Abordar
en media hora el tema que intitula mi ponencia es una osadía ingenua por no
decir un despropósito, pues daría para unas Jornadas enteras por sí solo. Así
que partiendo de la imposibilidad del propósito intentaré una aproximación
básica a tan vasto tema apuntando esquemáticamente a un mínimo desplegamiento y
ordenamiento de sus elementos.
Para ello sería
preciso explicar algunos conceptos teóricos que hicieran inteligible la
propuesta, pero dada mi experiencia previa en el Congreso de Málaga, donde tras
mi ponencia sobre “El narcisismo del terapeuta” fui reconvenido públicamente
por Miguel, el ingenioso maestro de ceremonias, que me dedicó aquel ocurrente
“Javier Arenas, tío, no se te entiende nada”, me asaltan serias reservas al
pensar en cosechar de nuevo similar reconocimiento. Aún así, y simplificando
todo lo posible, me liaré la manta a la cabeza y correré el riesgo.
El título de
marras comprende dos sintagmas bien explícitos: Uno, “la clínica
psicoanalítica”, y dos, “los tiempos que corren”, ligados por una preposición,
‘en’, que los ubica. Empezaré por el segundo.
De “los
tiempos que corren”, habría que decir que más que que corren, vuelan,
dado el frenesí desquiciadamente acelerado de cambios que se llevan sucediendo.
Cambios de todo tipo, desde el marco económico al tecnocientífico, el
geopolítico, el ideológico y el individual. Configuran una verdadera y novedosa
weltanschauung, y perdonen el palabro, pero le tengo cariño
porque además de ser el que más se ajusta a lo que estamos hablando, tiene un
pedigrí sonoro y filosófico imbatible. Es un término alemán que significa
“forma de concebir el mundo y la vida”, también traducido como “cosmovisión”. Hay
que decir que estos tiempos tan galopantes han sido designados con diversos
nombres, desde la “modernidad líquida” de Bauman a la Hipermodernidad como la
cita, entre otros, Recalcati o la Tardomodernidad del inevitable Byung Chul
Han, pero el que se ha terminado imponiendo mayoritariamente es el de la posmodernidad.
¿Qué podemos
decir de la posmodernidad? Pues teniendo en cuenta el amplio espectro de
asuntos que abarca destacaré con Lipotvesky, filósofo y sociólogo francés que popularizó el término, que la condición posmoderna deviene por la crisis y ocaso de
los reguladores sociales y culturales de referencia, haciendo agua las
instituciones básicas garantes de la tradición, desde la religión al modelo de
familia, la escuela y la Universidad, o los sindicatos y la perspectiva de
clases.
La caída del
muro de Berlín como hito histórico en el umbral de los 90 viene a certificar el
hundimiento soviético y el fracaso definitivo de la ideología comunista como
adalid de la Revolución social y política que vertebró el convulso siglo XX.
Otros movimientos ascendentes recogerán el testigo alternativo de la lucha por
la justicia social cobrando especial protagonismo las reivindicaciones
identitarias en campos tan polémicos como la raza o el género.
Pero la
verdadera revolución va a ser la tecnológica. La llegada de Internet, la red de
redes, va a dinamitar los cauces tradicionales de la información y la
comunicación social a nivel universal. En un salto cuántico, lo local se vuelve
global y el teléfono móvil,-el iphone o sus primos chinos-, se convierte en la
primera pandemia del siglo XXI.
Por otra parte,
los avances científicos en el campo de la denominada “reproducción asistida”
también dinamitaron los cauces tradicionales de la procreación natural donde el
encuentro heterosexual era condición sine qua non para concebir un
embarazo y reproducirse la especie.
A su vez, la
conquista legislativa que supuso la legalización del matrimonio homosexual fue
un aldabonazo que abrió el espectro de los nuevos modelos familiares más allá
de la familia tradicional, esa que ahora ha venido a llamarse ‘patriarcal’. Y
con el patriarcado hemos topado mi querido Sancho. Y es un tema del que
habría mucho que decir y no tenemos tiempo.
Transcribiré
una de las múltiples definiciones que encontramos en internet que dice así: “En
un sentido literal significa el gobierno del padre. Históricamente el término
ha sido utilizado para designar un tipo de organización social en el que la
autoridad la ejerce el varón jefe de familia, dueño del patrimonio, del que
formaban parte la esposa, los hijos, los esclavos y los bienes. La familia es,
claro está, una de las instituciones básicas de este orden social”.
Obviamente no
voy a entrar a destripar los diferentes estratos que se dan en un concepto tan
fundamental y abigarrado como éste y con tantas perspectivas. Me ceñiré a
remitirlo elípticamente al tema que nos ocupa. La figura del padre en el
psicoanálisis. Y ahí toca distinguir la propuesta freudiana y la lacaniana.
Freud
será recordado en la historia del conocimiento por su tesis sobre la dimensión inconsciente
del psiquismo humano, y de la mano de tan trascendental concepto elaborará el
marco en el que se constituyen las claves de la subjetividad, el conocido como complejo
de Edipo, tan vituperado y malentendido en los tiempos que corren. Como
forma parte ya del acervo colectivo, simplemente destacaré el papel interdictor
del padre respecto a la relación fusional de la madre y el baby, que
constituirá la ley del incesto, esa Ley simbólica universal que Levy Strauss
designa como fundamento de la cultura y de la naturaleza humana en su texto ya
clásico Las estructuras elementales del parentesco.
Será Lacan
quien despliegue el concepto desglosando los llamados tiempos del Edipo,
en los que no entraré, pero sí que apuntaré a que distingue dos semblantes
del padre, el imaginario y el simbólico, con características bien diferentes
y sus correspondientes y decisivas consecuencias, además de proponer un enfoque
estructural que plantea el Edipo como una estructura dinámica cuyos
elementos ocupan unos determinados lugares. Así que las figuras
asignadas a los clásicos lugares establecidos por la familia tradicional, la madre
y el padre, pueden ser sustituidas por “funciones”, de manera que la
función madre o la función padre podrán ser sustentadas por cualquier persona
que las detente, independientemente de su sexo o de su género, asunto éste
fundamental para poder pensar la operatoria edípica en los nuevos modelos
familiares.
Aclarado esto,
si retomamos el hilo que veníamos desplegando respecto a “los tiempos que
corren”, esos que venían a alinearse con la tan traída posmodernidad y su
crisis de los valores y los referentes de la tradición, hay que decir que Lacan
se anticipaba un par de décadas, cuando allá por 1969, en plena resaca
sesentayochista, habló de la “evaporación del padre” a propósito de los
movimientos estudiantiles que apelaban a la revolución libertaria al grito de
eslóganes tan poéticos y subversivos como “Prohibido prohibir” y su
contestación indesmayable a cualquier tipo de autoridad. Así que la cosa viene
de lejos, aunque es en este último tramo histórico del cambio de siglo y por
las circunstancias que apuntábamos antes, que su efecto de aceleración exponencial
se hace sistémico, e, inevitablemente, todo ello va a reflejar sus efectos en
el campo de la clínica. Así que toca ya abordar el primer sintagma de la
ponencia que teníamos pendiente: la clínica psicoanalítica (en
los tiempos que corren).
Antes que nada,
hay que precisar que cuando hablamos de la clínica psicoanalítica nos referimos
a un modo de pensar la clínica psicológica singular y bien distinto del enfoque de la
psiquiatría hegemónica biologicista. Por más que Freud, discípulo aventajado de
Brucke, eminente fisiólogo representante del ala dura del positivismo, empezó
ejerciendo de neurólogo, conforme fue escuchando a sus histéricas, fue
alejándose del microscopio y haciéndole sitio a la palabra, y de ahí a los
entresijos del lenguaje y al relato singular de los acontecimientos de su vida.
Ese cambio de foco, de la biología a la biografía, cambiará la forma de
entender y abordar el malestar psíquico. Nada que ver pues con la psiquiatría
oficial, esa, como dice Fernando Colina, “absorbida por una marea
clasificadora que, con su aritmética taxonómica y su codificación abusiva, se
desentiende del sentido y contenido de lo que le pasa a la gente”. El DSM, con
sus casi 500 trastornos mentales tipificados, es su biblia laica y
supuestamente científica, aunque, como denuncian muchos autores, más que hacer
ciencia han caído en el cientificismo y de éste han hecho ideología, una
ideología muy rentable por cierto para la todopoderosa industria farmacéutica.
Pero obviamente tampoco podremos entrar en ese jardín, harto representativo de
los tiempos que corren. Me centraré en los cambios acontecidos dentro del
espectro clínico del propio psicoanálisis, contrastando la casuística de sus
orígenes con la emergencia de nuevas tipologías surgidas en los últimos treinta
o cuarenta años.
Si como
planteaba Freud, “el síntoma es una transacción entre el impulso y la defensa”,
es obvio que el síntoma va a estar condicionado por la modalidad de la defensa
operante, y que ésta, a su vez, vendrá condicionada por las características de
la época referida, es decir, por los ideales imperantes en un determinado
contexto histórico, esa instancia simbólica que Lacan vendrá a designar como el
Otro, entendido, entre otras cosas, como el código de valores que regulan
la relación del sujeto con sus objetos de satisfacción. En los tiempos de
Freud el Otro se caracterizaba por imponer el moralismo severo y represivo
de la moral victoriana reinante, y por ello mismo señalará a la represión
como la defensa característica de las neurosis, la modalidad estructural
de la mayoría del personal, siendo el síntoma neurótico una realización
encubierta del deseo inconsciente, y la Histeria y la Neurosis
Obsesiva las dos variantes de las llamadas neuropsicosis de defensa.
Citaré a Elisabeth
von R, un caso clínico de los primeros historiales freudianos, para
ilustrar su dinámica. Se trata de una joven aquejada de una astasia-abasia que
la impide caminar y que tras rastrear su historia Freud diagnosticará como una
parálisis funcional simbólica que acontece tras la muerte de su hermana y en su
funeral, contemplando al desconsolado cuñado, atravesarle fulgurante un
pensamiento: “Ahora él ya está libre y puede hacerme su mujer”. Deseo proscrito
e inaceptable para su conciencia que será reprimido y rechazado a su
inconsciente y sucedido por el síntoma. Y desgranando los detalles del síntoma
a nivel lingüístico, Freud desvelará que su parálisis funcional expresa la
prohibición, somatizada mediante conversión, que le impide “dar ese
paso” indigno. Y será la elucidación y verbalización de ese deseo inconsciente
lo que hará desaparecer el síntoma. Así pues, el mecanismo patogénico se
resumiría en: deseo moralmente inaceptable – represión del mismo al
inconsciente – emergencia del síntoma simbólico. Hay que tener en cuenta que la
tal represión del deseo indebido es una reedición metamorfoseada del conflicto
edípico en donde la función paterna prohíbe el deseo incestuoso, que es
reprimido al inconsciente, constituyendo la dinámica básica de la clínica
neurótica.
Dicho esto,
regresamos a la actualidad, es decir, a “los tiempos que corren”, para
dejar constancia de una clínica que no responde a esa dinámica y que viene
recibiendo diferentes nombres, desde los llamados “Nuevos Síntomas” como
los denomina Miller, el yernísimo, a la “Clínica del Vacío” que propone
mi admirado Mássimo Recalcati, y que nos deja por fin ante el tema que
nos convoca. Y me remitiré a Recalcati y su texto homónimo, en el que nos
presenta un abanico de cuadros donde cita de forma un tanto desordenada a la
anorexia y la bulimia, las toxicomanías, los ataques de pánico, la depresión, el
alcoholismo y las psicosis ordinarias, mencionando su vecindad con la clínica
borderline y su dimensión narcisista. Este batiburrillo nosológico y fenoménico, que ni la fiesta de Blas, lo va a oponer a la que él llama Clínica de la
Falta, que en realidad sería otra forma de nombrar a la clínica del
deseo que recién venimos de ver que teoriza Freud a propósito de Elisabeth
von R, es decir, una clínica relativa al deseo inconsciente reprimido y al
síntoma en su condición de formación metafórica sustitutiva.
Lo que
caracterizaría a esta nueva clínica, a estos nuevos síntomas, es precisamente
su ausencia de valor metafórico, es decir, su falta de valor simbólico, es
decir, su falta de mensaje cifrado al Otro.
¿Y eso por
qué?, sería la pregunta obligada. Y para responder a esa pregunta vendría toda
la exposición que hicimos previamente sobre “los tiempos que corren”, esos que
caracterizábamos como los del “ocaso del Padre” y su función simbólica. Porque el
Otro contemporáneo ya no es el hipermoralista normativo de Freud. La
cultura del esfuerzo y el sacrificio fue borrada del mapa por el neocapitalismo
rampante que rechaza el límite, la falta y el deseo, pues apuesta de forma
descarada y sin freno por el goce del exceso y del Todo Es Posible. En la
amoralidad posmoderna la nueva religión es el hiperconsumismo urgente y su
templo el megacentro comercial un viernes por la tarde o, más posmoderno
todavía, el encanto irresistible de Amazon, que ni el genio de la lámpara, pues
da igual lo que le pidas que te lo lleva a tu puerta, mañana no, ayer, y sin
gastos de envío.
Así pues, la
dimensión simbólica del Otro palidece y se transmuta en un Otro que promueve
el goce ilimitado del objeto, descarriando al sujeto de la senda del deseo,
esa que siempre está atravesada por el límite. Y este desleimiento del código
del deseo es lo que le abre la puerta a esa creciente manifestación de la
pulsión. Y, atención, pues como quien no quiere la cosa, acaba de aparecer
la estrella de la función.
¿De qué
hablamos cuando hablamos de la pulsión? ¿Es lo mismo que el deseo? ¿Sí?, ¿No? Y
en tal caso ¿qué les diferencia? Bueno, ya os anticipo que este asunto es un
temazo que nos confronta directamente con el fenómeno del Bacalao. ¿El
qué? El Bacalao, que es mi forma de referirme al malentendido conceptual que
campa a sus anchas en el discurso psicoanalítico y que hoy por ti y mañana por
mí, si te he visto no me acuerdo. A mí, personalmente, me dispara todas las
alergias.
Así que toca
aclarar y distinguir en lo posible estos dos conceptos fundamentales que con
frecuencia se manejan como si fueran sinónimos sin serlo, y de esa guisa
tenemos servido el lío. Pero elaborar esa diferencia conceptual como Dios manda
precisaría de un tiempo del que no disponemos, luego, no queda otra que la
ultra síntesis en modo Matrix.
Veamos: Freud,
inicialmente, designó con el término deseo (en alemán ‘wunsch’) el
anhelo o impulso psíquico hacia el objeto. Años después introduciría el término
pulsión (en alemán ‘trieb’) que define como “concepto límite entre lo
psíquico y lo somático”, para referirse al mentado impulso, pero incorporando
con la nueva nominación la dimensión somática en juego. Será un deslizamiento
sutil que con Lacan se radicaliza, quedando reservada para la pulsión la
vertiente energética-afectiva-somática y restando para el deseo la dimensión
psíquica, es decir, simbólica significante. Y añadirá que el destino energético
de la pulsión será significantizarse y acceder a su condición de deseo. Hay que
decir que, en términos de Lacan, el campo somático energético de la pulsión se
correspondería con el registro de lo Real, y el campo significante del
deseo con el registro Simbólico, pero este asunto de los registros mejor
lo dejamos para la próxima reencarnación.
¿Y para qué nos
sirve todo este chute en vena de teoría freudo lacaniana? Pues para poder
comprender y situar nosológicamente todo ese campo clínico tan disperso y
bizarro que veníamos a conocer como Nuevos Síntomas o Clínica del Vacío. Y con
todo este farragoso bagaje conceptual que venimos de sintetizar, estamos en
condiciones de intentarlo pues, con suerte y un poco de imaginación, ya estáis
en condiciones de entender la diferencia que hay entre aquellos síntomas que
afectan al cuerpo cargados de un sentido (recordad la parálisis funcional de
Elisabeth von R) y que llamaremos semánticos, simbólicos o metafóricos y que se
corresponden con la llamada clínica del deseo, y aquellos otros que en
su somaticidad están por fuera del sentido y que componen una clínica que, frente
a la inanidad nosológica de una etiqueta como ”los nuevos síntomas” o de
alternativas más o menos crípticas del espectro lacaniano,-clínica de lo real,
clínica del objeto @-, propuse designar por pura lógica y economía conceptual
como clínica de la pulsión, pues atañe a las consecuencias resultantes
de los trastornos acontecidos en el circuito libidinal en el que la pulsión,
destinada tras significantizarse y psiquizarse a convertirse en deseo, puede
sufrir distintos avatares que obturen dicha transcripción, viéndose abocada, al
anegarse el cauce simbólico, a manifestarse por otros cauces no metafóricos que
afectarán al cuerpo, dando distintas formas clínicas según que el trastorno
curse:
-por
la vía del afecto y tendremos la angustia como es el caso de la Agorafobia
Vera o de la clínica del Trauma, también llamada clínica del
pánico, característica del Trastorno por estrés postraumático.
-por
la vía del dolor y tendremos la Fibromialgia
-en
forma de lesión y tendremos el Fenómeno Psicosomático
-o
por la vía de la conducta, es decir, la pulsión en forma de impulsión,
también llamadas “prácticas de goce", y ahí nos encontramos las Adicciones,
las Autolesiones y los Trastornos de la Conducta Alimentaria (Obesidad,
bulimia y Anorexia, aunque en propiedad en esta se jugaría la privación).
Y así ordenados,
pese a su amplitud fenoménica, componen un campo clínico congruente y
frecuentemente intersectado. Para ilustrarlo terminaré presentando una viñeta
muy didáctica que nos ofrece la película Precious, la historia de una
adolescente muy, pero que muy obesa, que además ha sufrido abusos sexuales por
parte de sus padres desde muy chiquita hasta la actualidad en la que se halla
embarazada de su segundo hijo fruto de la violación sistematizada de un padre
drogadicto que ya no convive en la casa. Ella sí convive con una madre
despótica que la usa y la abusa sistemáticamente sin que ella muestre ningún
atisbo de rebeldía. En ese panorama tan traumático ella sólo encuentra refugio
en un mundo privado de fantasías compensatorias, en una ingesta desmedida y,
por fin, recientemente, en una academia educativa para casos “especiales”. Allí
conocerá a la señorita Rain que con pasión y sabiduría la confrontará con el
valor del límite y de la palabra y desde un acogimiento respetuoso le irá
acompañando en un laborioso proceso de subjetivación. Tras sugerirle la
conveniencia de que interrumpiera su embarazo, o, de llevarlo a término, darlo
en adopción pues no podría atender adecuadamente a la criatura ni a sí misma,
Precious se afirma en su deseo de llevarlo adelante pues, dice, “no hay nada
mejor para un niño que estar con su madre”. Y con esa decisión contracorriente, le da un
sentido a su vida. Tras dar a luz y sufrir un violento episodio con su
desquiciada madre, huye de la casa con su bebé. La película termina con una
conversación con su madre meses después en presencia de una trabajadora social
en la que por fin toma la palabra y le planta cara. Cierra con un “Nunca
volverás a verme”. Y tomando a sus dos hijos, se va, pero ésta vez sin huir, dejándola
atrás para siempre.
Así pues,
podemos constatar que el síntoma cardinal de esta mujer, una obesidad mórbida,
no es un síntoma metafórico, sino una respuesta pulsional desaforada, una
hiperfagia compulsiva, como vía de conjugar la angustia resultante del
traumatismo por abuso y maltrato crónico en un contexto, esos padres perversos,
de absoluto desamparo simbólico. Será a través del encuentro con la maestra que
la acoge, la reconoce y la instruye, es decir, que la nutre simbólicamente, que
Clareece, pues así se llama la muchacha, se podrá encontrar a sí misma y su
lugar en el mundo.
Aprovecharé
para decir que este tipo de intervención que despliega la señorita Rain
constituye lo que yo vengo a llamar una pedagogía del límite. Es decir, un trabajo centrado en la
elucidación y adquisición del límite simbólico como herramienta brujular
imprescindible para la adecuada constitución subjetiva. Pero ese sería otro
cantar que hoy ya no podremos abordar. Me conformo con dejar bocetado
esquemáticamente mi visión personal de la clínica psicoanalítica en los tiempos
que corren, y confiar en que a alguno de los presentes le haya servido de algo
soportar pacientemente mi sermón bienintencionado. Gracias por su atención.
Javier Arenas / Bilbao, Abril 23