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viernes, 24 de octubre de 2014

JUSTICIA POETICA

              
                                                 



¿Malos tiempos para la lírica? Puede, pero ahora que retorna crecida y ufana la gaviota carroñera presta a la pitanza de las migajas del pastel, el Príncipe de Asturias se desmarca de la banalidad ambiente y en un acto inesperado de justicia poética le hace un guiño desubicado al viejo Leonard y su famoso impermeable azul.

Pero ¿qué demonios es la justicia poética? ¿el chocolate del loro? ¿el último recurso de los desheredados de oficio? ¿retórica pret a porter?. Veamos. ¿Recuerdan a Lisbeth Salander, la inolvidable muchacha que soñaba con un bidón de gasolina pensando en los hombres que no la amaban demasiado? Son necesarias dos mil quinientas páginas de lectura febril para hacer justicia, pero al final, descubierto en su impostura, Teleborian y su orgullo, al trullo.

Ya sé que es una obra de ficción, pero como decía Lacan, la verdad tiene estructura de ficción, y son muchas las Lisbeth que no salen airosas de su encuentro con el Teleborian de turno, así que hay que celebrar cuando el azar nos regala tal evento. No hace mucho yo fui testigo de uno, les cuento. Una tarde oyendo la radio escuché un diálogo a dos voces entre una muchacha diagnosticada de psicosis y un egregio catedrático de psicocofarmacología o así. Ella, desde su curtida experiencia por los circuítos de la Salud Mental, denuncia y reclama que la Sanidad, el Sistema o el Sursum Corda, además del preceptivo psicofármaco cotidiano, le brinde la ayuda necesaria de una psicoterapia, la oportunidad de un lugar para la palabra.

"Mire señorita, a veces la palabra es tóxica" sentencia el ilustre Teleborian, tal vez traicionado en un descuido por su pensamiento reflejo. Atónita, ella le inquiere por tan pintoresca declaración, a lo que él responde con el paternalismo y la suficiencia de quien todo lo sabe, dándole una breve pero rotunda lección de anatomía y neurotransmisores, "donde la palabra, perdóneme usted, no pinta nada". Ya lo dijo hace siglo y medio Griesinger, un somatiker de laconismo semejante: "la locura es una enfermedad del cerebro". Kraepelin, el totem y referente fundador de la neuropsiquiatría del siglo XX, se preciaba de no entender la lengua de los estonios en su primer destino hospitalario, lo cual le evitaba las engorrosas distorsiones subjetivas de los enfermos tratados, a la manera del ínclito doctor House que prescinde por principio de hablar con el paciente, avalado por su impresionante arsenal tecnológico y semiológico y su desdeñosa misantropía. Así que ya se sabe, "a veces la palabra es tóxica", pero son precisamente afirmaciones como ésta las que intoxican el valor de las palabras y en nombre de una presunta objetividad científica se deja fuera la verdadera esencia del hombre, su alma lenguajera, su psijé, su psique.

La chica en cuestión se hace llamar Princesa Inca. Él, dejémoslo en Teleborian. Frente a la palabra tóxica y vacía de su interlocutor sabelotodo, ella escribe poemas que hablan de su forma de sentir la vida. Es la palabra viva versus la palabra muerta, un debate que no es un debate porque no hay color. 

De perdidos al río, y cuál, si no el de los versos rotos. Es lo que tiene la justicia poética.     Allí nos vemos.
                                                                     Noche de San Juan, 2011

(Princesa Inca recientemente ha publicado Mujer precipicio - poemas)


miércoles, 1 de octubre de 2014

Seminario Psicoanalítico: La Ruta del Bacalao






Cualquiera que se anime o se atreva a sumergirse un mínimo en las procelosas aguas psicoanalíticas pronto se topará entre su variada fauna marina con una presencia reiterada e ineludible, el bacalao.    
En lo que a mi respecta no entra entre mis preferencias, antes al contrario, me disgusta especialmente y se ha convertido desde hace bastantes años en una cuestión personal. Si el capitán Ahab consagró su vida a capturar a la ballena blanca, yo empleo la mía en denunciar el bacalao. Así pues dedicaré tres encuentros a intentar poner un poco de orden en un territorio donde cunde un considerable sarao conceptual.
Partiendo de una tarea preliminar e imprescindible como es tratar de esclarecer la confusión reinante entre dos conceptos base como son deseo y pulsión, tendremos las claves para proponer un criterio nosológico novedoso para pensar esa clínica bizarra que campea revuelta en ese territorio impreciso que componen los llamados trastornos límite y de los que la angustia es su divisa señera.

viernes, 19 de septiembre de 2014

La ruta del bacalao. The end.



           



            Decía Wittgenstein aquello de: “De lo que no se puede hablar, mucho mejor es               callarse”

La pregunta que nos tenemos que hacer es “¿qué es eso de lo que no se puede hablar?”
Creo que podemos convenir que no se refiere a lo prohibido, es decir, al tabú, al campo de lo reprimido, a todo ese batiburrillo de secretos que nos ocupan la vida, sino que atañe más bien a lo que las palabras no alcanzan, lo que referimos como indecible o inefable y que en psicoanálisis lacaniano conocemos como lo Real. Y en Matrix, el desierto de lo Real…

Pero frente a la máxima mutista de Wittgenstein, el psicoanálisis intenta decir algo sobre lo indecible, reflexionar sobre su condición. Intentar cernirlo fallidamente con palabras. Y digo fallidamente porque el significante está en falta, o como decíamos, es cojo. Y yo aún diría más, “porque es cojo… es”. O, si tensamos un poco más la frase, " porque escojo… soy".

Y es que escojo porque la realidad es incierta y ahí reside la raíz de nuestra libertad, divino tesoro, o más bien divino castigo, que nos expulsa del paraíso de lo natural y sus armonías, y nos aboca al trance del malentendido permanente y sus desencuentros. Es conocido el mito del Diluvio Universal como castigo iracundo y genocida de Jehová a la humanidad por sus pecados, que visto lo visto y dada la capacidad reproductora a prueba de conejos de los hijos de Noé, no sirvió de mucho. Escarmentado, Jehová impone un segundo castigo universal mucho más sutil e irreversible: la maldición babélica, que condena al hombre a la confusión de lenguas. Lo sucedido a los pies de aquel gigantesco Zigurat es el relato mítico del origen del bacalao que nos asola, y de la relación entre éstas dos cuestiones clave, lo Real y el bacalao, es que ha versado éste largo viaje que emprendimos hace ya unos cuantos años y que hoy llega a su fin. Un recorrido tortuoso y tenaz por los territorios de lo que se ha venido en llamar “la clínica de lo Real” y que nosotros hemos propuesto llamarla “clínica de la pulsión”, poniendo especial y aguerrida atención en ese fenómeno espurio que infiltra el discurso y que me animé a llamar el bacalao. Por cierto, me pidieron si podía aclarar el concepto o redefinirlo… y esto es lo que me salió:

Bacalao: dícese del estado de confusión y/o contradicción conceptual generalmente soslayado y/o revestido de certidumbre falaz. Habría que añadir que esa querencia por lo falaz es lo que lo emparenta con la chirla, pero dejar claro que aunque se solapen no son lo mismo, siendo la confusión lo propio del bacalao, y la trampa el alma de la chirla. 

Volviendo a Wittgenstein, con el que empezábamos hoy, si su propuesta es que ante lo indecible mejor dejar las palabras y darle la voz al silencio, yo prefiero apostar por la ruta intangible de la poesía, que como Alejandra Pizarnik dejó dicho, se afana en atesorar palabras muy puras para crear nuevos silencios.

Evohé. Evohé.


domingo, 14 de septiembre de 2014

HECHOS DE NUBES




El tema a escribir pasaba por el Agua y se me presentó presta aquella estrofa que dice:
“Tú y yo muchacha estamos hechos de nubes, pero ¿quién nos ata? pero ¿quién nos ata?”
que cantaba Pablo Guerrero en aquellos tiempos en que el tiempo era más ancho y aún quedaban primaveras… Ahora que llegó el otoño aunque luzca un sol inclemente de verano y la noche huela a jazmín pienso en qué habrá sido de aquella muchacha con quien compartí besos y sueños al compás de melodías que anunciaban que una fuerte lluvia iba a caer y que limpiaría al fin el aire gris y espeso de tantos años de casposa dictadura. Ha caído bastante desde entonces y algunos ya no están aquí para contarlo. Otros sí que estamos, pero no tenemos mucho que contar, o ganas de contarlo. El Tsunami que nos azota empuja al Todo vale y al Sálvese quien pueda, pero no, no vale todo y ya se sabe que en caso de naufragio hay un código ancestral que establece que las mujeres y los niños primero. Son verdades de siempre que hay que volver a enunciar porque hay mucha desmemoria y mucho canalla suelto.
No habrá paz para los malvados es el aleccionador título del terso thriller con el que Urbizu ganó los Goya. Pero el mensaje que instilan sus postreras imágenes es bastante más desazonador y más bien nos revela que no hay manera de que los malditos malvados nos dejen de una puñetera vez en paz. Y donde digo malvados incluyo a banqueros con prima y sin levita, capos de casino y del ladrillo, prelados pederastas, jueces marbelleros, eres que erres y gurtels de postín. Pandilla.
Lo más grave es que la insidia lo infiltra todo y donde menos te lo esperas, ay, salta la liebre o sale un ratón. Le llaman fuego amigo. A mí me pilló por sorpresa leyendo una crítica de libros en una revista de psicoterapia humanista a propósito de un texto reciente de Onfray sobre Freud. De Onfray y su ardor filosófico diletante nos podíamos esperar su tendenciosa escabechina del padre del psicoanálisis. Otras egregias cabezas rodaron antes y personalmente me traen sin cuidado las razones de su pasión jíbara. Del crítico de marras, un colega psi supongo, no. Y no porque a Freud no se le pueda criticar ¡faltaría más, por Tutatis!...sino por desde dónde y el lineamiento ideológico que destilan sus palabras. No es nuevo, por supuesto, más bien diría que es viejo, demasiado viejo.
Se entiende que Perls, psicoanalista en sus orígenes, en su proceso de redefinición profesional tuviera que “matar al padre” para alumbrar su nueva vía. Es la vieja senda dialéctica, que a la Tesis se le oponga una Antítesis para que a su debido tiempo nos nazca una linda Síntesis con un vigor renovado. Así progresa el conocimiento.
Llevo treinta años ejerciendo de psicoanalista y casi veinte impartiendo formación en psicoanálisis a los alumnos del curso de Psicoterapia Integrativa Clínica, mayoritariamente guestaltistas, y puedo decir con Heráclito que uno no se baña dos veces en el mismo río. Me he zambullido tantas veces en aguas tan diferentes, me he empapado del remanso y del movimiento en mi flujo por la continuidad que sé que somos sinergia creativa, fronteras nutricias de la diversidad. Pero esa diversidad comparte un hilo conductor franco. Entendemos la psicoterapia como un viaje hacia la verdad del sujeto, es decir, hacia la verdad de su deseo, y más allá de sus múltiples vicisitudes sabemos que en el núcleo duro de ese proceso nos habremos de enfrentar con un conflicto estructural, ese pulso constante entre la ley y el goce, lo que en castizo se dice “hecha la ley, hecha la trampa” y que Freud teoriza como complejo de Edipo. Tildarlo de coyuntura personal del vienés apunta a sonoro despropósito.
Recojo promoción tras promoción el reconocimiento agradecido de los que en las enseñanzas freudolacanianas encontraron las coordenadas para poder pensar al sujeto en clave brujular y escuchar su discurso como una corriente donde la verdad inconsciente se manifiesta como bengalas furtivas llenando de luz lo que era oscuridad.
Opino que linchar a Freud desde la Gestalt hoy en día está fuera de lugar y que es más bien un resabio añejo que huele a naftalina, a prejuicio rancio o a una lectura cuando menos bastante superficial, viejas ataduras invisibles soterradas bajo los ruidosos ecos de la posmodernidad. Pero ya vale. Hay que marcar, delgadas o no, algunas precisas líneas rojas. Delimitar cuáles son los márgenes a respetar para compartir o no una cierta mirada común. Y no olvidar que no hay nudo marinero que ate al agua, que las redes que nos apresan son imaginarias y que la vía de salida del síntoma es la palabra encarnada.
Y puestos a hablar de agua, que era el tema,
si como decía el poeta estamos hechos de nubes,
es de cajón que somos hijos de la lluvia…
alma de río… cuerpo de ola… destino de mar…
y sí, claro, semilla de nube… agüita amarilla…
…y vuelta a empezar.

                                                                                           
                                                                                     En Las Negras,solsticio de junio 2012
  

jueves, 11 de septiembre de 2014

CREER. CREAR.







"Soy ateo por la gracia de Dios" declaraba socarronamente Luis Buñuel siempre que podía.
"Soy ateo por desgracia, señor, señor" parafrasearía yo, aunque quizás sea más preciso pronunciarme como excreyente, porque a día de hoy confieso que no sé muy bien de qué hablamos cuando hablamos de Dios. Antes era más fácil pues, desde una perspectiva etnocentrista, o creías en el Dios verdadero que establecía la religión monoteísta de turno (judaísmo, cristianismo o islamismo) o lo llevabas claro como adorador de cualquiera de los infinitos dioses paganos. La historia de las religiones es un relato apasionante de las mil y una vicisitudes que ese irreductible empuje a creer en lo sobrenatural ha dado de sí a lo largo y ancho de los siglos, los continentes y las culturas. Somos anhelo de inmortalidad. Pero desde hace tiempo, cada vez más a menudo, a mi alrededor y desde internet ni te cuento, he ido contactando como un turista en un garage con esa otra corriente en la estela de la sabiduría oriental que plantea la relación con la divinidad por fuera de las religiones, sustrayéndose a sus dogmas y sus liturgias y apuntando a una dimensión más abstracta que se enuncia con términos sitiadores de lo inefable como  la trascendencia, lo sagrado o el misterio, y que giran alrededor o en pos del Ser o del Uno. En ese selecto club de la conciencia cósmica, claro,  ancha es Castilla, y como es bien sabido, el Tao que se puede nombrar no es el verdadero Tao, prerrogativa inherente a lo Real, desde siempre perdido para siempre.
Sé que éste es un tema extremadamente delicado donde el cuestionamiento, hasta no hace demasiado, te llevaba a la hoguera. Aunque Nietzsche proclamara la muerte de Dios hace más de cien años, otras inquisiciones tomaron el testigo. Por eso me parece admirable la tarea prometeica que Charles Darwin llevó a cabo con la escritura y publicación de El origen de las especies. Una verdadera hazaña intelectual, un punto y aparte irreversible en el tortuoso camino de la ciencia, pero, no lo olvidemos, también y esencialmente, un pronunciamiento radicalmente  ético.

Este verano tuve la fortuna de ver La duda de Darwin (Creation), una joyita perdida en la soledad de la programación televisiva de madrugada. Con Paul Bettany y (cielos!) Jennifer Connelly. Potente y sutil. Con sabor a cine inglés del bueno, aunque sea americana. No se la pierdan.

viernes, 5 de septiembre de 2014

REQUIEM





Cumplí hace poco 57 años. No es cualquier cifra. Humphrey la palmó con 57. Desde antiguo he tenido cierto fetichismo con los guarismos de la edad. Con ciertos guarismos. No me interesan las decenas (los 40, los 50...) ni la soledad de los números primos. Llaman mi atención más bien los que podríamos llamar guarismos narcisistas, es decir, los afectados por un cierto espejeo, como por ejemplo los capicúa. Recuerdo la fascinación que ejercía en mi el 33, "la edad de Cristo" (y de Alejandro Magno!). Alcanzar tal cifra fue como coronar una cima mítica que hasta entonces había operado de techo. Después vinieron en su inexorable inercia los 44, los 55...y de repente casi sin darme cuenta los 57, con la particularidad de que nací en 1957, ¡57 desde el 57!, otro eco en el que me alcanzo esta vez a mi mismo. Soy de letras y estas coincidencias numéricas despiertan en mi una extraña turbación íntima. Entiendo bien por qué a algunos psicóticos les flipan. Es tentador atribuirles valor de señal y por ese camino, camino verde, transitar al delirio. Porque ir más allá de Bogart es de alguna manera ir más allá del padre, rebasarle, superarlo, y eso, ya se sabe, es cualquier cosa menos un accidente, del que nadie es inocente. Para rematar la función muere Lauren Bacall ay!, y nos deja irreparablemente huérfanos a los hijos de los sueños en blanco y negro. Tan lejos y tan cerca, a un soplo, de la fosa común del tiempo y del olvido que el poeta cantó. Just (a) blow. Nos vemos flaca. Amén.

domingo, 29 de junio de 2014

APROXIMACIÓN A LA PASIÓN: Un paseo por el amor y la muerte, y la locura

        




          Hablar de la pasión en veinte minutos no es lo mismo que hablar de la pasión durante veinte minutos, como no sería lo mismo cazar una ballena en 20 min que cazarla durante los 20 idem de marras, pues lo segundo evidentemente no garantiza su captura, sobre todo si la ballena en cuestión se llama Moby Dick, y si no que se lo pregunten al capitán Ahab, si es que alguien sabe hablar con los muertos. Porque Ahab se pasó media vida persiguiendo a la ballena blanca y nunca llegó a cazarla. Si acaso, Ella le cazó a él y se lo llevó para siempre atado a su lomo, rumbo al fondo sin fondo de los abismos de la mar océana.

          Es una historia más del fulgor mortífero que la pasión desatada conlleva, y yo sólo dispongo de 20 minutos, ahora ya 18, para hablarles de algo que uno puede pasarse la vida persiguiendo en vano sin conseguir nunca llegarlo a amarrar.
          Así que a la manera de Robert Redford cuando le susurraba a los caballos, intentaré acercarme con tiento a esa bestia herida que es la pasión. Una sucinta aproximación, a modo de paseo por el amor y la muerte que decía el maestro Huston, haciéndole sitio a esa estrella, invitada o no, pero sí desnortada, que llamamos locura.
Porque la pasión com il fau es fou, o dicho en castellano de Castilla, la pasión que se precie es loca.
          Jorge Wagensberg, un eminente científico y optimista, afirma en uno de sus aforismos que la pasión amorosa es una demencia que se cura en dos años. Sería pues una locura que se cura en un plazo razonable. Entiendo que se refiere a la variante benigna de la afección, su versión domesticada y más corriente. A mi me interesa explorar esa otra especie más mórbida y morbosa, la pasión salvaje, esa que te asalta sin previo aviso y que no atiende a razones, esa que una vez que te ha mordido te invade y se adueña de ti y ya has perdido, pues lo que la experiencia nos muestra con insistente tozudez  es que o la pierdes o te pierdes. No hay término medio, ni happy end.
          La pasión de la que hablamos irrumpe furiosa como una bestia herida en busca de un Amor transido de imposible o con aromas de prohibido, lindante siempre con la muerte y la locura. Tendríamos que preguntarnos por la insoslayable presencia de tan egregios lindes. ¿Quién demonios los invitó? ¿Qué pintan en esta fiesta?
          Para intentar responder a esas preguntas nada más indicado que asomarnos invisibles y fisgonear la susodicha, que resulta ser como un festival de cine de mi memoria con las más variopintas películas de ayer y de hoy, mientras de fondo suena una canción del maestro Sabina que aún sin la música seguramente sabréis reconocer su estribillo:

                   “…y morirme contigo si te matas
                         y matarme contigo si te mueres
                         porque el amor cuando no muere mata
                         porque amores que matan nunca mueren…”

          ¡Qué romántico por favor!…y es tal el alud de imágenes que me sobrevienen que tengo que hacerme a un lado para que no me arrollen.

          Veo a Gregory Peck y a Jennifer Jones matándose a tiros en la montaña de Duelo al sol, y arrastrarse desesperadamente buscándose mientras se desangran, para alcanzar a rozarse las manos en un último esfuerzo con su último suspiro.
          Veo a Sean Connery con Audrie Hepburn, viejos amantes viejos, en Robin y Marian, lanzando una flecha al cielo vacío de Sherwood al tiempo que balbucea su postrera voluntad, “enterradnos juntos donde la saeta caiga”, mientras expira envenenado por un veneno de amor que ella también ha tomado.
          Veo a Petronio agonizar sereno junto a su querida esclava, cuyo nombre ay, no recuerdo, con las venas cortadas, su penúltimo chiste dirigido a un Nerón Ustinov que toca la lira y delira ante una Roma calcinada que se pregunta ¿Quo vadis?.
          Veo a Cleopatra y Marco Antonio follando como locos antes de matarse a espada y a serpiente, veo a Romeo y Julieta víctimas adolescentes de una pasión secreta y de un error apresurado, veo a la bella y a la bestia, pasión mortal, llámese King Kong o llámese Drácula, o llámese Marlon, Marlon Brando pegando su chicle en la barandilla de ese balcón de Paris donde bailó su último tango.
          Y en Sevilla que es una maravilla veo a la Carmen de Merime o de Bizet o de Saura con una faca clavada en su vientre por un don José ciego de celos como tantos otros machitos despechados que salen cada día en las noticias. Y veo a los chinos de la China en Deseo y Peligro, la última de Ang Lee , ese romance sin salida de dos amantes de bandos enemigos, y cómo ella en el preciso instante de ir a consumar su traición mortal da un paso atrás y le salva, condenándose a si misma al pelotón de fusilamiento.
          Y ahora al Japón, al Imperio de los sentidos, del maestro Oshima, un título mítico, incomparable lección para hacer luz en este carnaval oscuro de amor y muerte que vamos viendo. Podría bien haberse llamado el Imperio de la pasión, como traducirían torticeramente su siguiente trabajo, porque para mi recrea de forma ejemplar y desnuda la geometría exacta de la pasión.
          Me explico: Sada, la nueva doncella, desea al amo Kichizo tras verlo fornicar con su mujer. O mejor sería decir que desea ocupar el lugar de su mujer, es decir, el lugar que convoca el deseo del amo, más que al amo propiamente. Y lo seduce, es decir, se convierte en su objeto de culto y a él en su adorador, exigiéndole religiosamente su devoción incondicional y exclusiva, reclamándole imperiosamente que se ofrende para satisfacerla en su frenesí sexual. Y él se presta incansable a cumplir su exigencia. Pero su exigencia es voraz e insaciable y siempre quiere algo más. Fornicar a todas horas no es suficiente. Pronto se vuelve aburrido. Hay que hacer más excitante el juego. Hay que jugar más y más fuerte, como se dice vulgarmente, a muerte, y qué es jugar a muerte sino jugarse la vida, al límite...y ahí la pasión muestra su rostro más feroz y transgresor, apurando el límite de la vida y de la muerte, tentándolo, amagándolo, bordeándolo, y claro, siendo consecuentes, franqueándolo.
         Él muere inmolado, asfixiado en sus manos, mientras ella se retuerce entre espasmos de placer en un interminable orgasmo de muerte. En la muerte él encuentra el límite real a su pasión sin límite…¿y ella? Ella vive, pero al precio de volverse loca.     La encontraron deambulando absorta y perdida por las calles de Tokio con el pene cercenado de Kichizo ensangrentándole la boca…

¿Hace falta más?

          Veamos una variante del acto de inmolarse en nombre de la pasión fatal. Se trata de El marido de la peluquera, otra joyita que refulge en la transparencia de sus líneas maestras. La historia de una pasión apacible y modesta en el seno de una peluquería de barrio, prácticamente ajenos al mundo, a no ser por los clientes que gotean intrusos y abstrusos, de tanto en tanto, en la penumbra del local.
          En  el desenlace, tras una noche de lluvia y lujuria, Matilde sale un momento a comprar yogures. Jamás regresará. Se arroja resuelta a un caudal de aguas turbulentas, sin rastro de sirenitas ni de coral. Ha dejado escrita una carta para Antoine:

          “Mi amor, me voy antes de que te vayas tú. Me voy antes de que dejes desearme, porque entonces sólo nos quedará la ternura y sé que no será suficiente. Me voy antes de ser desgraciada. Me voy llevando el sabor de tus abrazos, llevando tu olor, tu mirada, tus besos. Me voy llevándome el recuerdo de los mejores años de mi vida, los que me diste tú. Te beso infinitamente, hasta morir. Siempre te he amado. No he amado a nadie más. Me voy para que nunca me olvides. Matilde.”

          Ella se va para no afrontar la falta que el paso del tiempo esculpiría irremediablemente en su Amor Ideal, transformándolo en simple ternura. Él se queda anodino haciendo crucigramas sin echarla en falta, porque, cual Aigor indolente preguntado por su joroba, respondería: ¿falta? ¿qué falta?
          No querer saber de la Falta. No querer saber del Límite. Ése es el motivo y motor que anida en la pasión, espejismo de completud.
           Freud nos legó hallazgos fundamentales para intentar vislumbrar el sentido del sinsentido. Nunca fue tan decisivo como cuando se decidió a corregirse a sí mismo y propuso como regulador de la vida psíquica un más allá del principio del placer, una pulsión que llamará de muerte, más allá del eros, y que Lacan designará como empuje al goce. No les voy a aburrir ni a abrumar con la compleja teorización que esta propuesta encierra. Pero sí decirles que sólo desde ahí se entienden muchas cosas que si no, no. Entre ellas el tema que llevamos entre manos, este paseo por el amor, la muerte y la locura que concierta la pasión.
          Porque, ¿qué es la locura sino la falta de límite?, ¿qué son los amores prohibidos sino aquellos que lo transgreden? Y ¿qué la muerte, sino la última y delgada línea roja?
          El Límite que introduce la Ley simbólica instaura la Falta, que es la condición del deseo, porque sólo se desea lo que falta, y es por esa vía que advenimos como sujetos, sujetos deseantes adscritos a la ley del deseo que nos arroja de bruces al territorio irreductible del conflicto, de la incertidumbre y de la paradoja.
          Si el deseo es hijo de la ley, y la ley es el nombre del límite, la pasión es el deseo sin límite.
          “Pasión y ley, difícil mezcla” cantan Jarabe de Palo, y sí, es un palo pero es lo que hay, por eso también canta la Chavela que “quien no sabe de amores, no sabe lo que es martirio”. Cada vez que nos asomamos a las entrañas de la pasión nos confrontamos con su dimensión trágica. El maestro Spinoza, sabio y hereje él, concluye que la esencia del hombre es el deseo, casi dos siglos y medio antes de que Freud destapara la caja de Pandora. Y Sartre rematará el asunto llamando al hombre pasión inútil. Así las cosas, pareciéramos abocados a un callejón sin salida.
          La ruta oriental, que opta por soltar lastre y liberarse del ego y de sus pleitesías…resulta una opción a meditar. Claro que tiene sus contrapartidas y puede conllevar lo que Machado describe con una genial pincelada:
          “En el corazón tenía clavada la espina de una pasión. Logré arrancármela un día y, ay, ya no siento el corazón”.

¿Callejón sin salida?

          Puede parecerlo, pero cualquiera que piense en un callejón sin salida sabe que es una hipóstasis de libro, porque tan sólo tiene que darse uno la vuelta para encararla.
          Dejar de huir, dar la cara, afrontar lo temido abre y alumbra nuevos sentidos antes cegados o coagulados.
          Así que, salida, salida, haberla hayla. Lo que no hay es escapatoria.

          En El Ángel Exterminador, Buñuel confina a un puñado de sus queridos burgueses en una mansión de la que sin saber por qué no pueden salir de ninguna de las maneras. Después de un tiempo interminable e irremediable de degradación y caída de las imposturas, es la toma de conciencia de su repetición, o la repetición con conciencia, lo que rompe el maleficio que los tiene enigmáticamente atrapados, permitiéndoles acceder a la puerta de salida. Es cierto que Buñuel, viejo zorro, clausura la película con un nuevo principio semejante, ahora en el interior de una iglesia repleta de endomingados feligreses.
          Es una convención de obligado cumplimiento que las películas de vampiros siempre acaben mal, con una estaca de menos o con un mordisco de más, y el fúnebre coche de caballos portando su siniestra semilla rumbo a una nueva ciudad.
          En realidad no es que acabe mal la historia. Lo verdaderamente siniestro es precisamente que la historia no se acaba, que la saga continua insidiosa e inmortal, como una garrapata acantonada en la sombra a la espera de la próxima sangre fresca que cometa la imprudencia de por su lado pasar. Sangre fresca y palpitante teñida de rojo pasión, que sería el nombre más flamante con que se viste esa fuerza ciega y constante que llamamos pulsión.