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sábado, 14 de febrero de 2015

¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?






Ahora que casi todo lo mensurable ha sido medido, contabilizado, cuantificado, shareizado y no sé cuántas cosas más por mor de las estadísticas, seguramente alguien habrá establecido el Top Ten de las palabras y en ese Olimpo sustantivo no creo que me equivocaría mucho si apostase que el podio lo coparían Dios, Dinero y Amor, aunque no necesariamente por ese orden.

De esa supuesta tríada con ecos copleros, de la que se cayó la Salud y se aupó Dios, porque siempre ha habido clases, me voy a atrever a comentar el tercer término, es decir, el amor. Y digo “atreverme” porque siento un atrevimiento abordar una cuestión tan compleja y al mismo tiempo tan manida, sin caer además en la banalidad, la jerigonza o el sentimentalismo.

Del inabarcable arco de abordajes posibles me ceñiré a la parcela que cultivo, es decir, la mirada psicoanalítica, y más en concreto, la mirada lacaniana.
Acotado el campo, veamos cómo está el patio.

“¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?”

Es el título incontestable de un libro de relatos por lo demás olvidados que publicó Raymond Carver en 1981. Estandarte del Realismo Sucio, más allá de un clima irrespirable de alcoholismo y desamor no recuerdo ni sus tramas ni sus personajes, pero esa pregunta resuena candente en mi memoria literaria, y resulta ineludible contraseña para acceder al ámbito que pretendemos explorar hoy.

¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?

Amor es un concepto polisémico de fronteras borrosas con sus vecindades semánticas: afecto, pasión, eros, libido, deseo y pulsión y un buen etcétera abierto al gusto de cada cual.

Pero en el pentagrama lacaniano nos limitaremos a deslindar y articular la tríada amor, pulsión y deseo en congruencia con el prisma trinitario que componen el marco de los tres registros, Real, Simbólico e Imaginario y que representa topológicamente  anudados en el conocido como Nudo Borromeo.

Ya sé que para el no iniciado ha de sonar como un paradigma oscuro y críptico. He de confesar que para algunos iniciados, entre los que me encuentro, a veces también.

Como sería tarea ilusa y abstrusa pretender siquiera hacer una mínima introducción teórica al uso, optaré por la vía parabólica que el cine nos ofrece y tomaré prestada para la ocasión esa estupenda versión que Jean-Jacques Annaud nos regala de esa obra icónica de la literatura moderna que es El nombre de la rosa de Umberto Eco. Y digo “estupenda versión” porque condensar en dos horas un tocho de casi ochocientas páginas no es tarea fácil, y tomarse la licencia afortunada de cambiar drásticamente algunos elementos argumentales, nos va a permitir sustentar la reflexión que propondremos.

Prescindiré de toda la trama detectivesca que anima a la obra y de su contexto político-socio-cultural, para centrarme en un hilo aparentemente secundario, aquel que refleja lo que de relato iniciático la novela recoge. Porque sí, de relato de iniciación se trata aquel que nos habla de cómo Adso de Melk (Cristian Slater), un joven novicio discípulo de fray Guillermo de Baskerville (impagable Sean Connery) se encuentra con la mujer, y sus derivas.

Recortaré tres breves escenas que jalonan una historia inolvidable:

El encuentro
Investigando en secreto una noche las cocinas del monasterio y para no ser descubierto por un fraile, Adso se esconde tras unos sacos y allí, para su sorpresa, se encuentra con una joven también oculta, y con su mirada atónita, un relámpago en la oscuridad, que en su perplejidad le hace preguntarse: 

¿Quién era ella?¿Quién era esa criatura que había aparecido como la aurora, tan embrujadora como la luna, tan radiante como el sol, y tan terrible como un ejército dispuesto para el combate?

Y  después la tormenta. Una avalancha de pasión furiosa y muda que le arrolla en su oleaje y le hace ola. Puro sexo. Puro instinto. Un lenguaje atropellado de gestos sin palabras. Diálogo de cuerpos y gemidos. Agonía y éxtasis. Epifanía.

La conversación
En la penumbra oscura de la habitación que comparte con su maestro, un Adso atribulado pide confesión y aquél le invita a que primero hablen como amigos. Es un hermoso diálogo del que entresaco algunas frases que transcribo de memoria:

A.M.- ¿Maestro, habéis estado enamorado?
G.B.- Oh, sí, muchas veces, de Aristóteles, de Ovidio…
A.M.- No me refiero a eso, sino a…
G.B.- ¿No estarás confundiendo amor con lujuria?
A.M.- Tal vez, no lo sé. Yo solo deseo su propio bien, que sea feliz, salvarla de su pobreza…
G.B.- ¡Oh, cielos, estás enamorado!
A. M.- ¿y es eso malo?
G.B.- No necesariamente
A.M.- Pero maestro, ¿no dijo san Agustín: "Ama y haz lo que quieras"?
G. B.- Sí, pero "ama a Dios!", Adso, ¡a Dios!


El soliloquio final
En el epílogo de la historia, tras el aquelarre final, Guillermo y Adso emprenden su viaje de vuelta y abandonan la Abadía. En una vuelta del camino ella le sale al paso. El detiene su montura. Otra vez ese diálogo de miradas y de silencios. Ella le reclama con intensidad contenida desde el pozo de sus ojos. El duda. Vuelve su vista al maestro que adelantado reemprende el camino sin volverse. Es un largo instante de indecisión y lucha interna. Ella le coge la mano y se la besa con delicadeza y él, lentamente, se desprende de ella y con una mirada de profundo dolor azuza al asno para seguir los pasos de su maestro. Una cámara cenital nos muestra el sendero que circula por esas cumbres alpinas mientras la voz de un Adso anciano y crepuscular nos confiesa:

Jamás me arrepentí de mi decisión. Mi maestro me enseñó muchas cosas sabias, buenas y verdaderas…sin embargo debo confesar que de todos los rostros que conocí en mi vida, aquél que veo con más claridad es el de la muchacha con la que nunca he dejado de soñar a lo largo de todos estos años. El único amor terrenal que tuve en mi vida, aunque jamás supe ni sabré su nombre.

Con este conmovedor final se cierra una película que les recomiendo revisitar.
Y ya presentado el material afrontaremos la tarea que nos propusimos, distinguir y establecer las diferencias estructurales que subyacen entre los tres conceptos referidos.

Diremos que la viñeta del Encuentro nos permite ilustrar el concepto de Pulsión, aquel empuje que llamamos “sexual”, en su dimensión eminentemente corporal, donde el juicio queda suspendido y sólo resta que entregarse al goce de la experiencia, de esa fuerza acéfala que persigue su satisfacción sin demora.

Al objeto de la pulsión le dicen objeto parcial y puestos a ubicarla en la trinidad borromea sería prevalente su dimensión real.


La segunda viñeta mostraría el campo del amor y sus variantes, desde el amor a Dios hasta el amor a una mujer, pasando por el amor a la sabiduría y a otros ideales, porque esa es la naturaleza del amor, su relación con el Ideal, su condición de objeto total o completante, la famosa media naranja de nuestros sueños, que irremediablemente antes o después revelará faltarle un gajo al menos.

El amor es ubicado en el territorio imaginario, y estoy de acuerdo en tanto que referido a la modalidad recién descrita, pero que yo  denominaría enamoramiento, a distinguir de esa otra modalidad que podemos llamar amor oblativo, ese donde la renuncia y el límite desalojan a la fusión y a la completud, como puede ser el amor de madre, aunque no cualquier amor materno nos vale, y tomaré como referencia a aquella que Salomón descubre en su verdad al desenvainar su espada. Y ahí tendríamos que reconocer, aunque no cuadre, la dimensión simbólica del amor.


Y es en esa secuencia final que Annaud nos regala, pues un regalo es que deje vivir a la muchacha ya que en la novela original moría quemada en la hoguera por la Inquisición, la que nos propicia la oportunidad de despejar la condición del deseo como el anhelo interminable de un objeto, para siempre y desde siempre, perdido.

La pérdida, la falta, como motor de vida (pulsión de vida le llamaba Freud), empuje en pos de una Itaca añorada, en cuya búsqueda lo que realmente importa es el viaje.

Es esa condición de atravesado por la falta e inexorablemente insatisfecho la que le confiere al deseo su dimensión intrínsecamente simbólica.

Si afinamos más, la escena nos muestra alegóricamente la tesitura edípica, donde el sujeto debe renunciar al goce de la Cosa/Madre para poder recorrer el pedregoso sendero del deseo propio…alentado por esa figura paterna que nos convoca a seguir haciendo camino unos pasos adelante.

Así presentadas y distinguidas las dimensiones deseante, pulsional y amorosa del sujeto hay que decir que pueden conjugarse de diversas maneras, confluir o disociarse, pero siempre en su complejidad, antes o después, van a estar irremediablemente tironeadas por el conflicto. La vida misma.

No quisiera parecer pesimista y aguarle la fiesta a San Valentín, así que cerraré la función con un par de citas motivantes.

La primera es de Lacan y dice así:

Sólo a través del amor puede la pulsión (el goce) condescender al deseo

No me pidan que se la explique ahora. Lo dejamos para mejor ocasión.

La segunda es de la Banda de los Corazones Solitarios, y no sé bien si es una sentencia o una bendición. Reza así:

“All you need is love”

Amén.   



        En Mamouna, el día de San Valentín, 14 de febrero de 2015