"Soy ateo por la gracia de Dios" declaraba socarronamente Luis Buñuel siempre que podía.
"Soy ateo por desgracia, señor, señor" parafrasearía yo, aunque quizás sea más preciso pronunciarme como excreyente, porque a día de hoy confieso que no sé muy bien de qué hablamos cuando hablamos de Dios. Antes era más fácil pues, desde una perspectiva etnocentrista, o creías en el Dios verdadero que establecía la religión monoteísta de turno (judaísmo, cristianismo o islamismo) o lo llevabas claro como adorador de cualquiera de los infinitos dioses paganos. La historia de las religiones es un relato apasionante de las mil y una vicisitudes que ese irreductible empuje a creer en lo sobrenatural ha dado de sí a lo largo y ancho de los siglos, los continentes y las culturas. Somos anhelo de inmortalidad. Pero desde hace tiempo, cada vez más a menudo, a mi alrededor y desde internet ni te cuento, he ido contactando como un turista en un garage con esa otra corriente en la estela de la sabiduría oriental que plantea la relación con la divinidad por fuera de las religiones, sustrayéndose a sus dogmas y sus liturgias y apuntando a una dimensión más abstracta que se enuncia con términos sitiadores de lo inefable como la trascendencia, lo sagrado o el misterio, y que giran alrededor o en pos del Ser o del Uno. En ese selecto club de la conciencia cósmica, claro, ancha es Castilla, y como es bien sabido, el Tao que se puede nombrar no es el verdadero Tao, prerrogativa inherente a lo Real, desde siempre perdido para siempre.
Sé que éste es un tema extremadamente delicado donde el cuestionamiento, hasta no hace demasiado, te llevaba a la hoguera. Aunque Nietzsche proclamara la muerte de Dios hace más de cien años, otras inquisiciones tomaron el testigo. Por eso me parece admirable la tarea prometeica que Charles Darwin llevó a cabo con la escritura y publicación de El origen de las especies. Una verdadera hazaña intelectual, un punto y aparte irreversible en el tortuoso camino de la ciencia, pero, no lo olvidemos, también y esencialmente, un pronunciamiento radicalmente ético.
Sé que éste es un tema extremadamente delicado donde el cuestionamiento, hasta no hace demasiado, te llevaba a la hoguera. Aunque Nietzsche proclamara la muerte de Dios hace más de cien años, otras inquisiciones tomaron el testigo. Por eso me parece admirable la tarea prometeica que Charles Darwin llevó a cabo con la escritura y publicación de El origen de las especies. Una verdadera hazaña intelectual, un punto y aparte irreversible en el tortuoso camino de la ciencia, pero, no lo olvidemos, también y esencialmente, un pronunciamiento radicalmente ético.
Este verano tuve la fortuna de ver La duda de Darwin (Creation), una joyita perdida en la soledad de la programación televisiva de madrugada. Con Paul Bettany y (cielos!) Jennifer Connelly. Potente y sutil. Con sabor a cine inglés del bueno, aunque sea americana. No se la pierdan.
Siempre me ha fascinado imaginar la fascinación que debió sentir Darwin, el descubrimiento paulatino del tesoro oculto a la vista de todos, el estremecimiento de las consecuencias, el horror, el vacío... Buscaré la película
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