sabio y hereje él, concluye que la esencia del hombre es el deseo, casi dos siglos y medio antes de que Freud destapara la caja de Pandora. Y Sartre rematará el asunto llamando al hombre pasión inútil. Así las cosas, pareciéramos abocados a un callejón sin salida.
          La ruta oriental, que opta por soltar lastre y liberarse del ego y de sus pleitesías…resulta una opción a meditar. Claro que tiene sus contrapartidas y puede conllevar lo que Machado describe con una genial pincelada:
          “En el corazón tenía clavada la espina de una pasión. Logré arrancármela un día y, ay, ya no siento el corazón”.

¿Callejón sin salida?

          Puede parecerlo, pero cualquiera que piense en un callejón sin salida sabe que es una hipóstasis de libro, porque tan sólo tiene que darse uno la vuelta para encararla.
          Dejar de huir, dar la cara, afrontar lo temido abre y alumbra nuevos sentidos antes cegados o coagulados.
          Así que, salida, salida, haberla hayla. Lo que no hay es escapatoria.

          En El Ángel Exterminador, Buñuel confina a un puñado de sus queridos burgueses en una mansión de la que sin saber por qué no pueden salir de ninguna de las maneras. Después de un tiempo interminable e irremediable de degradación y caída de las imposturas, es la toma de conciencia de su repetición, o la repetición con conciencia, lo que rompe el maleficio que los tiene enigmáticamente atrapados, permitiéndoles acceder a la puerta de salida. Es cierto que Buñuel, viejo zorro, clausura la película con un nuevo principio semejante, ahora en el interior de una iglesia repleta de endomingados feligreses.
          Es una convención de obligado cumplimiento que las películas de vampiros siempre acaben mal, con una estaca de menos o con un mordisco de más, y el fúnebre coche de caballos portando su siniestra semilla rumbo a una nueva ciudad.
          En realidad no es que acabe mal la historia. Lo verdaderamente siniestro es precisamente que la historia no se acaba, que la saga continua insidiosa e inmortal, como una garrapata acantonada en la sombra a la espera de la próxima sangre fresca que cometa la imprudencia de por su lado pasar. Sangre fresca y palpitante teñida de rojo pasión, que sería el nombre más flamante con que se viste esa fuerza ciega y constante que llamamos pulsión.      
  

                  

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