Cristina
Nadal, amiga querida, tuvo la gentileza de proponerme hablar del
"Narcisismo del terapeuta" en un congreso de gestaltistas, a mí, un
psicoanalista que, puestos a referenciarme, podría tildarme de freudiano
y translacaniano, como me calificó Juanjo Albert hace ya muchos
años, signifique lo que signifique la última etiqueta.
Vale,
por mi encantado, pero desde ya les advierto que la cosa es canela fina si no
tela marinera. Tendré que hacer un ejercicio de ultrasíntesis de conceptos
complejos por lo que el recorrido puede atragantársele al más pintado que no
esté acostumbrado a estas conjeturas o a esta jerga. Así que les pido un poco
de atención y un poco de paciencia y ya les anticipo que al final habrá postre.
Empecemos
pues. Antes que nada será preciso dejar claro que el concepto de Narcisismo es
polisémico, es decir, de lecturas poliédricas, y para evitar no perdernos en el
bacalao semántico correspondiente me ceñiré a la acepción lacaniana que plantea
el Narcisismo como el tiempo de constitución del Yo, por la vía
del estadío del espejo, es decir, ese fenómeno de adscripción e
identificación que el cachorro humano, batiburrillo pulsional y fragmentario
hasta entonces, hace en relación a esa imagen organizante y totalizante que el
espejo le devuelve. Ese acto epifánico de reconocerse en ese reflejo y de
acceder al "¡ese soy yo!", conllevará el júbilo correlativo, que en
honor del mito griego, calificamos de narcisista. Poderoso y
cautivador espejismo, que, paradójicamente, constituirá el núcleo fundante de
nuestra identidad, (mi) divino tesoro.
Hay que
precisar, por obvio que resulte, que ese reflejo y ese espejo del experimento
son además una metáfora, pues si no ¿qué sería entonces de los niños ciegos?
¿No tienen yo?
Así que
convendremos que el tal espejo va a ser una representación del Otro
significativo,
y sus
reflejos sus decires, mensajes singularizados que conocemos como enunciados
identificatorios y que configuran paradójicamente con su alienación
nuestra imagen más propia.
Lacan
va a referirse a este fenómeno como una experiencia paradigmática del registro
imaginario.
Ahora
nos iremos a Freud para abordar otro concepto fundamental que
se juega en este tema que nos convoca y que no es otro que el de la Transferencia.
Todo el mundo lo conoce, así que lo transitaré rápido. Ya saben, se trata de
esa tendencia inconsciente a reeditar en los vínculos del
presente patrones vinculares constituidos en la relación con los objetos
primarios.
Es un
fenómeno universal que Freud recorta y define, convirtiéndolo en un instrumento
técnico capital de la terapia psicoanalítica, pues atraviesa de punta a punta
el vínculo del analizante con el analista, y sólo através de esa reedición
vincular en el aquí y ahora transferencial es que se van a poder operar cambios
transformativos en los viejos clichés cristalizados.
Va a
describir dos vertientes del fenómeno que se diferencian y que se
ensamblan como el Guadiana a lo largo del curso de un análisis.
La
primera la designa transferencia motor, y es la
que facilitará la rememoración y el trabajo asociativo mediante el que se
desplegará el inconsciente.
Y la
segunda es la transferencia como resistencia, que se da
cuando en vez de manifestarse lo reprimido por la vía del recuerdo se
juega por la vía de la actuación de los afectos, dando
lugar al clásico enamoramiento o sus reversos, y a consecuencia de este
enmarañamiento pasional se estancará la producción asociativa.
Lacan por su
parte va a hacer sus propios desarrollos, de una complejidad que ha hecho
escuela, y obviamente no es éste el lugar ni el momento para entrar en ello,
pero inevitablemente tendré que recurrir y aunque sólo sea citar algunos de sus
conceptos.
Digamos
que va a articular esta dualidad freudiana recién expuesta con su propia
cosecha, y a la transferencia motor la va a llamar transferencia
simbólica, porque cursa por la por él llamada ruta significante,
que es la que mola, pues apunta a la verdad del sujeto inconsciente.
Frente
a la llamada transferencia imaginaria, que la enlazaría con
la transferencia como resistencia de Freud, y que es la
chunga, porque para Lacan lo imaginario es chungo y falaz, como el Yo,
que vimos antes, y al que definirá como una función de desconocimiento.
De esa guisa también considerará la transferencia imaginaria como el laberinto
de pasiones narcisistas donde chapotean los afectos. Vade retro.
Visto
lo visto, ya estamos en condiciones de abordar la cuestión a la que íbamos, que
es la de la contratransferencia, o también llamada
pertinentemente transferencia recíproca, pues se trata del mismo
fenómeno pero invertido, referido ahora a la persona del analista respecto a su
paciente.
Freud
la menciona en unas pocas ocasiones en sus escritos técnicos y la presenta como
un asunto complejo y problemático sobre el que el practicante, tras su propio
trabajo en su análisis, debe estar avezado y tenerla bajo control para que no
haga obstáculo en el proceso terapéutico.
Va a
ser en la década de los 50, cuando los llamados posfreudianos la
introducen como un tema clave en el debate psicoanalítico postulando como
novedad el ir más allá de su condición de obstáculo y reconociéndole un valor
de herramienta terapéutica.
Es ahí
cuando emerge Lacan blandiendo su "retorno a Freud" y desenvainando
su flamígera espada justiciera.
Criticará
cualquier uso de la tal "contratransferencia", tachándola como el
conjunto de prejuicios y resistencias del analista no suficientemente
"depurado" en su análisis y denunciando su carácter imaginario,
(ya saben, tremendo estigma conceptual en aquella época), al que opondrá un
nuevo concepto redentor, el deseo del analista, que, atención, nada
tiene que ver con los deseos mundanos del analista de turno,
sino más bien se refiere a una función de carácter simbólico, que
apuntaría a activar el deseo del analizante, un deseo que es deseo
de saber sobre la verdad subjetiva, es decir, inconsciente. Es ésta la matriz
de la transferencia simbólica, un empuje al saber
o una suerte de transferencia epistémica que la distingue de
la transferencia imaginaria y su corolario de sentimientos.
Así
pues cuando hablamos del "narcisismo del terapeuta", tema de
la ponencia que nos reúne, desde el psicoanálisis podemos plantearlo como un
asunto contratransferencial que en términos lacanianos sería una manifestación
de orden imaginario, y como tal, inconveniente y equívoca, que perentoriamente
habría que evitar. Sería la expresión de una supuesta relación intersubjetiva entre
terapeuta y paciente teñida de supuesta simetría. Horror. Una
relación de yo a yo, o de tú a tú, que ilustraría proverbialmente la llamada
'oración gestáltica' del "yo so yo y tú eres tú...", frente a la
decidida apuesta de Lacan por despersonalizar la figura del analista
asignándole términos tan elusivos como "muerto",
"semblante" o "des-ser".
Creo
que éste es uno de los ejes de clara divergencia entre Gestalt y Psicoanálisis,
al menos el freudolacaniano, y que comporta un debate interminable en el que no
voy a entrar.
Sí
quisiera aliviar este farragoso desarrollo teórico que les he endilgado pese a
mi esforzado empeño simplificador con una viñeta fílmica que ilustre
plásticamente conceptos tan áridos.
Pero en
vez de proyectarla, que nos llevaría un tiempo del que no disponemos, se la voy
a resumir de palabra.
Se
trata del prólogo de la película La Misión que
imagino que la mayoría de ustedes habrá visto.
Ya
saben, Rodrigo Mendoza, es decir, Robert de Niro, es un mercenario cazador de
indios que a la vuelta de una de sus tropelías se encuentra con que su novia
está por su hermano menor, tras lo cual, herido en su orgullo de macho y cocido
de alcohol lo reta a un duelo desigual y mortífero que acaba con su hermano
cadáver y con él sepultado en vida, aplastado por el remordimiento en la
mazmorra de un convento. Allí llega reclamado por el prior, Jeremy Irons, alias
el padre Gabriel, un misionero jesuita que denunciará y sacudirá la molicie
torturante y gozosa en la que se ha atrincherado De Niro, ese regodeo malsano y
feroz en la ciénaga sadomasoquista que es la culpa. Y le ofrecerá una vía de
salida, un camino de expiación, acompañarle en sus tareas humanitarias a una
remota Misión. Mendoza acepta y emprenden viaje rumbo a la selva por una
escarpada ruta fluvial, atravesando las tumultuosas aguas de un río salvaje y remontando
precipicios insalvables que parecen un frontón, en el marco incomparable de las
cataratas de Iguazú. A la dificultad y dureza de la ruta De Niro añadirá un
plus, un amasijo de fierros varios, cascos, escudos, espadas y corazas, en una
especie de morral que arrastra pesadamente tirando de una soga a la que va
atado. Es un sobresfuerzo constante al que se somete, al punto que uno de
los frailes de la comitiva, el padre John, al que encarna Liam Neeson,
acongojado, le conminará a su superior que lo pare, que "ya ha hecho
suficiente penitencia, Padre", a lo que Irons le responde contundente,
"pero él no lo cree así, y mientras él no lo crea, yo tampoco".
Aunque
esta admonición no impedirá que Neeson, en una ocasión en que De Niro lastrado
por la morralla resbala y es arrastrado unos metros por la ladera, en un
impulso libertador y machete en mano corte de dos tajos la maroma y empuje al
vacío la ominosa chatarra.
Impertérrito,
pero lanzándole una mirada tipo 'la cagaste Burt Lancaster', Mendoza desandará
todos sus pasos y descenderá al río a recuperar su preciada penitencia.
Si no
querías caldo, toma dos tazas.
Se
trataría ahora de poder aplicar a nuestro tema la didáctica moraleja.
Tomar
nota de que el arrebato liberador del 'empático' cura/terapeuta no libera de
nada al machacado paciente/penitente. Si acaso es una exclusa por donde evacuar
la propia angustia del terapeuta ante una situación de conflicto o sufrimiento.
Es decir, que es su propia 'necesidad', expresión muy querida en ciertos ámbitos,
la que se impondría sobre la del paciente, precipitando un desenlace que no
desenlaza nada, antes al contrario, lo cortocircuíta.
Es muy
importante observar el factor distorsionante que opera aquí darle cancha a la
"contratransferencia", pues en nombre del bien del otro vehiculiza un
acto que hace interferencia en el sinuoso proceso que el paciente precisa y que
perfectamente podría haber llevado a abortarlo.
A
diferenciar de esa otra posición de acompañamiento que detenta Irons, que
respetando escrupulosamente los tiempos del analizante, se abstiene de
intrusiones reparativas. Lo cual no significa pasividad quietista alguna.
Para nada.
Recordemos
la actitud confrontativa en la celda mediante la que consigue provocar y
despertar en De Niro el anhelo de redención o ese otro momento crucial durante
el ascenso en el que Mendoza resbala y se aboca al abismo en el que queda
suspendido y que gracias a la intervención atenta y firme del jesuita que
resiste y le sostiene, evita el desastre.
Posición
activa pues, como activa es la llamada atención flotante, aunque
no lo parezca.
Dicho
esto y con conciencia de que desafía la ortodoxia analítica y su 'neutralidad
benevolente', incluiré la escena final de este prólogo tan
enjundioso. Me refiero a cuando llegan los intrépidos viajeros a donde los
indios y éstos reconocen en el estrafalario personaje que cierra tambaleante la
expedición al antiguo mercenario sanguinario. Uno sale a su paso cuchillo en
mano, ante el sobresalto angustiado, otra vez, de Neeson, mientras Irons,
confiado, pronuncia una frase en guaraní y deja hacer. La secuencia es tensa y
rápida. El indio se encara gritando y blandiendo amenazante el cuchillo a un De
Niro postrado de rodillas, rendido y dispuesto a acatar su destino. Pero
finalmente, para su sorpresa, el nativo corta la cuerda y le libera del fardo
de culpa y fierros que arroja al fondo del río. Mendoza, mudo y perplejo, rompe
en desconsolado llanto mientras Irons, a unos metros, le mira conmovido y,
ahora sí, se va a él y lo recoge en un abrazo reconfortante y compasivo.
Ya sé
que en la Gestalt el abrazo es un lugar común. En psicoanálisis no, pues es
difícilmente compatible con consignas de la índole de la impasibilidad o el des-ser. Pero a riesgo de excomunión o
apostasía diré que yo le hago sitio al abrazo en ocasiones precisas y que esa
experiencia de contacto corporal-emocional puede ser sin lugar a dudas una
opción electiva apropiada y productiva.
Y es
que ese tema, el del cuerpo, me parece de una importancia primordial y que
seguramente daría para todo un debate, si no, para un congreso entero.
Bueno,
tenemos que terminar.
Resumiendo.
Del narcisismo del terapeuta ... ¡ojo y al loro!
Y a no
confundirse intentando neutralizarlo con la tentación estatuaria o de esfinge.
No va
de eso. La cuestión a dirimir no es si pastel o si granito. Es una
cuestión brujular. De saber dónde está el norte. Y así, como Jeremy
Irons, jaquear el goce y apuntar a la verdad del sujeto, esto es, a lo que
atañe a la asunción de su falta. Lo demás, serán frutos sobrevenidos de esa
travesía fecunda.
En Málaga, 29 de Abril de 2017
( Para ampliar sobre el tema consultar Del Narcisismo y otras hierbas)
( Para ampliar sobre el tema consultar Del Narcisismo y otras hierbas)
Me ha encantado. Cuánto coraje en Irons, cuanto cuesta sujetar la propia angustia y no cortar la cuerda del otro sujeto al que asistimos. Bravo!!
ResponderEliminarLa