Hablar de la pasión en
veinte minutos no es lo mismo que hablar de la pasión durante veinte minutos, como no sería lo mismo cazar una ballena en
20 min que cazarla durante los 20 idem de marras, pues lo segundo evidentemente
no garantiza su captura, sobre todo si la ballena en cuestión se llama Moby
Dick, y si no que se lo pregunten al capitán Ahab, si es que alguien sabe
hablar con los muertos. Porque Ahab se pasó media vida persiguiendo a la
ballena blanca y nunca llegó a cazarla. Si acaso, Ella le cazó a él y se lo
llevó para siempre atado a su lomo, rumbo al fondo sin fondo de los abismos de
la mar océana.
Es una historia
más del fulgor mortífero que la pasión desatada conlleva, y yo sólo dispongo de
20 minutos, ahora ya 18, para hablarles de algo que uno puede pasarse la vida
persiguiendo en vano sin conseguir nunca llegarlo a amarrar.
Así que a la
manera de Robert Redford cuando le susurraba
a los caballos, intentaré acercarme con tiento a esa bestia herida que es
la pasión. Una sucinta aproximación, a modo de paseo por el amor y la muerte que decía el maestro Huston,
haciéndole sitio a esa estrella, invitada o no, pero sí desnortada, que
llamamos locura.
Porque la pasión com
il fau es fou, o dicho en
castellano de Castilla, la pasión que se precie es loca.
Jorge
Wagensberg, un eminente científico y optimista, afirma en uno de sus aforismos
que la pasión amorosa es una demencia que se cura en dos años. Sería pues una
locura que se cura en un plazo razonable. Entiendo que se refiere a la variante
benigna de la afección, su versión domesticada y más corriente. A mi me
interesa explorar esa otra especie más mórbida y morbosa, la pasión salvaje,
esa que te asalta sin previo aviso y que no atiende a razones, esa que una vez que
te ha mordido te invade y se adueña de ti y ya has perdido, pues lo que la
experiencia nos muestra con insistente tozudez es que o la pierdes o te pierdes. No hay
término medio, ni happy end.
La pasión de
la que hablamos irrumpe furiosa como una bestia herida en busca de un Amor
transido de imposible o con aromas de prohibido, lindante siempre con la muerte
y la locura. Tendríamos que preguntarnos por la insoslayable presencia de tan
egregios lindes. ¿Quién demonios los invitó? ¿Qué pintan en esta fiesta?
Para intentar responder a esas preguntas
nada más indicado que asomarnos invisibles y fisgonear la susodicha, que
resulta ser como un festival de cine de mi memoria con las más variopintas
películas de ayer y de hoy, mientras de fondo suena una canción del maestro
Sabina que aún sin la música seguramente sabréis reconocer su estribillo:
“…y
morirme contigo si te matas
y matarme contigo si te mueres
porque el amor cuando no muere mata
porque amores que matan nunca mueren…”
¡Qué
romántico por favor!…y es tal el alud de imágenes que me sobrevienen que tengo
que hacerme a un lado para que no me arrollen.
Veo a
Gregory Peck y a Jennifer Jones matándose a tiros en la montaña de Duelo al sol, y arrastrarse desesperadamente buscándose mientras se
desangran, para alcanzar a rozarse las manos en un último esfuerzo con su
último suspiro.
Veo a Sean
Connery con Audrie Hepburn, viejos amantes viejos, en Robin y Marian, lanzando
una flecha al cielo vacío de Sherwood al tiempo que balbucea su postrera
voluntad, “enterradnos juntos donde la saeta caiga”, mientras expira envenenado
por un veneno de amor que ella también ha tomado.
Veo a
Petronio agonizar sereno junto a su querida esclava, cuyo nombre ay, no
recuerdo, con las venas cortadas, su penúltimo chiste dirigido a un Nerón
Ustinov que toca la lira y delira ante una Roma calcinada que se pregunta ¿Quo vadis?.
Veo a Cleopatra y Marco Antonio follando como
locos antes de matarse a espada y a serpiente, veo a Romeo y Julieta víctimas adolescentes de una pasión secreta y de un
error apresurado, veo a la bella y a la bestia, pasión mortal, llámese King Kong o llámese Drácula, o llámese Marlon, Marlon Brando pegando su chicle en la barandilla
de ese balcón de Paris donde bailó su último tango.
Y en Sevilla
que es una maravilla veo a la Carmen de Merime o de Bizet o de Saura con una
faca clavada en su vientre por un don José ciego de celos como tantos otros machitos
despechados que salen cada día en las noticias. Y veo a los chinos de la China en Deseo y Peligro, la última de Ang Lee ,
ese romance sin salida de dos amantes de bandos enemigos, y cómo ella en el
preciso instante de ir a consumar su traición mortal da un paso atrás y le
salva, condenándose a si misma al pelotón de fusilamiento.
Y ahora al
Japón, al Imperio de los sentidos,
del maestro Oshima, un título mítico, incomparable lección para hacer luz en
este carnaval oscuro de amor y muerte que vamos viendo. Podría bien haberse
llamado el Imperio de la pasión, como
traducirían torticeramente su siguiente trabajo, porque para mi recrea de forma
ejemplar y desnuda la geometría exacta de la pasión.
Me explico:
Sada, la nueva doncella, desea al amo Kichizo tras verlo fornicar con su mujer.
O mejor sería decir que desea ocupar el lugar de su mujer, es decir, el lugar
que convoca el deseo del amo, más que al amo propiamente. Y lo seduce, es
decir, se convierte en su objeto de culto y a él en su adorador, exigiéndole
religiosamente su devoción incondicional y exclusiva, reclamándole
imperiosamente que se ofrende para satisfacerla en su frenesí sexual. Y él se
presta incansable a cumplir su exigencia. Pero su exigencia es voraz e
insaciable y siempre quiere algo más. Fornicar a todas horas no es suficiente.
Pronto se vuelve aburrido. Hay que hacer más excitante el juego. Hay que jugar
más y más fuerte, como se dice vulgarmente, a
muerte, y qué es jugar a muerte sino jugarse la vida, al límite...y ahí la
pasión muestra su rostro más feroz y transgresor, apurando el límite de la vida
y de la muerte, tentándolo, amagándolo, bordeándolo, y claro, siendo
consecuentes, franqueándolo.
Él muere
inmolado, asfixiado en sus manos, mientras ella se retuerce entre espasmos de
placer en un interminable orgasmo de muerte. En la muerte él encuentra el
límite real a su pasión sin límite…¿y ella? Ella vive, pero al precio de
volverse loca. La encontraron
deambulando absorta y perdida por las calles de Tokio con el pene cercenado de
Kichizo ensangrentándole la boca…
¿Hace falta más?
Veamos una
variante del acto de inmolarse en nombre de la pasión fatal. Se trata de El marido de la peluquera, otra joyita
que refulge en la transparencia de sus líneas maestras. La historia de una pasión
apacible y modesta en el seno de una peluquería de barrio, prácticamente ajenos
al mundo, a no ser por los clientes que gotean intrusos y abstrusos, de tanto
en tanto, en la penumbra del local.
En el desenlace, tras una noche de lluvia y
lujuria, Matilde sale un momento a comprar yogures. Jamás regresará. Se
arroja resuelta a un caudal de aguas turbulentas, sin rastro de sirenitas ni de
coral. Ha dejado escrita una carta para Antoine:
“Mi amor, me voy antes de que te
vayas tú. Me voy antes de que dejes desearme, porque entonces sólo nos quedará
la ternura y sé que no será suficiente. Me voy antes de ser desgraciada. Me voy
llevando el sabor de tus abrazos, llevando tu olor, tu mirada, tus besos. Me
voy llevándome el recuerdo de los mejores años de mi vida, los que me diste tú.
Te beso infinitamente, hasta morir. Siempre te he amado. No he amado a nadie
más. Me voy para que nunca me olvides. Matilde.”
Ella se va para no afrontar la
falta que el paso del tiempo esculpiría irremediablemente en su Amor Ideal,
transformándolo en simple ternura. Él se queda anodino haciendo crucigramas sin
echarla en falta, porque, cual Aigor indolente preguntado por su joroba,
respondería: ¿falta? ¿qué falta?
No querer
saber de la Falta. No querer saber del Límite. Ése es el motivo y motor que
anida en la pasión, espejismo de completud.
Freud nos
legó hallazgos fundamentales para intentar vislumbrar el sentido del
sinsentido. Nunca fue tan decisivo como cuando se decidió a corregirse a sí
mismo y propuso como regulador de la vida psíquica un más allá del principio
del placer, una pulsión que llamará de muerte, más allá del eros, y que Lacan
designará como empuje al goce. No les voy a aburrir ni a abrumar con la
compleja teorización que esta propuesta encierra. Pero sí decirles que sólo
desde ahí se entienden muchas cosas que si no, no. Entre ellas el tema que
llevamos entre manos, este paseo por el amor, la muerte y la locura que
concierta la pasión.
Porque, ¿qué
es la locura sino la falta de límite?, ¿qué son los amores prohibidos sino
aquellos que lo transgreden? Y ¿qué la muerte, sino la última y delgada línea roja?
El Límite
que introduce la Ley simbólica instaura la Falta, que es la condición del
deseo, porque sólo se desea lo que falta, y es por esa vía que advenimos como
sujetos, sujetos deseantes adscritos a la ley del deseo que nos arroja de
bruces al territorio irreductible del conflicto, de la incertidumbre y de la
paradoja.
Si el deseo
es hijo de la ley, y la ley es el nombre del límite, la pasión es el deseo sin
límite.
“Pasión y ley, difícil mezcla” cantan Jarabe
de Palo, y sí, es un palo pero es lo que hay, por eso también canta la Chavela
que “quien no sabe de amores, no sabe lo que es martirio”. Cada vez que nos
asomamos a las entrañas de la pasión nos confrontamos con su dimensión trágica.
El maestro Spinoza, sabio y hereje él, concluye que la esencia del hombre es el
deseo, casi dos siglos y medio antes de que Freud destapara la caja de Pandora.
Y Sartre rematará el asunto llamando al hombre pasión inútil. Así las cosas,
pareciéramos abocados a un callejón sin salida.
La ruta
oriental, que opta por soltar lastre y liberarse del ego y de sus pleitesías…resulta
una opción a meditar. Claro que tiene sus contrapartidas y puede conllevar lo
que Machado describe con una genial pincelada:
“En el
corazón tenía clavada la espina de una pasión. Logré arrancármela un día y, ay,
ya no siento el corazón”.
¿Callejón sin salida?
Puede
parecerlo, pero cualquiera que piense en un callejón sin salida sabe que es una
hipóstasis de libro, porque tan sólo tiene que darse uno la vuelta para
encararla.
Dejar de
huir, dar la cara, afrontar lo temido abre y alumbra nuevos sentidos antes
cegados o coagulados.
Así que, salida,
salida, haberla hayla. Lo que no hay es escapatoria.
En El Ángel Exterminador, Buñuel confina a
un puñado de sus queridos burgueses en una mansión de la que sin saber por qué
no pueden salir de ninguna de las maneras. Después de un tiempo interminable e
irremediable de degradación y caída de las imposturas, es la toma de conciencia
de su repetición, o la repetición con conciencia, lo que rompe el maleficio que
los tiene enigmáticamente atrapados, permitiéndoles acceder a la puerta de salida.
Es cierto que Buñuel, viejo zorro, clausura la película con un nuevo principio
semejante, ahora en el interior de una iglesia repleta de endomingados
feligreses.
Es una
convención de obligado cumplimiento que las películas de vampiros siempre
acaben mal, con una estaca de menos o con un mordisco de más, y el fúnebre
coche de caballos portando su siniestra semilla rumbo a una nueva ciudad.
En realidad
no es que acabe mal la historia. Lo verdaderamente siniestro es precisamente que
la historia no se acaba, que la saga continua insidiosa e inmortal, como una
garrapata acantonada en la sombra a la espera de la próxima sangre fresca que
cometa la imprudencia de por su lado pasar. Sangre fresca y palpitante teñida
de rojo pasión, que sería el nombre más flamante con que se viste esa fuerza ciega y constante que llamamos pulsión.
20 minutos, y después una playa de la memoria...
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