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viernes, 26 de enero de 2024

LA(S) ANOREXIA(S


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       Supongo que todos recordaréis las imágenes que estremecieron al mundo de una joven anoréxica desnuda publicitadas por Benetton allá por 2007. Su impacto era tan brutal que fueron prohibidos los grandes carteles que la anunciaban en las calles de Milán con ocasión de un salón de Moda. Era un esqueleto viviente llamado Isabelle Caro, modelo de 25 años que falleció tres años después. En un blog contaba su historia y su calvario al que llamaba Anna, la anorexia. Cito de un artículo publicado en El País. Su dieta consistía en un poco de líquido, algo de chocolate y dos pastelitos de fresa. “Esperaba con impaciencia a que llegaran las cinco de la madrugada, hora a la que me concedía el derecho a beber por fin unos tragos de coca-cola light y mis dos tacitas de té que degustaba en una suerte de ritual eufórico…[…] Rechazaba todo deseo, todo placer; nociones prohibidas en mi vida, que iba en busca de la perfección de un ideal de pureza”.

       Sírvanos este breve testimonio, como podrían ser tantos otros, de carta de presentación de esta dolencia singular y enigmática que desde su espanto silencioso nos grita e interpela como sociedad y como profesionales. ¿Qué espíritu demoníaco habita a estas jóvenes que en su arrebato transfigurador les conduce por los lindes de la muerte?

       Puede ser una buena idea hacer un poco de historia guiados por Nicolás Caparrós e Isabel Sanfeliú3 en su La anorexia, una locura del cuerpo.

       Y es así que nos cuentan que Galeno, en el siglo I, cita a Hipócrates refiriéndose a “Los que rehúsan el alimento son llamados anorektous, que significa ‘los que carecen de apetito’ o ‘evitan el alimento’. Desempolvando la etimología, Baravalle nos señala que la palabra anorexia está compuesta por un prefijo negativo ‘an’, y el verbo ‘orexo’ que significa ‘tender’, ‘desear a alguien’. Ninguna mención a la ingesta. Son pues anoréxicas aquellas personas que no desean, que no tienden.

      […] El ayuno, antes de integrarse en el nódulo central de este cuadro, ha pasado por múltiples alternativas debidas ante todo al espíritu de la época (Zeitgeist): implicó una connotación de santidad, después, de posible posesión diabólica, más tarde de magia y acaso simulación, para terminar siendo reducto de una medicina más o menos psicologizada.

       […] ¿Por qué se ayuna? El ayuno provoca omnipotencia y confusión subversivas: la negación y frustración del cuerpo junto con la aspiración a la inmortalidad, a la comunión con el objeto idealizado en permanente contigüidad con la muerte. Éxtasis y eternidad, caos y destrucción. Al poner a prueba en su límite las leyes de lo biológico, los apoyos psíquicos se tambalean y surge la vivencia inefable de triunfo sobre lo contingente. La renegación de lo pulsional está en la base de la perfección soñada, de la superación del conflicto. La privación del alimento deriva en un sentimiento maníaco de control del cuerpo: En los ayunos ascéticos esta vivencia se matiza con la sublimación, en la anorexia se exacerba a través de una patología narcisista” (pág.21).

       Y para despedir a estos autores citaré unas líneas en las que empieza corrigiendo a Hipócrates: “El paciente anoréxico, preciso es decirlo, no sufre de falta de apetito, y está aquejado de un peculiar control sobre sí mismo. Los rasgos más característicos que troquelan esta compleja conducta son:

   a) El miedo, que a veces degenera en pánico, a engordar, incluso en aquellos casos en los que el peso está ya por debajo del promedio.

   b) Vivencias distorsionadas en lo relativo a la experiencia ponderal y a la imagen del cuerpo.

   c) Rechazo a mantener el peso por encima del mínimo que se considera normal (pág.20).

  

     Y ya cerrado el texto, me debato en cómo continuar. ¿Abro nuevos textos? ¿Sigo sumando más información? ¿Amontono más ítems y más datos? ¿Entro a saco en los desarrollos lacanianos, algo que me produce a la vez tedio y vértigo? ¿Para qué? ¿Qué gano aturdiéndoos más vuestras mientes? Y se me ocurre, querida tripulación, que podría estar bien hacer un breve receso en la exposición, elaborar una síntesis brujular de lo recién visto y despejar los hilos conductores que articulan el material expuesto. Luego, desde ahí, ya veremos. Vamos allá pues.

 

Una lectura brujular

       Parémonos a pensar en los rasgos que venían a destacar Caparrós y Sanfeliú como los más característicos de la conducta anoréxica, aunque donde dicen tres, bien podrían haber listado cinco o n, basta asomarse a las listas infinitas del DSM. Pero centrémonos en estos tres e interroguémoslos.

       Empecemos por a) ¿Por qué ese miedo-pánico a engordar? ¿Qué significa para ella coger esos kilos? ¿Qué sentido tiene ese horror al peso? Hay algo ahí que va más allá del capricho estético o la coquetería ¿no? Algo loco. ¿Y qué es lo loco sino lo que no quiere saber del límite? Lo cual nos lleva directamente a c) y el rechazo al peso normativo, es decir, al peso normal, esto es, a la Norma. Lo cual nos va demarcando un escenario reconocible. Dijimos desde el principio que en la conducta anoréxica subyacía un problema vincular. Es decir, algo grave ocurre entre esa madre y su baby que se juega dramáticamente en la interacción que supone el acto alimenticio, y obviamente el cachorro tiene poco que decir. De entrada, le viene todo dado, y es obvio que ‘eso’ que la madre le da no debe de ser muy saludable; es lo que tiene la ‘mala leche’. Así que habría que indagar en la madre y su propia historia. Un mundo. Aquí cobra sentido la sentencia lacaniana de “un problema con el otro en el campo del Otro", dando a entender que en el problema concreto de la interacción entre ese baby y esa mujer que es su madre, entran en juego unas variables que los sobredeterminan y que apuntan a un déficit simbólico.

       ¿Y qué pasa con b)? Esa distorsión ‘loca’ de la imagen corporal es la consecuencia lógica del trastorno de la función especular en el estadío del espejo, ni más ni menos que allá donde se configuran los cimientos de la identidad, los primeros atisbos del Yo. La falla del narcisismo trófico es una carencia que se arrastrará siempre en mayor o menor medida. La anorexia es uno de sus síntomas más graves. La bulimia es su reverso. Por eso se dan con tanta frecuencia imbricados ambos cuadros. La anorexia mostraría la cara defensiva del conflicto y la bulimia su lado compensador.

       Pero ¿de qué conflicto hablamos? No quiero anticiparme a las tesis de Lacan, así que siguiendo a Caparrós y Sanfeliú recojamos su reflexión sobre el ayuno y cómo la privación del alimento provoca un sentimiento maníaco de control del cuerpo, ni más ni menos que estar por encima de la necesidad, esa pleitesía al régimen de naturaleza, y claro, cómo no, “un sentimiento de omnipotencia y confusión subversivas”. Esa omnipotencia es el resultado del desafío al Otro totipotente de la infancia, un órdago adolescente que deja atrás su impotencia y dependencia infantiles para autoafirmarse en su radicalidad autosuficiente. Pero esa apuesta por la ‘independencia’ del Otro, va más allá de sus padres, y es una confusión fatal que la aboca a la deserción de lo social y a la soledad más absoluta, una vez desvanecido el espejismo alienante de su tribu de “iguales”.

       Volvamos a Isabelle Caro, anoréxica desde los trece años, hija de una madre muy posesiva y un padrastro ausente. Es a los 25 años cuando decide colaborar en la campaña contra la nueva epidemia juvenil y muestra su cuerpo esquelético desnudo, patético saldo de su romance letal con ‘Anna’, que es como ella llama coloquialmente a su ‘calvario’. En la entrevista nos describía con detalle el “ritual eufórico” que se permitía ingerir …¡a las cinco de la madrugada! -¡¿estamos locos o qué?!- dejando constancia de la autarquía de su goce en esas prácticas alimenticias” fuera de las leyes y los hábitos de la comensalidad corriente.

       Y es la primera vez que he mencionado el término de goce, porque se me ha escapado, pero viene bien y a cuento para dar cuenta de su “rechazo a todo deseo y todo placer, nociones prohibidas en mi vida, que iba en búsqueda de la perfección de un ideal de pureza”. Y en esta afirmación se condensan cientos de farragosas páginas mareadoras de perdices. En realidad, ya estaba implícito desde la etimología, donde decíamos que “son anoréxicas personas que no desean, que no tienden a”. Y aquí se hace pertinente toda la distinción entre el impulso al goce y el deseo que desgranamos en su día con su bacalao correspondiente, bacalao que sigue vigente y pululando por doquier, y sírvanos de muestra la declaración de C y S cuando dicen que “la renegación de lo pulsional está en la base de la perfección soñada”. Caparrós no es lacaniano sino ‘analítico vincular’, así que se entiende su planteamiento, pero desde una perspectiva brujular tendremos que precisar que es la ruta deseante representacional la que está ‘renegada’, y que será en términos pulsionales como se jugará el conflicto, concretamente por la vía de la privación. Y que ese rechazo de la ruta deseante es consecuencia directa del rechazo de la falta en el Otro, es decir, del límite simbólico. Y, consecuentemente, la persecución de ese ideal de pureza se juega en régimen imaginario, es decir, territorio del Yo ideal -o Ideal Tirano- y de ahí sus callejones sin salida, porque todos sus movimientos no son más que falaces escapatorias.

       Así pues, mil bazas diferentes, infinidad de combinaciones contingentes y palos de distintos tipos, pero, a fin de cuentas, brújula en mano, sota, caballo y rey. No lo olvidéis.

       

sábado, 2 de diciembre de 2023

Aviones Plateados

         



          Escucho en la lista de novedades que me surte cada semana Spotify una vieja canción, "Aviones Plateados", de El Último de la Fila, una nueva versión recién salida del horno. Hay algunas diferencias respecto a la versión original,      -ha ralentizado un poco el ritmo, ha moderado su amarga intensidad y ha desleído su duende moruno- pero sigue siendo una canción irresistible de amor perdido y despecho auto infligido -"credenciales de posesión, ¡qué tontería!"- y un retrato doliente con pinceladas fotográficas de la soledad de una habitación con vistas: "Veo tu casa desde mi mi balcón. Chimeneas y tu ropa al sol. Aviones plateados rozando los tejados. Vestido y en la cama vigilo tu ventana...". Y no sigo, porque seguro que los de mi quinta os la sabéis de memoria, y los que no, ya estáis corriendo a darle la vez. Bueno, en pro de mi objetivo, citaré una última frase, precisamente la que va a continuación: "Miro libros de pintura que robé. No tengo hambre, hoy no comeré..."

          Y aquí viene lo bueno. Resulta que como quién no quiere la cosa ha habido un cambio que casi me pasa desapercibido pero no, pues va Manolo García y canta: "Miro libros de pintura que compré". Ahí queda eso. Ya está. No hay más. Ni menos. Sólo un trueque verbal. Una palabrita de nada. Un afeite aseado: 'compré' por 'robé'. Y todo arreglado. A otra cosa mariposa y aquí no ha pasado nada. O sí. O a mi me lo parece. Será deformación profesional, "las cositas del significante", ya sabes. Mira que eres pejigueras. Pues sí, vivo de eso, y creo en eso. Vaya, te estás poniendo profundo. Sólo es una canción de amor. No, querido. Ya no estamos hablando de eso. Hemos cambiado de partido y de juego. Ya no se trata de una operación nostalgia por la banda sonora de mi juventud. Se trata de aguzar la escucha y alzar el dedo para no dejar pasar impunemente  ante nuestras narices el virus contagioso y chirlero de la pandemia Woke. ¿Mande?

          Bueno, tomo nota de que acabo de introducir un palabro que merece una mínima aclaración, y aunque es posible que la mayoría ya lo conozca, porque la peña anda muy puesta, seguro que hay otros que no, así que siguiendo la ola inclusiva que nos arrastra le daré un vuelta y vuelta para que podamos entendernos mejor -o por lo menos intentarlo-.

          Lo woke -pronúnciese güok- es un término muy en boga en el discurso cultural norteamericano que ha cogido vuelo político en los últimos años y en los twenty arrasa y se hace trending topic y salta el charco, y aquí estamos, chopados y sin enterarnos. La verdad es que todo va cada día más rápido, el bendito móvil y las redes imponen su urgencia por ley. 'A toda mecha' se quedó corto, y los mensajes, en su compulsión centrífuga, se vuelven casi desaparecidos, como Manu Chao que cuando llegaba ya se había ido, volando vengo, volando voy.

          Así que sin prisa pero sin pausa, que diría aquél, diré que lo woke es la forma cool de referirse a lo "politicamente correcto" (p.c.), aquel movimiento que desde las buenas intenciones nos conmina a un enjuague de boca revisionista que J.F. Garner parodia ácidamente en su versión p.c. de los cuentos infantiles: "Cuando Blancanieves despertó vio ante sí los rostros de siete hombres barbudos y verticalmente limitados que la contemplaban inmóviles alrededor de la cama...",-bye, bye forever mis queridos enanitos-, o la propuesta del Museo Británico de sustituir el término "momia" por "restos momificados" dadas las resonancias colonialistas del primero o sus connotaciones de 'monstruo' horripilante en obras de ficción, mientras se despiporra en su sarcófago Tutankamon. Y diez mil ejemplos más, desde los más estrepitosos a los más subliminales, los más peligrosos, porque es en lo sutil y lo minúsculo donde anida invisible el bicho invasor, acordaros del puto virus pandémico.

          Así que mucho ojito con el birli birloque del Último de la Fila que citábamos más arriba. ¿Qué sentido tiene cambiar "libros de pintura que robé" por "libros de pintura que compré"? ¿No darme malas ideas? ¿No fomentar en mí los bajos escrúpulos? ¿Incentivar el alicaído negocio editorial? ¿Apoyar a las pequeñas librerías? Pues vamos apañados. El neopuritanismo rampante resopla a babor.

          Francamente me parece una infantilización moralista que me pilla viejo. Un buenismo peligroso que con sus mejores propósitos inocula ese otro virus, el de la censura, contra ese bien tan arduamente conquistado como es la libertad de expresión. Antes fueron los curas y sus rombos y ahora la policía del pensamiento molón. Antes las tres Ave Marías de penitencia y ahora la ominosa Cultura de la Cancelación. Glups. Y lo más jodido es identificarse con ella. Hacerla propia. La autocensura es la novia chunga del Superyó.

          ¿Qué te pasó Manolo? ¿O fuiste tú Quimi? Para no caer en agravios comparativos, dejémoslo en cosa de los dos. Me cuesta entenderlo. Me cuesta creérmelo. Me sabe a derrota, vuestra y mía. Derrota de una generación que crecimos soñando con la libertad y el rock.   El cuento de la criada, esa distopía siniestra, ya no suena tan disparatada. Y al Big Brother de Orwell yo lo imagino con la cara de Elon Musk.

          En fin. Ya está bien por hoy. Me quedo con otra de vuestras flechas de belleza afilada:

          "Retales de mi vida. Fotos a contraluz. Me siento hoy como un halcón, herido por las flechas de la incertidumbre" (Y a ver quién que la conozca se resiste a cantarla).

          Salud

                                                                               
                                                                                         Mamouna. Diciembre 2023

domingo, 30 de abril de 2023

La clínica psicoanalítica en los tiempos que corren

 



 

      Abordar en media hora el tema que intitula mi ponencia es una osadía ingenua por no decir un despropósito, pues daría para unas Jornadas enteras por sí solo. Así que partiendo de la imposibilidad del propósito intentaré una aproximación básica a tan vasto tema apuntando esquemáticamente a un mínimo desplegamiento y ordenamiento de sus elementos.

      Para ello sería preciso explicar algunos conceptos teóricos que hicieran inteligible la propuesta, pero dada mi experiencia previa en el Congreso de Málaga, donde tras mi ponencia sobre “El narcisismo del terapeuta” fui reconvenido públicamente por Miguel, el ingenioso maestro de ceremonias, que me dedicó aquel ocurrente “Javier Arenas, tío, no se te entiende nada”, me asaltan serias reservas al pensar en cosechar de nuevo similar reconocimiento. Aún así, y simplificando todo lo posible, me liaré la manta a la cabeza y correré el riesgo.

      El título de marras comprende dos sintagmas bien explícitos: Uno, “la clínica psicoanalítica”, y dos, “los tiempos que corren”, ligados por una preposición, ‘en’, que los ubica. Empezaré por el segundo.

      De “los tiempos que corren”, habría que decir que más que que corren, vuelan, dado el frenesí desquiciadamente acelerado de cambios que se llevan sucediendo. Cambios de todo tipo, desde el marco económico al tecnocientífico, el geopolítico, el ideológico y el individual. Configuran una verdadera y novedosa weltanschauung, y perdonen el palabro, pero le tengo cariño porque además de ser el que más se ajusta a lo que estamos hablando, tiene un pedigrí sonoro y filosófico imbatible. Es un término alemán que significa “forma de concebir el mundo y la vida”, también traducido como “cosmovisión”. Hay que decir que estos tiempos tan galopantes han sido designados con diversos nombres, desde la “modernidad líquida” de Bauman a la Hipermodernidad como la cita, entre otros, Recalcati o la Tardomodernidad del inevitable Byung Chul Han, pero el que se ha terminado imponiendo mayoritariamente es el de la posmodernidad.

      ¿Qué podemos decir de la posmodernidad? Pues teniendo en cuenta el amplio espectro de asuntos que abarca destacaré con Lipotvesky, filósofo y sociólogo francés que popularizó el término, que la condición posmoderna deviene por la crisis y ocaso de los reguladores sociales y culturales de referencia, haciendo agua las instituciones básicas garantes de la tradición, desde la religión al modelo de familia, la escuela y la Universidad, o los sindicatos y la perspectiva de clases.

      La caída del muro de Berlín como hito histórico en el umbral de los 90 viene a certificar el hundimiento soviético y el fracaso definitivo de la ideología comunista como adalid de la Revolución social y política que vertebró el convulso siglo XX. Otros movimientos ascendentes recogerán el testigo alternativo de la lucha por la justicia social cobrando especial protagonismo las reivindicaciones identitarias en campos tan polémicos como la raza o el género.

      Pero la verdadera revolución va a ser la tecnológica. La llegada de Internet, la red de redes, va a dinamitar los cauces tradicionales de la información y la comunicación social a nivel universal. En un salto cuántico, lo local se vuelve global y el teléfono móvil,-el iphone o sus primos chinos-, se convierte en la primera pandemia del siglo XXI.

      Por otra parte, los avances científicos en el campo de la denominada “reproducción asistida” también dinamitaron los cauces tradicionales de la procreación natural donde el encuentro heterosexual era condición sine qua non para concebir un embarazo y reproducirse la especie.

      A su vez, la conquista legislativa que supuso la legalización del matrimonio homosexual fue un aldabonazo que abrió el espectro de los nuevos modelos familiares más allá de la familia tradicional, esa que ahora ha venido a llamarse ‘patriarcal’. Y con el patriarcado hemos topado mi querido Sancho. Y es un tema del que habría mucho que decir y no tenemos tiempo.

      Transcribiré una de las múltiples definiciones que encontramos en internet que dice así: “En un sentido literal significa el gobierno del padre. Históricamente el término ha sido utilizado para designar un tipo de organización social en el que la autoridad la ejerce el varón jefe de familia, dueño del patrimonio, del que formaban parte la esposa, los hijos, los esclavos y los bienes. La familia es, claro está, una de las instituciones básicas de este orden social”.

      Obviamente no voy a entrar a destripar los diferentes estratos que se dan en un concepto tan fundamental y abigarrado como éste y con tantas perspectivas. Me ceñiré a remitirlo elípticamente al tema que nos ocupa. La figura del padre en el psicoanálisis. Y ahí toca distinguir la propuesta freudiana y la lacaniana.

      Freud será recordado en la historia del conocimiento por su tesis sobre la dimensión inconsciente del psiquismo humano, y de la mano de tan trascendental concepto elaborará el marco en el que se constituyen las claves de la subjetividad, el conocido como complejo de Edipo, tan vituperado y malentendido en los tiempos que corren. Como forma parte ya del acervo colectivo, simplemente destacaré el papel interdictor del padre respecto a la relación fusional de la madre y el baby, que constituirá la ley del incesto, esa Ley simbólica universal que Levy Strauss designa como fundamento de la cultura y de la naturaleza humana en su texto ya clásico Las estructuras elementales del parentesco.

      Será Lacan quien despliegue el concepto desglosando los llamados tiempos del Edipo, en los que no entraré, pero sí que apuntaré a que distingue dos semblantes del padre, el imaginario y el simbólico, con características bien diferentes y sus correspondientes y decisivas consecuencias, además de proponer un enfoque estructural que plantea el Edipo como una estructura dinámica cuyos elementos ocupan unos determinados lugares. Así que las figuras asignadas a los clásicos lugares establecidos por la familia tradicional, la madre y el padre, pueden ser sustituidas por “funciones”, de manera que la función madre o la función padre podrán ser sustentadas por cualquier persona que las detente, independientemente de su sexo o de su género, asunto éste fundamental para poder pensar la operatoria edípica en los nuevos modelos familiares.

      Aclarado esto, si retomamos el hilo que veníamos desplegando respecto a “los tiempos que corren”, esos que venían a alinearse con la tan traída posmodernidad y su crisis de los valores y los referentes de la tradición, hay que decir que Lacan se anticipaba un par de décadas, cuando allá por 1969, en plena resaca sesentayochista, habló de la “evaporación del padre” a propósito de los movimientos estudiantiles que apelaban a la revolución libertaria al grito de eslóganes tan poéticos y subversivos como “Prohibido prohibir” y su contestación indesmayable a cualquier tipo de autoridad. Así que la cosa viene de lejos, aunque es en este último tramo histórico del cambio de siglo y por las circunstancias que apuntábamos antes, que su efecto de aceleración exponencial se hace sistémico, e, inevitablemente, todo ello va a reflejar sus efectos en el campo de la clínica. Así que toca ya abordar el primer sintagma de la ponencia que teníamos pendiente: la clínica psicoanalítica (en los tiempos que corren).

      Antes que nada, hay que precisar que cuando hablamos de la clínica psicoanalítica nos referimos a un modo de pensar la clínica psicológica singular y bien distinto del enfoque de la psiquiatría hegemónica biologicista. Por más que Freud, discípulo aventajado de Brucke, eminente fisiólogo representante del ala dura del positivismo, empezó ejerciendo de neurólogo, conforme fue escuchando a sus histéricas, fue alejándose del microscopio y haciéndole sitio a la palabra, y de ahí a los entresijos del lenguaje y al relato singular de los acontecimientos de su vida. Ese cambio de foco, de la biología a la biografía, cambiará la forma de entender y abordar el malestar psíquico. Nada que ver pues con la psiquiatría oficial, esa, como dice Fernando Colina, “absorbida por una marea clasificadora que, con su aritmética taxonómica y su codificación abusiva, se desentiende del sentido y contenido de lo que le pasa a la gente”. El DSM, con sus casi 500 trastornos mentales tipificados, es su biblia laica y supuestamente científica, aunque, como denuncian muchos autores, más que hacer ciencia han caído en el cientificismo y de éste han hecho ideología, una ideología muy rentable por cierto para la todopoderosa industria farmacéutica. Pero obviamente tampoco podremos entrar en ese jardín, harto representativo de los tiempos que corren. Me centraré en los cambios acontecidos dentro del espectro clínico del propio psicoanálisis, contrastando la casuística de sus orígenes con la emergencia de nuevas tipologías surgidas en los últimos treinta o cuarenta años.

      Si como planteaba Freud, “el síntoma es una transacción entre el impulso y la defensa”, es obvio que el síntoma va a estar condicionado por la modalidad de la defensa operante, y que ésta, a su vez, vendrá condicionada por las características de la época referida, es decir, por los ideales imperantes en un determinado contexto histórico, esa instancia simbólica que Lacan vendrá a designar como el Otro, entendido, entre otras cosas, como el código de valores que regulan la relación del sujeto con sus objetos de satisfacción. En los tiempos de Freud el Otro se caracterizaba por imponer el moralismo severo y represivo de la moral victoriana reinante, y por ello mismo señalará a la represión como la defensa característica de las neurosis, la modalidad estructural de la mayoría del personal, siendo el síntoma neurótico una realización encubierta del deseo inconsciente, y la Histeria y la Neurosis Obsesiva las dos variantes de las llamadas neuropsicosis de defensa.

      Citaré a Elisabeth von R, un caso clínico de los primeros historiales freudianos, para ilustrar su dinámica. Se trata de una joven aquejada de una astasia-abasia que la impide caminar y que tras rastrear su historia Freud diagnosticará como una parálisis funcional simbólica que acontece tras la muerte de su hermana y en su funeral, contemplando al desconsolado cuñado, atravesarle fulgurante un pensamiento: “Ahora él ya está libre y puede hacerme su mujer”. Deseo proscrito e inaceptable para su conciencia que será reprimido y rechazado a su inconsciente y sucedido por el síntoma. Y desgranando los detalles del síntoma a nivel lingüístico, Freud desvelará que su parálisis funcional expresa la prohibición, somatizada mediante conversión, que le impide “dar ese paso” indigno. Y será la elucidación y verbalización de ese deseo inconsciente lo que hará desaparecer el síntoma. Así pues, el mecanismo patogénico se resumiría en: deseo moralmente inaceptable – represión del mismo al inconsciente – emergencia del síntoma simbólico. Hay que tener en cuenta que la tal represión del deseo indebido es una reedición metamorfoseada del conflicto edípico en donde la función paterna prohíbe el deseo incestuoso, que es reprimido al inconsciente, constituyendo la dinámica básica de la clínica neurótica.

      Dicho esto, regresamos a la actualidad, es decir, a “los tiempos que corren”, para dejar constancia de una clínica que no responde a esa dinámica y que viene recibiendo diferentes nombres, desde los llamados “Nuevos Síntomas” como los denomina Miller, el yernísimo, a la “Clínica del Vacío” que propone mi admirado Mássimo Recalcati, y que nos deja por fin ante el tema que nos convoca. Y me remitiré a Recalcati y su texto homónimo, en el que nos presenta un abanico de cuadros donde cita de forma un tanto desordenada a la anorexia y la bulimia, las toxicomanías, los ataques de pánico, la depresión, el alcoholismo y las psicosis ordinarias, mencionando su vecindad con la clínica borderline y su dimensión narcisista. Este batiburrillo nosológico y fenoménico, que ni la fiesta de Blas, lo va a oponer a la que él llama Clínica de la Falta, que en realidad sería otra forma de nombrar a la clínica del deseo que recién venimos de ver que teoriza Freud a propósito de Elisabeth von R, es decir, una clínica relativa al deseo inconsciente reprimido y al síntoma en su condición de formación metafórica sustitutiva.

      Lo que caracterizaría a esta nueva clínica, a estos nuevos síntomas, es precisamente su ausencia de valor metafórico, es decir, su falta de valor simbólico, es decir, su falta de mensaje cifrado al Otro.

      ¿Y eso por qué?, sería la pregunta obligada. Y para responder a esa pregunta vendría toda la exposición que hicimos previamente sobre “los tiempos que corren”, esos que caracterizábamos como los del “ocaso del Padre” y su función simbólica. Porque el Otro contemporáneo ya no es el hipermoralista normativo de Freud. La cultura del esfuerzo y el sacrificio fue borrada del mapa por el neocapitalismo rampante que rechaza el límite, la falta y el deseo, pues apuesta de forma descarada y sin freno por el goce del exceso y del Todo Es Posible. En la amoralidad posmoderna la nueva religión es el hiperconsumismo urgente y su templo el megacentro comercial un viernes por la tarde o, más posmoderno todavía, el encanto irresistible de Amazon, que ni el genio de la lámpara, pues da igual lo que le pidas que te lo lleva a tu puerta, mañana no, ayer, y sin gastos de envío.

      Así pues, la dimensión simbólica del Otro palidece y se transmuta en un Otro que promueve el goce ilimitado del objeto, descarriando al sujeto de la senda del deseo, esa que siempre está atravesada por el límite. Y este desleimiento del código del deseo es lo que le abre la puerta a esa creciente manifestación de la pulsión. Y, atención, pues como quien no quiere la cosa, acaba de aparecer la estrella de la función.

      ¿De qué hablamos cuando hablamos de la pulsión? ¿Es lo mismo que el deseo? ¿Sí?, ¿No? Y en tal caso ¿qué les diferencia? Bueno, ya os anticipo que este asunto es un temazo que nos confronta directamente con el fenómeno del Bacalao. ¿El qué? El Bacalao, que es mi forma de referirme al malentendido conceptual que campa a sus anchas en el discurso psicoanalítico y que hoy por ti y mañana por mí, si te he visto no me acuerdo. A mí, personalmente, me dispara todas las alergias.

      Así que toca aclarar y distinguir en lo posible estos dos conceptos fundamentales que con frecuencia se manejan como si fueran sinónimos sin serlo, y de esa guisa tenemos servido el lío. Pero elaborar esa diferencia conceptual como Dios manda precisaría de un tiempo del que no disponemos, luego, no queda otra que la ultra síntesis en modo Matrix.

      Veamos: Freud, inicialmente, designó con el término deseo (en alemán ‘wunsch’) el anhelo o impulso psíquico hacia el objeto. Años después introduciría el término pulsión (en alemán ‘trieb’) que define como “concepto límite entre lo psíquico y lo somático”, para referirse al mentado impulso, pero incorporando con la nueva nominación la dimensión somática en juego. Será un deslizamiento sutil que con Lacan se radicaliza, quedando reservada para la pulsión la vertiente energética-afectiva-somática y restando para el deseo la dimensión psíquica, es decir, simbólica significante. Y añadirá que el destino energético de la pulsión será significantizarse y acceder a su condición de deseo. Hay que decir que, en términos de Lacan, el campo somático energético de la pulsión se correspondería con el registro de lo Real, y el campo significante del deseo con el registro Simbólico, pero este asunto de los registros mejor lo dejamos para la próxima reencarnación.

      ¿Y para qué nos sirve todo este chute en vena de teoría freudo lacaniana? Pues para poder comprender y situar nosológicamente todo ese campo clínico tan disperso y bizarro que veníamos a conocer como Nuevos Síntomas o Clínica del Vacío. Y con todo este farragoso bagaje conceptual que venimos de sintetizar, estamos en condiciones de intentarlo pues, con suerte y un poco de imaginación, ya estáis en condiciones de entender la diferencia que hay entre aquellos síntomas que afectan al cuerpo cargados de un sentido (recordad la parálisis funcional de Elisabeth von R) y que llamaremos semánticos, simbólicos o metafóricos y que se corresponden con la llamada clínica del deseo, y aquellos otros que en su somaticidad están por fuera del sentido y que componen una clínica que, frente a la inanidad nosológica de una etiqueta como ”los nuevos síntomas” o de alternativas más o menos crípticas del espectro lacaniano,-clínica de lo real, clínica del objeto @-, propuse designar por pura lógica y economía conceptual como clínica de la pulsión, pues atañe a las consecuencias resultantes de los trastornos acontecidos en el circuito libidinal en el que la pulsión, destinada tras significantizarse y psiquizarse a convertirse en deseo, puede sufrir distintos avatares que obturen dicha transcripción, viéndose abocada, al anegarse el cauce simbólico, a manifestarse por otros cauces no metafóricos que afectarán al cuerpo, dando distintas formas clínicas según que el trastorno curse:

-por la vía del afecto y tendremos la angustia como es el caso de la Agorafobia Vera o de la clínica del Trauma, también llamada clínica del pánico, característica del Trastorno por estrés postraumático.

-por la vía del dolor y tendremos la Fibromialgia

-en forma de lesión y tendremos el Fenómeno Psicosomático

-o por la vía de la conducta, es decir, la pulsión en forma de impulsión, también llamadas “prácticas de goce", y ahí nos encontramos las Adicciones, las Autolesiones y los Trastornos de la Conducta Alimentaria (Obesidad, bulimia y Anorexia, aunque en propiedad en esta se jugaría la privación).

      Y así ordenados, pese a su amplitud fenoménica, componen un campo clínico congruente y frecuentemente intersectado. Para ilustrarlo terminaré presentando una viñeta muy didáctica que nos ofrece la película Precious, la historia de una adolescente muy, pero que muy obesa, que además ha sufrido abusos sexuales por parte de sus padres desde muy chiquita hasta la actualidad en la que se halla embarazada de su segundo hijo fruto de la violación sistematizada de un padre drogadicto que ya no convive en la casa. Ella sí convive con una madre despótica que la usa y la abusa sistemáticamente sin que ella muestre ningún atisbo de rebeldía. En ese panorama tan traumático ella sólo encuentra refugio en un mundo privado de fantasías compensatorias, en una ingesta desmedida y, por fin, recientemente, en una academia educativa para casos “especiales”. Allí conocerá a la señorita Rain que con pasión y sabiduría la confrontará con el valor del límite y de la palabra y desde un acogimiento respetuoso le irá acompañando en un laborioso proceso de subjetivación. Tras sugerirle la conveniencia de que interrumpiera su embarazo, o, de llevarlo a término, darlo en adopción pues no podría atender adecuadamente a la criatura ni a sí misma, Precious se afirma en su deseo de llevarlo adelante pues, dice, “no hay nada mejor para un niño que estar con su madre”. Y con esa decisión contracorriente, le da un sentido a su vida. Tras dar a luz y sufrir un violento episodio con su desquiciada madre, huye de la casa con su bebé. La película termina con una conversación con su madre meses después en presencia de una trabajadora social en la que por fin toma la palabra y le planta cara. Cierra con un “Nunca volverás a verme”. Y tomando a sus dos hijos, se va, pero ésta vez sin huir, dejándola atrás para siempre.

      Así pues, podemos constatar que el síntoma cardinal de esta mujer, una obesidad mórbida, no es un síntoma metafórico, sino una respuesta pulsional desaforada, una hiperfagia compulsiva, como vía de conjugar la angustia resultante del traumatismo por abuso y maltrato crónico en un contexto, esos padres perversos, de absoluto desamparo simbólico. Será a través del encuentro con la maestra que la acoge, la reconoce y la instruye, es decir, que la nutre simbólicamente, que Clareece, pues así se llama la muchacha, se podrá encontrar a sí misma y su lugar en el mundo.

      Aprovecharé para decir que este tipo de intervención que despliega la señorita Rain constituye lo que yo vengo a llamar una pedagogía del límite.  Es decir, un trabajo centrado en la elucidación y adquisición del límite simbólico como herramienta brujular imprescindible para la adecuada constitución subjetiva. Pero ese sería otro cantar que hoy ya no podremos abordar. Me conformo con dejar bocetado esquemáticamente mi visión personal de la clínica psicoanalítica en los tiempos que corren, y confiar en que a alguno de los presentes le haya servido de algo soportar pacientemente mi sermón bienintencionado. Gracias por su atención.

 

                                                                 Javier Arenas / Bilbao, Abril 23

domingo, 20 de noviembre de 2022

De la madre fálica (remozada)


 De sus caras


En Enero del 82, licenciado en medicina y con "la blanca" y el petate recién liquidados, asistí a mi primera clase de mi formación en psicoanálisis, la primera piedra de un edificio que está en plena construcción 33 años después. La cosa es que la tal primera piedra fue, como marcan los cánones, en la frente.

Se daba la circunstancia de que el Seminario (sí, así de solemne  se denomina esta enseñanza) había comenzado en Octubre, a razón de una sesión al mes. Me incorporé pues un trimestre tarde, acogido en un gesto de deferencia por mis deberes patrios.

Debíamos ser una docena larga de alumnos sentados en círculo alrededor de un profesor argentino que nos impartía una lección en un lenguaje extraño que muchos años después pude bautizar como lacanés. La peña tomaba apuntes a destajo. Yo no. No entendía nada. Lo atribuí al retraso de mi incorporación. En un momento preciso y sin saber bien por qué, me animé a preguntar por un concepto enigmático que pillé al vuelo en el revolutum de aquella jerga filistea. 

Lo recuerdo perfectamente. Fue una pregunta directa, sin preámbulos. A bocajarro.
"¿Qué es la madre fálica?", cortando en seco aquella perorata interminable de acento porteño.

Un silencio perplejo sucedió a mi inopinada intervención. ¡Cielos! ¿qué había mentado? Repuesto de la sorpresa el oficiante me dio una respuesta que a mí me sonó a logaritmo chino. Insistí. Él también. En vano. Al tercer intento zanjó la cuestión con un "Mejor te lo estudias". Fue una revelación. Cumplí al pie de la letra su indicación. No volví por allí y desde entonces no he dejado de estudiar. Tuve la fortuna de encontrar un maestro, argentino también, pero éste hablaba español, y me enseñó, entre otras cosas, que el psicoanálisis no era ni iglesia ni religión. Y ahí vamos. (Bueno, él ya se fue, pero en mi soledad, va conmigo)

Está claro que aquella pregunta marcó mi destino, y hoy, con la perspectiva de tantos años transcurridos, alucino con mi bisoña puntería resonante. Porque esa pregunta no es cualquier pregunta, esa pregunta es realmente la madre del cordero.

Así que, en acrobático looping, retomemos: ¿qué o quién demonios es la tal Madre Fálica?

Situémonos. En 1923, Freud, en plena onda expansiva de la bomba teórica que supuso su Más allá del principio del placer y la irrupción de la pulsión de muerte, publica La organización genital infantil en la que propone la existencia de una nueva etapa en la escala libidinal, la fase fálica, que la va a incluir entre la fase anal y la genital, y se caracterizaría por la así llamada premisa fálica, consistente en la creencia infantil de la universalidad del pene, es decir, aquella que considera que todos tienen pilila, y quien todavía no, ya le crecerá. En este planteamiento Freud no distingue entre pene y falo, y usa esos términos como sinónimos. Va a ser Lacan quien sí los distinga, refiriéndose con pene al órgano anatómico y reservando falo para su representación, connotada ésta de un determinado valor. Ya lo vamos a ver.

La idea fuerte que sustenta la premisa universal y su "todos tienen pene", es que "a nadie le falte" y en ese "nadie" la implicada estelar es la madre. Es decir, es una teoría que viene a recusar la llamada por Freud castración materna, erigiendo como ingenioso recurso pantalla su figura antitética, la, por fin ante todos ustedes, increíble y fantástica Madre Fálica, 'la que tiene de to y no le falta de na'.

Pero la pantalla pierde su función cuando se acaba la película y se encienden las luces, aunque mejor sería aquí invertir el orden. Es porque se enciende la luz que se acaba la película. Porque es, antes o después, la fuerza de la evidencia la que se impone y derroca en su impostura a la mami superstar. 
Así que va a ser que mamá no tiene pito, y que el pito lo tiene papá.

Este es el enfoque freudiano que, como en otras ocasiones, a día de hoy nos resulta un tanto rústico en su primitivismo fenoménico.

Hay que decir en favor de la madre de turno que en realidad no le falta pito alguno, de la misma manera que no le falta ningún útero a papá. Es pues una falta imaginaria, como imaginaria era su supuesta completud. Espejismos de totalidad que velan sí, una falta más esencial que diremos simbólica. Estas dos modalidades de la representación, la imaginaria y la simbólica, son un aporte genuinamente lacaniano, imprescindible para entender la estratificación edípica y sus tiempos (Cfr. el post Por el camino de Hitchcock II)

Es desde ahí que podemos dar el salto de la-madre-con-pene freudiana a la madre fálica lacaniana, agente primordial del primer tiempo, al que para andar por casa y en zapatillas nos referiremos como el Huevo.

¿Y qué decir del Huevo sin repetirme demasiado?

Estadío mítico monodual donde el padre no consta en acta y no existe el límite como referencia, propiciando un estado de supuesta completud entre la madre y el hijo, de una supuesta fusión que es confusión, un alucinado mezclaíto de gloria y crujir de dientes. En ese pack tan religado la madre aparece como total en tanto que el baby la totaliza, fálica en tanto que el baby es su falo.

Y ahí toca enlazar con el planteamiento que hace Freud respecto a cómo se juega en la niña el llamado "Complejo de castración". Ya saben, nos toca vernos las caras con el tan polémico y denostado concepto de...¡la envidia de pene! ( pennisneid) síííí, luciendo flamante y lozano en pleno siglo XXI, tatuado por mil banderillas feministas.

La tesis es que ante la frustración que le supone asumir verse privada de ese signo de estatus que da el pene y que la madre busca en el padre, el camino habitual le lleva a envidiar su posesión (¡Cuántos sueños de analizantes lo testifican encontrándose para su sorpresa con "eso" brotado entre sus piernas!) Ante lo imposible de su anhelo, se producirá una mutación prodigiosa que Freud va a llamar la ecuación simbólica, donde pene = hijo, y mediante la cual la envidia del pene vendrá a ser sustituída por el deseo de un hijo, en dos tiempos, primero del padre (núcleo del fantasma histérico) y al que también habrá de renunciar, para darle paso, en un segundo tiempo, a un deseo postergado de tener un hijo con otro hombre.

¡Qué fuerte que es Freud! Por momentos me dan ganas de llamarle visionario. Estos planteamientos que son ya lugar común y que forman parte de la cultura de supermercado, en un día ya lejano fueron destello genial de una mente realmente brillante. Sí, ya sé que los popes del Santo Oficio terminaron metiéndolo en el saco basura de las "Pseudociencias", revuelto con la astrología y la quiromancia, pero como dijo aquel otro, ¡epur si muove!

Seguimos.

Es preciso este recorrido en apretada síntesis de conceptos bien complejos para intentar responder con rigor y fundamento a aquella pregunta que desde su densidad nos interroga.
Articular el Edipo freudiano y el lacaniano no es tarea tan simple si uno pretende ir más allá de los standars. Pero a poco que uno se pare a pensarlo caerá en la cuenta que bajo las siglas de la MF cohabitan dos caras.

Digamos que hasta ahora hemos visto la cosa desde la perspectiva del infantil sujeto, es  decir, desde su creencia.
Nos sirve para lo que nos toca, verlo desde el lado de la madre.

Así pues, cuando esa niñita que ha postergado su anhelo jugando a las muñecas crece y empieza a jugar a otras cosas más piripitosas, antes o después, cada vez más después que antes, y ya muchas a contrarreloj, en su particular carrera contra el "reloj biológico" que las apremia inexorablemente, llega un día en que queda embarazada.

Y ahí empieza otra historia. Aunque visto lo visto, sería más pertinente decir que empieza un capítulo nuevo y decisivo de la vieja historia.
Lo que me interesa destacar es precisamente la continuidad diacrónica entre aquella inicial envidia infantil, transmutada en deseo de maternidad, largamente postergado, y por fin, ya, cumplido.

Y esa premamá irá viviendo en su cuerpo el milagro de sentir crecer en sus carnes otra carne llena de vida que empuja, protuye y se hace panza. Y cuando ella se familiariza con el prodigio cotidiano de su panza, más allá de los vómitos y las náuseas, se siente sorprendentemente feliz, segura, 'completa'. Es tiempo de disfrutar de la fisicidad incontestable del anhelo encarnado, de soñar y de saborear el sueño.

Y un día (o una noche, nunca se sabe) llega el ansiado y también temido parto.Y cuando el amnios se rompe y el cordón se corta, algo más se rompe y corta, y pueden pasar muchas cosas y muy diferentes, entre ellas, una clínicamente muy típica bautizada como depresión  post  parto, consecuencia consecuente del abrupto aterrizaje forzoso, cuando no ostia de categoría, resultado de pincharse el globo y estamparte de bruces con la realidad.

Pero el Imaginario, como en los dibujos animados, se recompone rápido. Y a partir de ahí  la película se va a jugar en vivo y en directo con ese cachorrito indefenso y demandante que a golpe de leche y de caca, de llantos y de nanas, de besos, caricias y palabras va a ir configurándose a nuestra imagen y semejanza. En parte, sólo en parte, pues siempre hay algo que se nos escapa. Por suerte. Para su bien y el nuestro. ¡Viva la biodiversidad!

Pero hay mamás muy apegadas a su baby, muy mucho, al punto que así lo sienten, como si fuera una parte suya. ¿Les suena? Una parte, extensión de sí, que las completa, ¿les sigue sonando? Que no hay límite que valga, ni se le espera.           Que no se suelta ni te suelta. Que no querías caldo, toma dos tazas.  Que madre no hay más que una, y que la mano que gobierna el mundo, nunca lo olvides, es la mano que mece la cuna...
Ya saben. Madre fálica le llaman y es la que andábamos buscando.

De manera que tendremos que distinguir la Madre Fálica del primer tiempo del Edipo, vista de la perspectiva del baby, es decir, fase de pasaje estructural en la escala edípica que antecede al padre del segundo tiempo o Padre  Fálico, que viene a destronarla en lo que constituirá la Castración Imaginaria. Y la madre fálica, (convendré en escribirla con minúscula), como  aquella mujer que detenta en su maternidad esa posición fálica, es decir, totalizante, que ubica al hijo en posición de falo, y como tal, le coarta su subjetividad, dando lugar a diversas formas de estrago, siendo la más grave de ellas la posición psicótica.

Resumiendo, una que será figura de pasaje estructuralmente necesaria, y otra, que en su contingencia, será el resultado y causa de una fijación.


De sus máscaras

Y es esta figura terrible y fascinante la que se presenta  ante nosotros bajo las formas más variopintas que pueda uno imaginarse, embozada en todo tipo de disfraz del más variado pelaje.

¿Quién sinó la MF alienta las monstruosas arañas gigantes que Louise Burgoise ha sembrado a la vera de algunos de los más respetables museos de la modernidad?

Pero más peligrosa resulta investida de luchadora militante de una Causa, como Aurora Rodríguez, feminista de pro, que en los agitados años de la segunda República, antes del amanecer de un día de Julio, asesinó fríamente en el lecho a su hija Hildegart, de 18 años, disparándole cuatro tiros mientras dormía.

Es un suceso bien conocido que llevó al cine Fernando Fernán Gómez (Mi hija Hildegart 1977). La película relata la historia de Aurora Rodríguez, una gallega singular y avanzada a su tiempo que con un plan perfectamente diseñado decide engendrar a la hembra perfecta en provecho de la causa liberadora de la mujer. La llamará Hildegart y hará de ella una niña prodigio que a los 14 años ingresa en la Universidad. Con 18 años es una celebridad en los ambientes intelectuales y revolucionarios, defensora de las nuevas doctrinas sexuales, debatirá con importantes figuras de la época, llegando a cartearse con Freud. Pero en su evolución intenta apartarse del control omnipresente de su madre, atreviéndose incluso a enamorarse de un hombre y proyectar viajar a América. Es demasiada autonomía para su creadora, que cual si de una herramienta defectuosa se tratara, decide acabar con ella. Lo hace, y como quien ve llover, se entrega a la justicia. Después de ser juzgada y condenada por asesinato, un tribunal de apelación la declara paranoíca y es ingresada en un manicomio hasta el resto de sus días.

Hay que subrayar que la MF no precisa mostrarse poderosa o con tronío. También la encontramos en su envés. Sin irnos más lejos, nos asomaremos a Despertares, la peli sobre el texto de Sacks que comentamos en el último post.

¿Recuerdan a la madre de Leonard? Aquella pobre ancianita que consume su vida haciéndose cargo de su hijo severamente discapacitado. Cada día acude sin falta al hospital para darle de comer, cambiarlo y cualquier otro menester. Es la muestra de una dedicación abnegada y ejemplar. Eso que sólo es capaz de hacer una madre. Admirable.

Pero llega el Dr. Sayer y con su capacidad de observación y su perseverancia consigue despertar a su hijo de un letargo de décadas. Y una vez despierto, tras una vida secuestrada, quiere volar.
¿Cuál es la respuesta de su amorosa madre?

"¿Chicas? ¡nunca ha necesitado chicas!
Me ha dicho que me tome ¡unas vacaciones!
Pero no puedo dejarle solo en este hospital.
¡Sin mí se moriría!"

Da que pensar. ¿Quién se moriría sin quién?
Parece bastante obvio que ese consagrar su vida a cuidar de su hijo es lo que le da sentido, y que sin él al que cuidar, tendría que enfrentarse a sí misma y a su vacío.
Es duro verlo así, pero es lo que hay, y hay que verlo.
Fundida a su hijo enfermo llena su existencia.
Hijo-falo, tapón de su falta.
¡Ay de mi sin mi falo! rezará su epitafio.
O directamente, sin ambages, como rezaba aquella otra película:
"No sin mi hijo!"
Mantra a tropel.

Y en nombre de ese mantra radical se cometen las mayores tropelías.
La clínica solo es un espejo de ellas. No es el único.

En la mili, muchos años antes de la moda maorí que nos invade, descubrí sorprendido un tatuaje que se repetía monocorde en los brazos de algunos de aquellos aguerridos soldados preparados para la muerte,  AMOR DE MADRE.

Kortatu, la banda vasca pionera del ská, clamaban desafiantes por aquellas fechas aquello de:
"Mi madre, la única mujer que he amado"
Llevo tatuado, en mi cabeza rapada! 

Digámoslo otra vez. Hay amores que matan.

La araña gigante del Guggenheim responde al título de Maman.
Bajo su abdomen le cuelga un saquito lleno de huevos suspendidos en el vacío. Atrapados en un espacio de nadie.
Salir de esa pegajosa celda es cuestión de vida o muerte.

No es fácil, si no imposible, hacerlo solo. Es preciso la presencia de un padre, aunque sea  remoto.
Pater incertum est, mater certissima decían los clásicos.
El padre, siempre incierto, nos libra de la letal certeza materna y nos abre las puertas de la bendita incertidumbre.
Esa es su función.

Y le convocamos para una próxima ocasión.

                                                                               
                                                                             En Mamouna, 30 de Octubre del 2015  

Balada de Otoño

 



       “Llueve, detrás de los cristales llueve y llueve…” cantaba Serrat en tardes como esta hace ya tantos años, cuando uno era un adolescente descubriendo el mundo a través de poemas y canciones que le ponían palabras a las cosas que iban componiendo la vida. A ese prodigio ahora le dicen performativo. Será.

      Llueve, detrás de los cristales llueve y llueve y una balada de otoño me llena de melancolía.

      Serrat anda de gira despidiéndose de tanta gente que le hizo a su voz un sitio irrepetible en su banda sonora vital. Sabina va a su rebufo. Y al Aute bendito no le dio tiempo, porque la parca ladina le pilló por sorpresa con un maldito ictus.

      Yo también ando despidiéndome del verano de la vida -criterios Paul Auster-, aunque con los tiempos líquidos que corren puedo demorarme remolón en ese desfase climático que nos regala este veroño tan caluroso y distópico y, enfundándome los levis y la chupa, cogerle de vez en cuando la moto a mi hijo y hacerme a la carretera.

      Yo no tengo canciones ni acordes que compartir, pero antes de que se me sequen las mientes y la voz, o simplemente las ganas, tengo algunas cosas que contar. No me refiero a cuitas íntimas ni a batallitas de desván. Me refiero a cosas de la clínica que cultivo día a día con la pasión del jardinero fiel. No es ningún secreto que mi historia de amor con el psicoanálisis nació hace más de cuarenta años. El milagro es que cuarenta años después, cada día que acudo al encuentro de mis analizantes lo sigo viviendo como una aventura estimulante y novedosa. Me siento tan afortunado con mi oficio que repetiría sin dudarlo en mi próxima reencarnación. En fin, ya me vale de preámbulo y vayamos al tajo.

      Pues resulta que cuarenta años dan para bastante. Escuchar mil historias y leerte mil libros te dan perspectiva y la perspectiva te permite mirar y oír de otra manera los paisajes y los relatos de siempre. Ahora que lo digo, se me ocurre que la tarea que desempeño día a día, al pie del cañón, pasa por ayudar a que la persona doliente que se confía a mi aprenda a cambiar de perspectiva, es decir, cambiar su posición, su mirada y su escucha.

      También en relación a mi labor de docente podría decir que lo que intento transmitir es precisamente eso, cuáles son las claves necesarias para propiciar un cambio de perspectiva. Y en realidad, por más que sea una operación de alta complejidad, termina resultando una cuestión bastante elemental. Pero que eso no nos lleve a engaño. Transformar los elementos de base es un movimiento radicalmente contracorriente. Pues como advierte el proverbio, “genio y figura hasta la sepultura”. Y no seré yo quien le quite la razón al refranero, pero sí apostillaré una aclaración, “siempre y cuando uno no se embarque en un proceso de transformación personal”. Y eso ya es otro cantar. Porque embarcarse en ese viaje te cambia la vida, sí o sí. O si no, te han timado. Y es que debe quedar claro que ese viaje del que hablamos no lo oferta El Corte Inglés ni, mucho menos, cualquier alternativa low cost.

     

      Al tajo pues. Hace año y medio que escribí el último post clínico. Se titulaba Brujuleando y versaba sobre el valor referencial del Límite a la hora de escuchar el relato del paciente y para ilustrarlo os presentaba el que vine a llamar el caso R. Para no repetirme, lo más aconsejable sería que os lo releyerais y refrescarais el enjundioso desarrollo que allí despliego. Hoy retomaré el caso para que mediante el relato extractado de tres sesiones ilustrar las cuestiones que vertebran la clínica del sujeto y su imbricación transformativa a través del fenómeno de la transferencia. 

Primera Sesión     

      (Regresa de las vacaciones de verano. Prácticamente dos meses sin vernos. Desde Enero nos veíamos en régimen quincenal.) 

      “Las vacaciones han sido una locura. Te necesito a ti al lado físicamente para que me vayas dando toques. La he liado. He estado muy alterado. Cuando vengo aquí parece que no me haga falta, pero la verdad es que necesito que alguien me controle. Te he echado en falta realmente”. 

¿Qué pasó? 

      “Estaba muy alterado. Me he sentido muy atacado, y eso me altera más. Estábamos en una comida con mi chica y mis cuñados y cuando hablaba yo todos estaban en mi contra. Yo no contaba. No aguanté y me levanté y me fui al trabajo a dormir. Tenía mucha rabia. Quería explotar, la verdad. Y no podía dormir. No podía parar de darle vueltas a la cabeza.

      Ha sido un verano muy largo. Las vacaciones al principio bien, pero te cansas de no trabajar. He estado muy alterado. Mal con todo el mundo. Con mucha rabia y con ganas de pelearme con alguien. 

¿Por qué crees que te sentías así? 

      “No lo sé. Sentía que me tomaban el pelo. Me he acordado mucho de ti. Tu toque. No me puedo controlar. Un día me vine a toda ostia por la carretera con la furgoneta. Ahora que lo pienso, fue una locura. ¡Madre mía! Me meto en la boca del lobo”. 

¿A qué te refieres? 

      “Que me busco yo solo los problemas. Que no sé parar. Que la última palabra tiene que ser la mía…si no, ¡reviento!”. 

Parece que el lobo eres tú. 

      “Sí, es así. Pero yo no soy malo. Yo no sé perder. Y todo lo vivo como un ataque. Pero tú me das un toque y me conectas. Es lo que me hace falta. Contigo estoy tranquilo. Me tienes que enseñar a hablar”. 

¡Qué diferencia entre el toque y el ataque! Eso que tú llamas ‘toque’ y que te hace bien es lo que yo llamo el límite, el ‘buen límite’.

      Y corto la sesión.

Segunda Sesión 

      “No sé qué decirte… … … siempre es lo mismo”. 

Cada vez que hablas de ‘lo mismo’ aparece algo diferente. 

      “¡Es verdad!... Y a veces quiero decir una cosa y ¡me sale lo contrario! Aquí me he dado cuenta de muchas cosas… … … pero no consigo controlar.

      Estoy en el trabajo haciendo un encargo muy grande y no voy a ganar casi porque no he pensado bien lo que me hacía falta al darle el presupuesto. Estoy en el “corre, corre” y por no pararme, salgo perdiendo siempre. Necesito el stop. 

¿Y por qué no puedes parar? ¿Qué te urge? 

      “No lo sé. Todo es aquí y ahora. ¡Ya! Me dicen “Lo necesito lo antes posible” y es oír esa palabra y me vuelvo loco. No puedo estar quieto nunca. Cuando estoy en casa ¡me ahogo!. Tengo un banquito fuera, pero no puedo estar sentado tranquilamente…como los abuelos, y me gustaría ir tranquilo, sin estrés, pero ¡no puedo! Yo creo que esto me va a costar más que el vencer lo de mi familia, porque es mi forma de ser. Es cierto que me estoy dando cuenta de que antes no paraba. Vives y ya”. 

Bueno, cuando bajas del pueblo a la consulta, en el coche ¿qué haces? 

      “Me pongo las noticias. Aunque últimamente también le pego vueltas a las sesiones…pero luego se me olvida. 

Podrías probar cuando vienes a sesión a escuchar música en vez de las noticias y las cosas que pienses que te parezcan interesantes escribirlas en la libreta. 

Stop. 

Tercera Sesión 

      (Hay que decir que en el intervalo han ocurrido algunos incidentes. El día que le toca la cita no asiste ni avisa. Le escribo un mensaje: “¿Algún problema?”. No contesta. A la semana siguiente, digamos el día 20, me escribe: “¿Puedo llevar a la perra, es que la tengo operada?”. Le contesto: “Tocaba el 13. Nos vemos el 27”. No tengo respuesta. El 27 me escribe: “¿Puedo llevar a la perra o lo hacemos por Skype?”. Le digo que la tenemos por videoconferencia. Y a la hora de conectarnos me dice que no le va internet. Terminamos haciéndola telefónicamente. Y lo primero que le pregunto es:) 

¿Qué ha pasado con tu perra? 

      (Y me contará muy consternado el dramático episodio que le aconteció precisamente aquel día 13 que le tocaba venir y no vino. Dando el paseo nocturno habitual con su perra por el campo de alrededor le tiró el típico palo para que lo buscara y se lo trajera y cuál fue su sorpresa que al poco la escuchó gimiendo lastimosamente y se la encontró tras un arbusto cubierta de sangre que le manaba de una herida abierta por una rama rota que le desgarró el abdomen. Tuvo que llevarla sin dilación y como alma que lleva el diablo en busca de ayuda al veterinario que milagrosamente, dice, consiguió salvarle la vida. Y que desde entonces apenas puede dormir por las noches a causa de los pensamientos con los que se tortura metódica e implacablemente pese a que la perra había salido del peligro y se recuperaba favorablemente).  

      “Gracias por preguntar” 

Te recreas en ello 

      “Sí. Si no me recreo siento culpa. Mucha culpa. Y no me gusta …pero lo necesito. Como con la muerte de mi abuela, si no la recordaba era como dejarla de lado… Lo que se podía haber hecho y no hice…” 

      (Aquí procede aclarar que su abuela fue la persona a la que más quiso. La única que le cuidó y atendió con cariño en aquella infancia a la intemperie emocional de una madre abandónica enganchada a un yonqui. Cuando él tenía 20 años tuvo una embolia y fue ingresada en el hospital. Estuvo 48 horas sin ir a verla pese a que la abuela requirió su presencia. En vez de ello se iba de marcha a meterse de to y cuando los médicos decidieron intervenirla falleció en el transcurso de la operación. Nunca perdonó a los médicos que “la mataran” ni a su madre que no se opusiera a su ejecución). 

¿Qué te reprochas con tu perra? 

      “Justamente le tiré el palo y si no se lo hubiese tirado no le hubiera pasado…La verdad es que no sé qué le pasó… y nada… … …fue mi culpa”. 

En el caso de tu abuela hiciste mal al no ir a verla, no te sentiste capaz. Y te lo autorreprochas pero le pasaste la culpa de su muerte a los médicos y a tu madre, cuando nadie tuvo la culpa. Son cosas que lamentablemente pasan. Ahora con tu perra no hiciste nada mal. Fue un accidente. Son cosas distintas. 

      “... ... ... Sí, ahora lo veo… … …para mí eran lo mismo y no, no es lo mismo. Gracias por ayudarme a verlo y entenderlo”. 

(Y ahí terminé la sesión) 

      Vale. ¿Y ahora qué? ¿Qué podemos sacar de estas tres viñetas de apariencia tan simple? Bueno, veamos. En primer lugar habría que preguntarse qué le pasa a este hombre. Él nos lo va a decir en la Primera Sesión (1ª S), tras las vacaciones de verano y dos meses sin verme “¡Qué locura!”, entendiendo como tal un estado de agitación y alteración que le hacía inviable un poder estar mínimamente sostenible en su relación con los demás. Como me dijo en su día, él prefiere, sin lugar a dudas, la compañía de los animales que la de los humanos. Una relación altamente conflictiva y descontrolada pues salta a la mínima en cuanto se siente fácilmente atacado, y tras los gritos de rigor suele optar por pirarse antes de liarse a ostias, que es de lo que realmente tiene ganas. El agravio es altamente volátil pues siempre quiere tener la última palabra y si no, revienta, dejando bien claro que no sabe perder y desde ahí, lógicamente, todo lo vive como un ataque. Con estas referencias parece obvio que le tiene alergia severa al límite y a todo lo que lo represente. Ese fue el tema clave del anterior post, donde yo intenté empezar a mostrarle la diferencia entre la barra y el barrote, es decir, a poder distinguir el límite-vara que reprime y oprime, del límite-barandilla que contiene y salva.

      Creo que son estas nociones las que se vislumbran en sus repetidos comentarios sobre el anhelo de contar con mi presencia, una figura que le calma y le ‘conecta’ a través de mis “toques” -siempre verbales- frente al descontrol al que le abocan los decires-“ataques” del resto del personal. Es conmovedora y significativa su demanda final cuando me pide que le enseñe a hablar. No hay que olvidar que su frase de presentación al inicio del análisis hace tres años fue “Es que yo no sé hablar… bien”. Es un buen ejemplo para mostrar que la transferencia está bien instalada y operante. Una pica en Flandes, proverbial y necesaria, para poder ir desplegando todo el dispositivo simbólico que en este hombre brilla con fuerza por su ausencia. Pieza clave para poder generar las condiciones de una permeabilidad para el cambio. 

      En la segunda sesión se presenta con una apelación clásica, la intrusión inevitable del lomismo, ese veterano baluarte de la repetición, al que respondo sin contemplaciones con su némesis favorita, cual es, la repetición como puerta del cambio. Y entra solo y por la puerta grande, homenajeando a la conciencia y más allá, las mismísimas formaciones del inconsciente, vía lapsus linguae. De ahí dará paso a ese perseguidor anónimo que le acosa y le urge, cual conejo blanco de Alicia, y su infinito reclamo del “corre, corre” sin destino fijo. No puede parar, y en esa carrera interminable que le agita, anda siempre huyendo y perdido de sí mismo. Señalará al otro, en este caso el cliente, como causa de su afán, pero es pura cortina de humo que enmascara que la bicha que le acosa y le reclama, la lleva dentro y le habita, y no le da tregua ni para sentarse un ratito en el banquito. ¿Quién demonios es esa bicha que le instiga mientras se revuelve rabiosa en sus entrañas? Seguro que ya lo habréis adivinado. Efectivamente, era ella, la pulsión. Ese resto de real, dirá Lacan, que se escapa a lo simbólico y empuja.

      Y sí, efectivamente, este muchacho machucho, es su presa y la padece de mil maneras, todas ellas, obviamente, compulsivas. Desde esa inquietud violenta que le sacude a destajo el cuerpo y el alma, a todas esas conductas perentorias que le desbocan, desfogan y raptan. Son las diversas adicciones que el mercado le oferta, sexo pornográfico compulsivo, drogas líquidas, sólidas o gaseosas y rock rabioso, por no decir punk destructivo, y ya, de paso cañaso, cacería con la manada a por guiris despistados a los que apalizar y robar con nocturnidad y alevosía. Hábitos de juventud que domesticó a la fuerza tras años de control policiaco de su pareja.

      “Creo que me va a costar mucho cambiar” dirá. ¡Y tánto! “Es mi forma de ser” -construida en la jungla del extrarradio más salvaje y apache- “¿Tiene arreglo esto?”

      Bueno, aquí estás tú. Ninguno de tus colegas llamó a mi puerta. Lo podemos intentar. 

      Y es desde ahí que le invito a la pausa que supone venir a verme, una parada intermitente en su fuga sin tregua. Un hablar en vez de actuar. Cambio de registro fundamental. Un lugar donde la actividad pasa por conjugar palabras que nombran la angustia, la apalabran. Y ya que estamos, ¿por qué no escribirlas en la libreta? Aquella ruta que desde la escuela quedó abortada.

¿Simbolizar? Sí, simbolizar. Es la operación alquímica que transforma la pulsión en deseo. Y ese, sí, es otro cantar. 

      La tercera sesión condensa el meollo de todo lo anterior. Es una vuelta de tuerca que desvela un nivel más profundo del malestar. Como os conté más arriba, ocurrió el accidente de su perra que le descarriló por completo. Los marcos simbólicos por excelencia, el espacio y el tiempo, se le trastabillan y no sabe en qué día vive, ni cuál es el lugar. Finalmente, pese a todas esas dificultades, consigue comunicar conmigo y aunque sea por teléfono, podemos hablar. No me preguntéis por qué, pero me salió preguntarle por su perra en primer lugar. Y ahora sé que fue la opción correcta, al punto de que él me lo agradeció explícitamente.

      Hablar del tema permitió elucidar el circuito mortífero de la culpa que le tenía atrapado. El goce torturante sado maso en el que se regodeaba abducido e insomne. La traición de abandonar a su abuela en su trance final sin poder despedirse, le infecta de culpa el alma. Una culpa que se recrea en cada ocasión que la vida le da boleto y, contagiado cada vez, un Superyó obsceno y tirano le aplica la picana sin anestesia. Es importante tener esto en cuenta para poder releer el guión oficial de su malestar desde otra perspectiva, decíamos antes. Y ese es el quid de la cuestión. En su versión habitual, su relato describe a un otro maltratador, pero sobre todo abandónico. Con más precisión diríamos que el maltrato deviene directamente de su vivencia de abandono materno y su ausencia de padre. El que ocupó su lugar, "el hombre que vivía con mi madre", en palabras suyas, nunca ejerció esa función ni por asomo, pero sí de un tercero hostil que le arrebata la atención y los cuidados de ella, perdida y enganchada irremediablemente en su deriva yonky. Desde entonces le anida en el corazón una semilla de desconfianza y rencor que le contamina la sangre ante la perspectiva de cualquier relación. Sólo el vínculo con su abuela fue su tabla de salvación. Y cuando ella le necesitó, él la abandonó. Ese crimen exige un castigo sin redención. Como el De Niro de la Misión. Y así anda, penando su pena a cadena perpetua, por más que él se vende la cabra de la víctima inocente de un mundo traidor.

      Sólo deslindar las confluencias, desmontar las coartadas y desbridar la confusión, permitirá asumir la responsabilidad de su cobardía y, penitencia mediante, perdonar y perdonarse, hacer el duelo y asumir la pérdida. Un largo proceso por delante, qué duda cabe, pero que gracias al vínculo reparador que la transferencia habilita, no es una utopía pensar en una pacificación razonable. ¿Y por qué la transferencia repara? Porque sólo a través de lo concreto de una experiencia vincular tan singular se van a poder retejer los lazos emocionales de una confianza básica tan maltrecha, posibilitando el dejarse ser en relación a un otro, un buen otro, o como decía aquél, suficientemente bueno.

      Bueno, dejó de llover, y los chopos medio deshojados, los pardos tejados y los campos mojados, me dejan tarareando una extraña y desvaída sensación de boludo en otoño. Qué le vamos a hacer.